CULTURA › ALGUNAS POSTALES INOLVIDABLES DEL FESTIVAL CERVANTINO DE AZUL
Fernando Cabrera y sus aguafuertes montevideanas; una muestra cinematográfica sobre Cortázar curada por Miguel Rep; una exposición de Oski, obras teatrales, Ernesto Snajer, Pedro Aznar y El Mató a un Policía Motorizado: todo cabe en la ciudad de Azul.
› Por Diego Fischerman
Desde Azul
Un gobernador de la provincia de Buenos Aires acaba de ganar las elecciones. Ha recurrido al fraude y lo justifica. Está en contra del voto secreto. Ha participado del golpe del ’30. En 1936, mientras comienza la Guerra Civil Española, Manuel Fresco, el gobernador, adopta el “No pasarán” en contra de sus enemigos, los radicales, mientras saluda con el brazo en alto y elige, como programa de gobierno, un lema: “Dios, Patria y Hogar”. Hace, además, otra cosa. Contrata a un arquitecto para “dignificar el perfil oficial y paisajista de la región”.
Hay, dice, un nuevo país. Y en ese territorio próspero, de cielos interminables, la nueva fundación quedará rubricada en hormigón sobre la llanura. Mataderos, municipios, plazas, cementerios. Entre el art déco y el futurismo –o entre el fascismo y Ciudad Gótica–, Francisco Salamone erigió su enigmática obra en menos de cuarenta meses, en lugares como Salliqueló, Urdampilleta, Saldungaray, Puan, Laprida, Lobería, Cacharí, Carhué y Carlos Pellegrini. Y en Azul, claro, donde diseñó la plaza central, con delirantes bancos y luminarias, además de baldosas que sugieren una tridimensionalidad inexistente y que hacen casi imposible caminar sobre ellas. Hay allí, también, una cruz que da la bienvenida al pueblo, un portal –dos extrañas agujas– a un parque diseñado por el paisajista Carlos Thays, un terrorífico monumento a la entrada del cementerio y un matadero cuyo emblema es un gigantesco cuchillo hundiéndose en la pampa.
Esa es la historia extraordinaria número uno. La número dos es la de un abogado, bibliófilo y putañero, alrededor de cuya biblioteca su esposa, apodada Santita por la gente de Azul, erigió un mito. Y la tercera es la del Teatro Español, una hermosa sala lírica inaugurada en 1897 y restaurada con delicada reverencia en 1992. Ahora, como antes, los agricultores miran con un poco de desprecio a los ganaderos –“campos malos, en la cuenca del Salado, que no sirven para otra cosa”, dicen–. Los vidrios del Matadero están rotos y el lugar se utiliza para la manufactura de miel, aunque en la entrada un desvencijado cartel lo anuncie con una inquietante leyenda: “Sala de extracción”. Es poco lo que queda de los sueños de grandeza: el hormigón (la “piedra líquida”) abandonado en la planicie. Y los ecos de la utopía positivista: una biblioteca y un teatro.
En la primera, un hombre de amabilidad extrema (“Chincho, acá todos me llaman Chincho”) contará, cada vez que sea necesario, la historia de Bartolomé Ronco, que vivió allí, construyó, además de juguetes de madera que invariablemente regalaba, cada una de las estanterías de la casa y, según parece, gastó cada peso ganado en su estudio legal en libros y en mujeres. Disculpará, con guiños cómplices, sus pecados (“picarón”, lo describirá), mostrará la primera edición del Martín Fierro de José Hernández, los extraordinarios volúmenes del Quijote –entre ellos la primera traducción inglesa, del siglo XVII, regalada a Ronco por Julian Barnes, y la ilustrada por Gustave Doré– que llevaron a la Unesco a ungir a Azul como ciudad cervantina, y los libros que Borges, Raúl González Tuñón o Nicolás Guillén le dedicaron. En el segundo, donde discretas fotos homenajean a Alfredo Alcón y China Zorrilla, recordando su paso por la sala, el Festival Cervantino proyecta esa herencia en el presente: el gran guitarrista y cantante de blues Lurrie Bell; las aguafuertes montevideanas de Fernando Cabrera.
Rapsodia en Azul: un bellísimo mural de Rep dialoga con las esculturas de Carlos Regazzoni. Don Quijote y Sancho Panza en una pared y una plaza, al costado del arroyo que los pampas llamaron Callvú Leovú. El dibujante es, además, el curador de un ciclo de cine dedicado a Julio Cortázar: Blow-Up de Antonioni; La cifra impar y Circe, de Antín. Y, también, quien junto a Laura Vaccari armó una exposición de dibujos de Oski, bautizada “Un monje enloquecido”. En el Museo Municipal se exponen las fotografías de José Manuel Lucía y de Marcelo Pisarro. El paisaje de la ciudad cervantina para el primero; sus márgenes –un cartel, un ciclista de espaldas, la soledad en blanco y negro– para el segundo. El ballet de la Universidad Nacional de San Martín, que dirige Oscar Aráiz, las obras teatrales La música del azar, basada en el relato de Paul Auster y adaptada y dirigida por Gabriela Izcovich, y La mujer puerca, actuada por Valeria Lois, y presencias musicales destacadas, como la del trío de Willy González o la cantante uruguaya Ana Prada, fueron parte de lo que cambió la rutina de la ciudad en los primeros días. Para el cierre, el próximo fin de semana, se esperan las actuaciones del trío del excelente guitarrista Ernesto Snajer, del grupo El Mató a un Policía Motorizado, de Raly Barrionuevo y de Pedro Aznar. El espíritu de Cervantes –o, simplemente, del arte– en un lugar de la pampa del que nadie querría olvidarse.
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