Dom 01.02.2015
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CULTURA › UN RECORRIDO POR ESTAMBUL, LA CIUDAD QUE VIVE ENTRE DOS MUNDOS

Viaje al imperio de los sentidos

Primero Bizancio, después Constantinopla, ahora Estambul. La metrópolis de la que hoy todos hablan, gracias a la novela Las mil y una noches, invita a un cóctel de emociones, sabores y sonidos. La literatura, el cine y la música se cuelan en su vida cotidiana.

› Por Fernando D´addario

“Pero, al final, ¿los turcos son buenos o malos?”

De regreso en Buenos Aires tras un periplo que solo incluyó la ciudad de Estambul y las ruinas de Troya, la pregunta definitiva de un amigo, minucioso rastreador de historias antiguas y conocedor de las minucias políticas contemporáneas, introduce el más complejo de los interrogantes. “Mirá, a mí me cayeron bien”, contesta el cronista-turista recién llegado. Meses de preparación, de lecturas, de aprendizaje de los rudimentos del idioma, de curiosidad por las tradiciones musicales y por la actualidad sociocultural de Turquía, para terminar entregándose al más estúpido de los lugares comunes. A la mierda siglos de atrocidades del Imperio Otomano, la certeza del genocidio armenio, las denuncias de machismo y de homofobia que prevenían contra una peligrosa turcofilia. “Los turcos me cayeron bien”, repite para sí el cronista, más turista que nunca, despegándose de los galardones del “viajero” para someterse al imperio de las imágenes instantáneas, superficiales y relativas. Como si, en definitiva, todas las complejidades del mundo se redujeran a los “me gusta” y “no me gusta” instituidos por Facebook.

Los turcos tienen mala prensa desde que cometieron la imprudencia de defenderse de las invasiones bárbaras, canonizadas por la Iglesia Católica y sus apologistas como “Cruzadas”. Los otomanos potenciaron el mal humor de los occidentales con un puñado de tropelías y se subieron al podio de los malos con el genocidio armenio que, increíblemente, el gobierno sigue sin reconocer. Pero ninguna de esas carnicerías operó en el mundo con tanta penetración psicológica como la película Expreso de medianoche. La historia de Billy Hayes, ciudadano estadounidense que vivió un calvario en las cárceles turcas por haber intentado sacar droga del país, es la contraseña inmediata que convoca al temor. “Nombrar aquí Expreso de medianoche es casi un insulto”, avisa Altan, un estambulita de 37 años, mientras pide su tercer raki (la bebida nacional turca, un licor de uva aromatizado con anís). Para bajar un poco los efectos y clarificar sus ideas, le agrega al vaso un chorro de agua, con lo que el raki adquiere un misterioso color blanquecino. “Expreso de medianoche (Alan Parker, 1978, basada muy libremente en la autobiografía escrita por el mismo Hayes) es la respuesta de Estados Unidos a un conflicto político-diplomático que tenía en ese momento con Turquía. Había que demonizar a los turcos, como antes a los rusos y a los japoneses y hoy a los iraníes, y Hollywood era ideal para hacerlo. A ustedes (por los argentinos) ¿no les pasó nunca?” A uno le dan ganas de santiguarse o de tocar madera, pero es probable que ninguno de estos arrebatos supersticiosos surta efecto en un territorio protegido por Alá.

–Y cómo reaccionan frente a esa imagen instalada a partir de la película?

–De muchas maneras. Hay guías de turismo que se aprovechan e invitan a los extranjeros a conocer “la cárcel que aparece en Expreso de medianoche”, jajá.

Se refiere a la antigua cárcel de Sultanahmet, el barrio histórico de Estambul. Al llegar a la calle Tevkifhane, en medio de palacios y mezquitas, un hotel cinco estrellas, el Four Seasons Istanbul Sultanahmet, ocupa el lugar de la vieja prisión, manteniendo la fachada original. Los turistas se sacan fotos a la entrada del hotel-cárcel, sin saber que, en realidad, la película no se rodó allí sino en Malta. Tampoco saben que las prisiones donde Hayes (quien pidió perdón públicamente a los turcos, en más de una ocasión, por los daños ocasionados a la imagen del país, según su criterio por la mala intención del director Parker y del guionista Oliver Stone) purgó su condena están en el distrito de Sagmalcilar y en la isla de Imrali. A nadie le importa el detalle histórico. La validación permanente del equívoco es funcional a los intereses del anfitrión y a la fantasía del huésped.

El tranvía recorre en dos minutos el tramo de ensueño que media entre Sultanahmet y Sirkeci. El objetivo allí es saldar cuentas con otra leyenda: el Orient Express, inspirador de novelas y películas que transportaron, desde París a Estambul, a espías, asesinos, artistas y representantes VIP del jet-set y de la Guerra Fría. Hace rato que el tren dejó de llegar a esta ciudad, pero un aristocrático restaurante ubicado en la estación permanece allí como testigo residual de la gloria perdida. Mozos vestidos de gala esperan durante noches y días por comensales que nunca llegan. Es probable que ni siquiera los esperen. Son fantasmas. Están allí como imágenes congeladas de la historia, del mismo modo que las fotos de Lauren Bacall, Ingrid Bergman o Sean Connery. En medio de una desolación encantadora, después de tomar un aromático té de menta, Rosana, pareja y compañera de todos los viajes, encara a uno de los mozos para preguntarle por alguna anécdota que haga honor a la leyenda. Pero Nahum, que hasta ese momento se ha comportado como lo que es, el adalid gastronómico del tren atravesado por historias de Graham Greene y Agatha Christie, se disculpa en un modesto inglés con acento desconocido: “Ese tren no significa nada para mí. Yo solo trabajo acá desde hace cinco años. Soy uzbeko”. Nos cuenta historias de su pueblo natal, cercano a la también mítica Samarcanda y nos asegura que allí sí encontraremos el auténtico sabor del Oriente. Al despedirnos, le damos la mano como si estuviésemos saludando a un actor secundario de Asesinato en el Orient Express.

Más tarde, en un puesto modesto a la entrada del Gran Bazar, un sirio libanés que averigua el origen argentino de los clientes después de dos fallidos (¿italians? ¿spanish?) inaugura una curiosa estrategia de seducción: “Ustedes, en Argentina, tuvieron un rey o un presidente que era de Siria, el pueblo de mis padres”.

–...

–Se llamaba Menem. Todos lo conocían en mi pueblo. Es un orgullo para nosotros...

Fue finalmente nuestra habilidad para el regateo, más que la imposible afinidad política, la que bajó a la mitad el precio original de un pintoresco narguile. Ya dentro del Gran Bazar, un señor muy elegante invita a tomar un té en su negocio de alfombras. ¿Cuánto vale la más cara? pregunta uno, de puro argentino que es. “20 mil dólares”, contesta el vendedor, que tampoco es turco, sino de origen iraní. Insólito error de cálculo de este comerciante con cara de infalible: cómo se le puede ocurrir que esta pareja de desarrapados, que viene de comerse un kebab de parado en la estación de Eminonu, puede siquiera regatear un precio que tiene más de tres ceros. “Nuestro negocio es la hospitalidad”, nos recuerda el hombre antes de despedirnos y recordarnos que somos “bienvenidos en su negocio, que es también nuestra casa”. Con un gesto casi imperceptible de sus ojos, le avisa a uno de sus empleados que afuera un grupo de japoneses reclama su atención. En la vida se pierde y se gana. Un uzbeko, un sirio libanés, un iraní. ¡Dónde están los turcos! Muy pronto, nuestro amigo Baran, de 28 años, despejará la duda: “En esta ciudad viven millones de extranjeros. Es muy fácil distinguirlos: si tienen la piel blanca, son turcos, si son morochos, entonces vienen de Azerbaiján, Siria, Yemen, mírenme a mí”. Baran nació en Diyarbakir, en el sudeste de Turquía. Pero es kurdo, quizás el pueblo más castigado de cuantos habitan esta tierra. Un pueblo con cultura propia pero sin estado, con habitantes esparcidos por Irán, Irak, Siria y Turquía. Baran dice que en Estambul no se distingue a los extranjeros solo por el color de la piel, sino por los trabajos que realizan: “La mayoría está en el rubro de servicios”. Baran es recepcionista de un hostel, pero llegó a Estambul hace siete años para estudiar Planeamiento Urbano. Subraya que ama esta ciudad maravillosa, histórica y multicultural, pese a todo. Entre esos reparos, menciona la discriminación, invisible a la primera mirada del turista. Y cuenta su ejemplo: “Podría hablar de las noticias que salen en los diarios, de personas que son golpeadas en la calle por el solo hecho de hablar en kurdo. Pero te cuento una que me pasó a mí. El año pasado tenía que hacer una pasantía en la administración pública. Me presenté en la sede más cercana a mi domicilio. La persona que me atendió me dijo que me veía ‘muy poco turco’. Le expliqué que yo era kurdo, y entonces dijo que ya tenían suficientes pasantes para ese año. Lo curioso fue que al día siguiente tomaron a un amigo mío, supongo que tenía la piel más clara que yo”. Semanas más tarde, ya vía chat, Baran admitirá que, a la luz de los sucesos de París, en Turquía “hay un odio creciente hacia la Europa cristiana. No puedo decir que es la mayoría, pero hay un considerable número de personas que apoyan la acción contra Charlie Hebdo. Y si alrededor de un 70 por ciento de los consultados rechazaban en principio el atentado, después de todo lo que se publicó la primera semana, la credibilidad bajó a un 20 o un 30 por ciento. Yo, particularmente, no apoyo ninguna acción que derive en el asesinato de personas, pero creo que hubo un pequeño teatro montado sobre la muerte de gente inocente”. Baran no es un islamista fanático. Cree en Dios pero no practica la religión. Es fan de Coldplay y Placebo. Tuvo una sola novia turca, durante tres años, pero no llegó a conocer a los padres porque éstos jamás hubiesen aprobado la relación. Antes de volvernos a Buenos Aires buscamos y conseguimos un disco de Kardeº Türküler, una de las bandas kurdas favoritas de Baran. Es como si nos hubiese acompañado en el viaje.

Una caminata de cincuenta cuadras por la avenida Atatürk, con apenas una breve escala técnica para comer un exquisito peynirli börek (especie de empanada de queso), concluye en una disquería escondida en una galería temática, rodeada de casas de instrumentos orientales. Un hippie que apenas puede moverse en su local atestado de vinilos, casetes y CD dice que su obligación, como vendedor, es que el visitante extranjero se lleve “buena música” de Turquía. Ensaya una mueca de desprecio cuando se le menciona a Tarkan (estrella de pop turco) y recomienda un nombre, Erkin Koray, al que considera el “Frank Zappa de Anatolia”. Lo invoca con la solemnidad de una fatwa (pronunciamiento legal en el Islam que deriva en un mandato de cumplimiento obligatorio) y regala una sonrisa cómplice cuando comprueba el efecto que produce esa música. Erkin Koray, representante de una suerte de folk psicodélico turco, acompañará los recorridos por la ciudad con más autoridad que los sonidos orientalistas emanados de cada tienda de artículos regionales. Una caja de Pandora musical que derivará en un linkeo no virtual interminable, del que aquí se apuntará solo un nombre: Cem Karaca, prócer de la contracultura (valga el oximoron) turca, un cantautor que suena, digamos, como si Leonardo Favio se hubiera fumado diez pipas de hachís en Capadocia.

La avenida peatonal Istiklal explota de gente. Atraviesa Beyoglu, el viejo barrio de comerciantes armenios, judíos y griegos, reciclado para convertirse en la Meca de los jóvenes estambulitas. Como Palermo Hollywood. Pero más y mejor. Aunque sea una marroquí de Casablanca formada en la universidad de Valencia, Sabrine se siente local en el bar Leyla Teras. Allí conoce gente de todo el mundo, pasan la música que le gusta y toma sus tragos preferidos. Está fascinada con Estambul, adonde llegó para hacer un curso de joyería. Sabrine señala que la brecha en Estambul es generacional: “Los jóvenes y la gente de mediana edad aspiran a parecerse cada vez más a los occidentales, y por ello se alejan de la religión. Y otra parte de la población, de mediana y tercera edad, es conservadora y muy religiosa. Suele ser también gente acomodada económicamente”.

Por ahora, no sufrió el promocionado machismo de los turcos. “Claro que estoy viviendo en Taksim, que es lo más europeo de toda Turquía”, aclara. Poco tiempo atrás, mujeres y hombres salieron a la calle a protestar por las declaraciones televisivas de un abogado cercano al gobierno de Recep Tayyip Erdogan, que dijo que las mujeres visiblemente embarazadas no deberían mostrarse en público.

El bar Leyla Teras no es apto para distraídos. No bien se vacía el chopp de cerveza turca, una mano que uno no había divisado pero estaba evidentemente al acecho, ya está sirviendo otro, y apenas terminado éste, sin que nadie lo pida, la misma mano deposita sobre la mesa un tercer balón, y así sucesivamente. Hasta que le decimos, casi a los gritos, “¡No more beer, please!”. A la salida, llegando a la plaza Taksim, se mezclan los sonidos y las imágenes. Una mujer canta viejas melodías sufíes y la gente detiene su marcha para escucharla. A veinte metros, dos hombres tocan el baglama, con menos suerte. De alguna terraza llegan los ecos de la música electrónica y en la esquina, sin humor para eclecticismos musicales, una refugiada siria (los sirios, desplazados de su país por la guerra civil, son los homeless de Estambul; cada tanto, el gobierno turco amenaza con enviarlos a campos de desplazados) reta a dos de sus hijos mientras suplica por un par de liras turcas que le permitan tirar hasta el día siguiente.

Sabrine recomienda que vayamos al barrio de Eyüp, que bordea el llamado Cuerno de Oro, un estuario que se desprende del estrecho de Bósforo y divide las dos partes europeas de Estambul (hay una tercera parte, la asiática, con barrios imperdibles, como Usküdar y Kadiköy). La previa consiste en acercarse a uno de los muelles y quedarse pegado a una de las parrillitas de pescado. El “balik ekmek” (sandwich de pescado) es clásico de clásicos. La pesca y el fileteado se producen en el momento, a la vista del cliente. Unos minutos a la parrilla, pan, limón, y la vida es bella. En la cumbre de una colina, a la que se accede mediante un teleférico, nos espera el Pierre Loti, llamado así en honor al escritor y viajero francés. El novelista turco Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura, odia a Pierre Loti. En su ensayo autobiográfico Estambul, Pamuk critica a ese tipo de autores que analizan un país extranjero sobre la base de lo que ya leyeron, y escriben, en consecuencia, lo que sus lectores occidentales ya saben que van a leer. “Pierre Loti empezó a criticar a los estambulitas porque se estaban occidentalizando, pero la pequeña minoría de lectores que lo leían en Turquía había surgido precisamente de entre los occidentalizados”, escribió Pamuk, quien zanja la eterna tensión entre tradición y modernidad con una frase notable: “La occidentalización nos ha dado a mí y a millones de estambulitas el placer de encontrar ‘exótico’ nuestro propio pasado”.

Para llegar a la cima hay que sobrevolar en el teleférico el cementerio de Eyüp. Se trata, si se permite la expresión, de un cementerio “natural”. Las tumbas y las columnas (los musulmanes las utilizan para colocar inscripciones en ellas) se disponen desde la base hasta lo alto de la colina que domina el barrio. Están rodeadas de cipreses, bajo un manto de niebla que lo cubre todo. Familias enteras suben a “charlar” con sus muertos, que se fueron sumando espontáneamente con el correr de los años y de los siglos. La primera tumba descubierta, la de Ayoub al Ansari, compañero de Mahoma en una primitiva incursión a Constantinopla, instó al sultán Mehmet, apenas conquistada la ciudad, a construir una mezquita en su homenaje. Los musulmanes más piadosos empezaron a preparar sus tumbas alrededor de ese lugar, para estar más cerca de Ayoub al Ansari y, por añadidura, de Alá. El cementerio y la mezquita están rodeados de tiendas y lugares para comer. Mujeres con burka (prenda que cubre todo el cuerpo, salvo los ojos) charlan animadamente mientras comen sus köftes (albóndigas) de cordero y se preparan para ir a saludar a sus muertos. El cementerio está integrado a la vida cotidiana de los turcos. Los gatos, únicos privilegiados en toda la ciudad, caminan entre las tumbas, tienen sus propias casitas, y parecen saber mucho más de lo que insinúan con su mirada penetrante.

Después de divisar la vista del Cuerno de Oro que se impone desde lo alto de la colina, sólo resta bajar, en todos los órdenes de la expresión. La caminata por la costa, el encuentro con los barcos que van para el Bósforo, van precipitando la despedida. Una tenue melancolía remite por un instante a la película Lejano, de Nuri Bilge Ceylan, en donde una Estambul lluviosa, gris, invernal, funciona como correlato del vacío existencial de sus personajes. Pero más que melancolía, lo que invade al turista en este caso es una ligera nostalgia anticipada. La sensación de que siempre, pase lo que pase, se estará volviendo a Estambul.

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