CULTURA › DIOS MIO, ¿QUE HEMOS HECHO?, DE PHILIPPE DE CHAUVERON
› Por Juan Pablo Cinelli
Cuando Dios mío, ¿qué hemos hecho?, de Philippe de Chauveron, se estrenó en Francia en abril del año pasado, la posibilidad de que los miembros de Charlie Hebdo fueran asesinados en la propia redacción de la revista a manos de una célula extremista islámica hubiera parecido un mal chiste. Sin embargo, apenas diez meses atrás esta película daba cuenta, a su modo, del estado de la construcción multicultural de la sociedad francesa en la actualidad. Se trata del retrato de la familia de Claude y Marie Verneuil, levantada sobre las bases culturales y sociales de la Francia gaullista de los años ’70 (que hoy equivale a un conservadurismo de pretensión biempensante que se debate entre liberalismo y progresismo nacional). Ocurre que las tres hijas mayores del matrimonio se han casado con hijos de familias judías, musulmanas y chinas, negándoles a sus padres (sobre todo a Claude) el orgullo de un nieto “francés”. Pero todavía hay esperanza: que la menor, soltera aún, salve el honor familiar consiguiéndose un marido francés, blanco y católico. A partir de eso, el film construye una serie de enredos basados exclusivamente en los choques culturales ocurridos entre papá y sus tres yernos, intentando convertirse en un modelo a escala de las tensiones que tienen lugar a nivel nacional en la Francia contemporánea: un multiculturalismo que, en gran medida, es el involuntario legado que la política colonialista del propio Charles de Gaulle le ha dejado al presente.
Como se ve, Dios mío... tiene todos los elementos para convertirse en una incómoda pieza de autocrítica. Porque la figura de Claude encarna las contradicciones de un pueblo como el francés que, siendo padre de los derechos humanos modernos y portador del estandarte que pregona aquello de “liberté, égalité, fraternité”, en el fondo (últimamente no tan al fondo) se sentiría más cómodo si pudiera evitar compartir su casa con ciertas visitas. Ese es el reflejo que la película intenta mostrar y lo que la ha convertido en la segunda más vista de la historia del cine en su país, con 12 millones de espectadores. Pero no siempre el podio de la taquilla equivale a grandes méritos cinematográficos: Dios mío... es una comedia esquemática, cuyo humor nunca supera lo obvio ni ofrece más que personajes sin profundidad.
Sirve de ejemplo el Claude que compone Christian Clavier, en torno de quien gira toda la narración, que es esclavo de su propia corrección política y no está muy lejos del “Padre progresista” de Diego Capusotto, personaje que ni siquiera se encuentra entre los más logrados del cómico argentino. Entonces quizá la causa de este éxito deba buscarse en la necesidad de los franceses de imaginar que lo que les pasa no es más que una serie de malos entendidos culturales y no el producto de un conflicto social profundo. O en el deseo de que la realidad pudiera ser apenas una comedia pavota y no el espanto que, a un año del estreno de la película, acaba de explotar entre las manos de La República.
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