CULTURA › EL COMIENZO DE LOS CORSOS PORTEñOS Y LAS DIFERENTES MANERAS DE VIVIRLOS
Mientras aparece un debate acerca de la evolución de las murgas, treinta y dos corsos arrancaron el fin de semana con la celebración pagana. Pero no es igual en todas partes, porque donde la tradición está más arraigada, la fiesta se hace sentir con mayor fuerza.
› Por Andrés Valenzuela
Hay un momento raro en la iluminación porteña. Ocurre a la tarde, cuando el sol todavía no terminó de caer, pero el alumbrado público se enciende. Un momento de transición en el que –pareciera– no es de noche ni de día. Ese es el horario en que comienzan los carnavales porteños cada fin de semana. A las 19, aunque las vallas que cierran las calles para dar lugar a la fiesta popular se plantan un buen rato antes y la mayoría de las murgas no desfilan sino hasta las 20. Claro que en febrero, a las 20, persiste una resolana pálida que tiñe los flecos que cruzan de vereda a vereda y apaga el brillo de lentejuelas de las levitas. Es domingo en San Telmo y el presentador anuncia que empieza la segunda noche del Carnaval porteño.
La edición 2015 del Carnaval porteño puede llegar a marcar un punto de inflexión. Es que la organización de los corsos trasladó muchos de éstos a varias plazas y dos clubes de barrio. De los 32, 8 experimentaron esta mudanza. El principal objetivo es restar “molestias” a quienes circulan en auto: priorizar el tránsito por sobre la manifestación artística popular. Aunque esto puede ayudar a que muchos porteños que no disfrutan de los corsos dejen de protestar contra ellos, no deja de representar una contradicción con el espíritu de encuentro entre vecinos en la calle, la subversión de las formas habituales. El corso no es callejero por azar, ni sus levitas surgen por el gusto de morirse de calor en pleno verano cubriéndose de tafeta. Las célebres fiestas de Carnaval de los clubes, que se pretenden recuperar, tampoco eran corsos.
Por otro lado, no deja de ser verdad que en los últimos años las murgas porteñas comenzaron una evolución artística en otro sentido y se presentan durante el año en teatros o centros culturales. Incluso en salas del oficial Circuito Teatral Buenos Aires. ¿Acaso agrupaciones atravesadas por el circo o el teatro comunitario, como La Redoblona o Los Descontrolados de Barracas, no funcionan muy bien en un teatro? Todo esto conforma un debate todavía incipiente, pero que seguramente marcará los febreros por venir. Mientras tanto, la murga sigue saltando en el asfalto con zapatillas de lona.
San Telmo. 20.15. Los Girosos de Pompeya, centro-murga, todavía no comienzan su función. Dos chicas que lucen escudos de River y de Huracán en sus levitas guían a los más chicos –las “mascotas”– en su entrada en calor y elongación. Las primeras funciones del Carnaval son siempre las más difíciles: los nervios, el reencuentro con la levita y el calor. Durante la noche del domingo el termómetro afloja. Ronda los 27, 28 grados y los aguateros no tienen tanto trabajo.
Mientras los chiquilines de levitas de negro y plata se estiran, los tambores templan los parches. Cuando termina la tanda de cumbias de los ’90 (clásicas, todas) y el cuarteto de Rodrigo, suena la señal del silbato y arrancan los bombos. ¿Cuántas oportunidades van a tener estos pibes del sur de la ciudad de mostrar lo que hacen ante vecinos, desconocidos y turistas extranjeros que pasean por la zona? Quizá por eso, a cada metro que hacen ganan entusiasmo y les ponen más pilas a sus movimientos. Aunque el público, más bien apático, observe con cautela. “Es una noche ideal para estar afuera, pasarla bien en familia, divertirse”, arenga el presentador. Y es hora de ir al siguiente corso.
Boedo. 21.10. Eso de la diversión en familia sí se manifiesta plenamente en el corso de Boedo I (el barrio tiene dos). La avenida que nombra al barrio está cortada entre San Juan e Independencia, un sector acostumbrado a los espectáculos callejeros, sea con su festival de tango o su encuentro entre organizaciones barriales. Se advierte en la gente, además, que realmente disfruta del Carnaval, de la presentación de Los Mimados de la Paternal, cuyos colores azul y rosa se mimetizan con los esperables cuervos azul y rojo de este corso. Acá está lleno de adolescentes con espuma jugando al blanco coqueteo adolescente, niños que se corretean, señoras que instalaron sus reposeras en la vereda y mucha, mucha más gente que en San Telmo.
En Boedo sí los niños se hipnotizan con quiebres, saltos y brillos murgueros, y se tientan cuando ven a otros gurrumines de su edad desfilando con galerita. En este barrio el Carnaval no distingue edades y los vecinos se acomodan en triple fila: sobre la calle, pegados a las vallas; sobre la vereda, estirando el cuello para ver mejor; y sobre los canteros de las sucursales bancarias de la zona.
Cuando se presentan, con sus levitas híper decoradas, los Mimosos cantan y enseguida salta cierta cosa futbolera que recorre sobre todo a los centro-murga, una necesidad de cantar que cada murga es mejor que todas las demás (la tendencia, saben los que prestan atención, disminuye mucho en la otra categoría oficial de los corsos, la de agrupaciones murgueras). Mientras los muchachos bromean sobre Ivo Cutzarida, se ríen en sus coplas de Elisa Carrió y lucubran sobre un posible encuentro entre Diego Armando Maradona y Maru Botana (quince hijos por semana, aseguran), un choripán ayuda a reponer fuerzas. “Veinte pé”, le cobran a uno. O tres por 50. Lo mismo, o casi, que el año pasado. En el corso no hay inflación choripanera.
Mientras el colectivo que lleva hasta el siguiente corso se hace esperar, en Colombres se puede ver a otros niños disfrutando el Carnaval. Un gordito morocho que pasa gritando “iiuuupiii” con su pomo de espuma vacío y una nena que practica los saltos en el palier de su edificio. Eso no se ve en todos lados.
Almagro. 22.30. En el primero de los corsos de Almagro (el otro está en Parque Centenario) hay bastante gente. Los banderines flamean por el viento y Los Pitucos de Villa del Parque ponen todo sobre el asfalto. Parece tener todo para ser un gran corso. Sin embargo, el ambiente aquí es sutilmente distinto. Quizás es que el público es menos entusiasta y no baila espontáneamente. O que los más fieles a Momo se sentaron temprano en las gradas frente al escenario y no se les puede ver el rostro. O quizá sea que el carrito de la “Feria itinerante de abastecimiento barrial” pintada con los colores del PRO tenga mucha, muchísima menos onda genuinamente popular que cualquier carpita parrillera. O la clave puede estar en la actitud de ese gordo de remera roja que se manda con toda su familia por delante de las vallas, sólo para cruzar, y que increpa al muchacho de seguridad que le pide que se corra. O en el grandulón de veintilargos (los adjetivos quedan a gusto del lector) que les tira espuma a las quinceañeras –y más chicas también– y se hace el otario cuando éstas se dan vuelta.
Claro que también hay escenas de auténtico entusiasmo carnavalero. Cuando Los Pitucos inician la retirada, su portaestandarte pasa varios minutos accediendo a los pedidos de fotos con una familia. Son varios clicks por cada miembro de la familia (excepto el padre, que sonríe levemente apartado) y le presta su galera a madre, hija mayor e hija pequeña. Al otro extremo, se alistan nuevamente Los Mimosos, cuyo recorrido de la fecha coincide parcialmente con el de Página/12. Pero es hora de seguir camino. Durante febrero, siempre hay otro Carnaval.
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