CULTURA › LO QUE QUEDó DE LA TEMPORADA CULTURAL Y LITERARIA
La muerte de Juan Gelman y de Gabriel García Márquez, el Premio Príncipe de Asturias para Quino, la creación del Ministerio de Cultura y la definitiva concentración del mercado literario marcaron el pulso de un año en el que hubo otra vez una notable oferta de títulos.
› Por Silvina Friera
Nada en la vida es inmutable, todo cambia. La metamorfosis del mundo editorial no tiene un Kafka que la escriba. Los movimientos en el tablero del año que termina alimentaron las conjeturas. El mayor grupo editorial del mundo, Penguin Random House, compró por 100 millones de dólares Alfaguara y varios sellos más –Taurus, Aguilar, Suma de Letras, Altea, Fontanar y Punto de Lectura– que eran propiedad de la española Santillana, del grupo Prisa. El mercado del libro en habla hispana quedó concentrado en dos manos: Penguin Random House y Planeta. La orquestación de esta concentración –opinan algunos– estuvo orientada contra Google, Amazon y Apple, gigantes de la distribución y la tecnología con “más espaldas” para imponerse en la conquista de las plataformas digitales. Los escépticos plantearon que estas fusiones no llegaron a tiempo. No es un fenómeno nuevo esta hiperbólica concentración; sucede desde mediados de los ’90, pero la monopolización se aceleró en la última década, momento en el que comenzaron a surgir editoriales pequeñas y medianas –oxígeno fundamental para los pulmones de esta industria–, sellos que tienden a asociarse para poder distribuir sus catálogos en América latina y España.
Más allá de las suspicacias y temores, hay demasiados libros publicados, “exceso” saludable y preferible a la escasez. La proliferación de títulos conspira contra la ilusión de articular un balance lo más “completo” posible. A pesar de los obstáculos, se recomendará un modesto itinerario de lecturas. La novela Informe sobre ectoplasma animal (Eterna Cadencia), de Roque Larraquy, es un artefacto inclasificable que registra el comienzo de la ectografía, una seudociencia imaginaria fundada por el fotógrafo de vistas y sociales Severo Solpe. “El individuo se hace en el secreto. No tener secretos equivale a estar muerto”, se lee en una de las anotaciones de Solpe. Un personaje memorable es la protagonista de Inclúyanme afuera (Mardulce) de María Sonia Cristoff. Mara es una intérprete simultánea que llega a Luján para trabajar en el Museo Udaondo. Su plan es ejercitar el arte de callar en interacción con el mundo un año. Pero hay un proyecto minuciosamente calculado: dos caballos exhibidos en el museo que ella se encargará de arruinar. La risotada carnavalesca suena en la grandísima novela que escribió Mariano Dupont, Arno Schmidt (Seix Barral). El personaje principal, un narrador en primera persona un tanto misántropo y celinesco que comparte el mismo nombre y apellido que el escritor, llega a una residencia destinada a escritores experimentales –situada en una base de la Antártida y financiada por un excéntrico barón alemán que anualmente beca a autores de distintas nacionalidades– para terminar con un proyecto: la reescritura del Popol Vuh, la epopeya de los indios quiché. Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al desenlace con el discurso de Heidegger, intervenido por la lengua florida del Protagonista, que pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía) de Iosi Havilio es tan teatral en sus excesos como barroca en su torrente lingüístico.
En Los inmortales (Emecé), Claudio Zeiger hilvana diez relatos íntimos que aumentan la intensidad de una nostalgia que merodea como una sombra al acecho: “Había entre nosotros algunas criaturas abandonadas de verdad, tiradas en la calle. Y de verdad se fueron perdiendo. (...) Primero los fundidos, después los zarpados, después los quemados. Nunca nos hicimos demasiadas ilusiones”, plantea el narrador desde un “nosotros” generacional. “Todo se vuelve escritura, hasta la obscenidad misma, de pronto hecha belleza.” La frase le pertenece a un joven escritor en formación. La garabateó en una de las páginas de su libreta de hule negro, donde anotaba casi todo lo que leía, lo que veía y se le ocurría. La vida escrita (Seix Barral) es una ficcionalización de la realidad que vivió Rodolfo Rabanal durante casi veinte años. Si la mejor manera de contar una historia es a través de cuatro momentos –como suscribe El Escritor–: principio, medio, final y deslúmbrame, Rodrigo Fresán vuelve a deslumbrar, con La parte inventada (Literatura Random House), una ficción tóxica, una maquinaria adictiva cuyo engranaje –tema y trama– son los escritores, la creación, los lectores, los libros.
“No estaba en mi naturaleza ser poeta; contra una opinión difundida, nadie nace poeta, son los otros los que cierran el puño alrededor de algo que resulta ser el canto de uno, que todo lo ignoraba del tema.” Se podría ovillar la madeja poética de Arnaldo Calveyra por este fragmento que pertenece a Novela (Adriana Hidalgo), su último libro publicado, escrito allá lejos y hace tiempo entre París y La Plata. Besar a la muerta (Colihue), la primera novela de Horacio González, es una especie de “máquina parlante”, tributaria del género epistolar y las reescrituras. “Noveleta conversacional”, la llama su autor, ironía que se fraguará de principio a fin.
“El mundo es una cueva, un corazón de piedra que aplasta, un vértigo plano. El mundo es una luna cortada a latigazos negros, a flechazos, a escopetazos”, se lee en las primeras líneas de La débil mental (Mardulce) de Ariana Harwicz, una bomba nuclear de la literatura argentina reciente de una potencia excepcional por sus personajes febriles, dos mujeres de factura barroca, dos inadaptadas sociales que son madre e hija. Fuera de la jaula (Emecé) es una magnífica novela de Fernanda García Lao. Un elepé se clava en la yugular de Aurora Berro –actriz retirada– mientras ella canta la “Canción de la Bandera”. “Fue tan inesperada y hermosa mi muerte que, por un instante, nadie reparó en ella. Ni siquiera yo.” Una atmósfera de fatalidad gravita sobre la trama de un paisaje intoxicado. Los cuentos de Samanta Schweblin parpadean, respiran, hablan y cuanto más callan o escamotean algún indicio, más hipnóticos devienen, como si fueran criaturas insoportablemente bellas y demasiado conscientes del modo en que vampirizan a sus lectores. Distancia de rescate (Literatura Random House) es un excepcional relato de 124 páginas que aglutina la fascinación y el espanto ante el “trueque” de espíritus en otros cuerpos, deliberadas transmigraciones de alma para pulsear contra la enfermedad y la muerte. Andrea Danne (Entre Ríos), Sarita Mundín (Córdoba) y María Luisa Quevedo (Chaco) fueron asesinadas en los años ’80. En Chicas muertas (Literatura Random House), Selva Almada construye una crónica de una potencia inaudita, arrojando luz donde estaban las sombras del olvido. Un crimen puede ser la excusa perfecta para privatizar la Reserva Ecológica de la Costanera Sur. Alicia Plante, maestra de la novela negra, concluye a todo trapo su Trilogía del Agua con Verde oscuro (Adriana Hidalgo).
“El francés es una lengua muy extraña: deja caer los sonidos y al mismo tiempo los retiene, como si en el fondo no estuviera muy seguro de querer liberarlos”, fue lo primero que pensó la niña de El azul de las abejas (Edhasa) de Laura Alcoba cuando se exilió en París. “Lo más notable del turismo es esa quimera de libertad, hedonismo y excesos que germina en nosotros apenas atravesamos la frontera desde lo cotidiano hacia lo extraordinario. Lapso en el cual abandonamos miserias y ortodoxias para considerar la posibilidad de un mundo perfecto”, afirma el periodista y narrador de El alud (Mansalva), novela de Esteban Castromán que es como una “pepa literaria”. Otra gran novela del 2014 es Electrónica (Interzona) de Enzo Maqueira. Una generación que flirteó con todas las drogas –de la marihuana a la cocaína, del éxtasis al ácido– se queda pedaleando en el aire.
Un librazo de este año es Con el bombo y la palabra. El peronismo en las letras argentinas. Una historia de odios y lealtades (Seix Barral) de Rodolfo Edwards. El poeta propone un recorrido vertiginoso por los dispositivos textuales que manifiestan la indisposición del campo literario argentino “frente a un fenómeno incómodo que apareció como un grano lleno de pus para los actores culturales” como es el peronismo. En los textos que integran El país de la guerra (Eterna Cadencia), Martín Kohan propone una ardua labor de exploración y análisis por las eclécticas textualidades discursivas que revisa, descompone y astilla en mil pedazos el gran relato que compuso Mitre para iluminar el modo en que operan los tonos narrativos de origen bélico. En Una historia del libro judío (Siglo XXI), Alejandro Dujovne reconstruye la trama cultural integrada por editores, intelectuales, traductores, imprenteros y asociaciones culturales entre otros actores e instituciones que protagonizó el auge de la industria editorial judía en Buenos Aires.
El final se avecina. El mejor lugar para viajar son las páginas de Kassel no invita a la lógica (Seix Barral) de Enrique Vila-Matas. En Cuadernos de Lengua y Literatura. Volumen VIII (Eterna Cadencia) de Mario Ortiz, el disparador es un artefacto en desuso, la carcasa de un viejo televisor Zenith, que el poeta encontró en una esquina de su Bahía Blanca natal. Memorable resulta Bongo. Infancia en Belgrano R y otros cuentos y nouvelles (Planeta) de José Pablo Feinmann, especialmente las páginas protagonizadas por ese perro de “raza indefinida” con alma de vagabundo. Sin duda el acontecimiento literario de este año ha sido la publicación del primer volumen de los Diarios (Alfaguara) de Abelardo Castillo, que abarca de 1954 a 1991. Un sujeto entre pequeños sujetos, un servidor y esbirro del Sujeto. Así se define Sergio Correa Funes desde la cárcel de Marcos Paz, donde escribe el ensayo final de La familia (Alfaguara) de Gustavo Ferreyra. Ahora sí: a brindar por un 2015 con más y mejores libros.
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