CULTURA › OPINIóN
› Por Juano Villafañe *
Desde los años ’50 y particularmente en los años ’60 y ’70 se desplegaron con mucha fuerza los debates sobre Nación y Cultura. El esfuerzo teórico y político fue notable. El ensayo como género adquirió el centro de la escena en todas las compulsas político-literarias entre los intelectuales de aquellos años. Héctor P. Agosti en su libro Nación y Cultura advertía sobre la falta de correspondencia entre una sociedad que deseaba ser nacional sin haberse constituido todavía nacionalmente. El propio Hernández Arregui en su libro Imperialismo y Cultura, un texto canónico del nacionalismo popular, aportará para abordar integralmente el conflicto desde lo más erudito de la producción intelectual hasta el reconocimiento del “fango del Arroyo Maldonado”, en la búsqueda de encontrar el sedimento mítico nacional en los márgenes de las orillas porteñas. No había sido menor el trabajo de José Aricó analizando las necesarias autonomías nacionales para alcanzar la “nación histórica” desde la condición previa de una “vitalidad nacional” o voluntad de todo un pueblo por descubrirse a sí mismo. John William Cooke rescatará la importancia de una política nacionalista y anticolonial dirigida por la clase trabajadora. Oscar Terán en su ensayo En busca de la ideología argentina reivindicará esa tensión proustiana de intentar alcanzar con el trabajo de la escritura los tiempos perdidos e ir hacia los tiempos recobrados. Esfuerzos múltiples de toda una intelectualidad argentina que no siempre coincidió con los modelos políticos, pero que reconocía de una u otra forma la falta de correspondencia entre Nación y Cultura. La dictadura cívico-militar instalada en nuestro país en 1976 y el neoliberalismo de los años ’90 profundizaron las brechas entre esas relaciones y abrieron las puertas para que se desarticulara el propio Estado-Nación.
Esta nueva etapa posneoliberal, contradictoria, pero con altos niveles de transformación política, social, económica y cultural, ha permitido que en gran parte de Latinoamérica se hayan ido recuperando de una u otra forma los Estados-Nación. En la última década, aquella idea desplegada por Oscar Terán junto al esfuerzo intelectual y político de todos los que pensaron y militaron en aquellos años ’60 vuelve a representarse otra vez en ese doble movimiento de apertura proustiana: la búsqueda de lo perdido como tiempo recuperado, una apertura sin clausuras ante el presente, pero también el presente como historia de otros presentes, que hoy los podemos representar y reconocer en los grandes trabajos intelectuales de los autores nombrados y de muchos otros que dejaron sus vidas por las transformaciones de este país.
Podemos aceptar que dentro de aquellos esfuerzos intelectuales se reconocía en general que una de las formas de facilitar las correspondencias entre Nación y Cultura estaba asociada a la distribución de bienes culturales en la sociedad, a una reapropiación tanto simbólica como afectiva y material de la riqueza que generaba el país. En este sentido, en los últimos años, se pueden ofrecer grandes ejemplos de esa política distributiva, como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que ha impulsado la circulación de la palabra como un bien cultural básico y la posibilidad de generar nuevos contenidos o los millones de libros que el Estado ha adquirido para ofrecer en las escuelas. El carácter multiplicador de esta política distributiva ha permitido aumentar en los últimos diez años el 70 por ciento los puestos de trabajo en todo el sector cultural. Esta nueva situación que vivimos los argentinos ha generado a la vez una nueva y sana puja distributiva en el sector, que se puede representar por la cantidad histórica de leyes de la cultura aprobadas, en estado parlamentario o todavía circulando como anteproyectos.
Ante la nueva situación debemos reconocer como grandes acontecimientos político-culturales de la última década la creación de un Ministerio de Cultura de la Nación y la posibilidad de contar con una Ley Federal de las Culturas: una ley marco de la cultura que ha permitido estimular en el sector cultural y en toda la sociedad un debate que impulsan el propio Ministerio y el Frente de Artistas y Trabajadores de las Culturas (FAyTC). Estamos ante las puertas de una nueva etapa en la vida cultural de nuestro país, porque se participa nacionalmente en una discusión que permite pensar las relaciones entre el Estado, la sociedad y la cultura. Se trata de una ley marco –como nos indica Natalia Stoppani, integrante del FAyTC– que dé sustento a las políticas federales y establezca pisos que dignifiquen y potencien las culturas de nuestro largo y ancho país. Y no es sólo una demanda sectorial o disciplinar, sino que es una necesidad social, un reclamo popular: nuestro país se merece una ley capaz de contener todas las culturas e identidades que existen y las que puedan existir, asumiéndonos todos como sujetos de derecho y, por ende, con un Estado responsable de la garantía de los derechos culturales.
Esta nueva situación replantea el sentido histórico de nuevas correspondencias entre Nación y Cultura que se van conquistando como demanda de toda una sociedad que desea ser nacional y que se va además constituyendo nacionalmente junto a las nuevas transformaciones de una década ganada. Se trata de la batalla cultural histórica y del presente, como un estado a su vez de acumulación de aquellos que dejaron sus libros, sus pensamientos, sus luchas, desde los legados ancestrales de los pueblos originarios hasta estos presentes recuperados contra el tiempo perdido y por los nuevos tiempos construidos hoy como presentes y como historia.
* Escritor, director artístico del Centro Cultural de la Cooperación.
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