CULTURA › JUAN MENDOZA Y SU LIBRO LA HISTORIA DE KORNETA SUáREZ Y LOS GARDELITOS
El periodista buscó reflejar la historia de un personaje irrepetible del rock reciente a través de un coro de testimonios, antes que por un hilo cronológico o el análisis de su obra. “Korneta era alguien que estaba vivo en el sentido más primigenio”, dice.
› Por Sergio Sánchez
1998, Villa Jardín, Lanús. Juan Mendoza presencia una “celebración caótica”, en medio de casas humildes y rostros doloridos. En una mano tiene un grabador de periodista y en la otra, una botella de cerveza. Sobre un escenario en un viejo acoplado de camión suenan canciones a cargo de cuatro personas de traje y sombrero. El cantante, un hombre muy alto, de voz dulce y ardiente, cuyos “enormes ojos irradian un brillo triste y enigmático”, logra transportar a Juan al “ojo de una tormenta sagrada y primitiva”, a un centro energético del que no quiere salir. Después del ritual, ya no será el mismo. “¿Es sólo música lo que generó este estado de ensueño?”, se pregunta.
La pregunta ensaya una respuesta varios años después. Juan está sentado en un bar de San Cristóbal. Se tomó el día en el laburo para venir a la nota. El motivo es Rock Sudaka: La historia de Korneta Suárez y Los Gardelitos (Gourmet Musical), libro que intenta reconstruir la apasionante vida de un músico inclasificable que excedió márgenes y estereotipos del rock y nunca negoció su espíritu libertario. “No es una biografía en el sentido clásico, porque no busqué la cronología ni datos rígidos. Tampoco sentí la necesidad de abordar las circunstancias de su muerte (el 12 de mayo de 2004). Pero deja claro que Korneta no murió en condiciones muy distintas a las que eligió vivir. Uno no se lo podía imaginar envejeciendo, cobrando una jubilación y teniendo un infarto frente a la tele”, dice el autor, quien trazó un vínculo afectivo con el músico y su familia. “Busqué plasmar una travesía a través de personas que formaron parte. Instantáneas que tomé en base a las voces y que pudieran testimoniar eso de la manera más fiel posible.”
En el libro hablan familiares –principalmente su compañera Yuli y su hijo Eli, actual líder de la banda–, amigos y músicos. La narración tiene una particularidad que hace la lectura atrapante: los personajes hablan en primera persona, como si se tratara de un documental. “Las voces eran muy fuertes y cada testimonio tenía una impronta y las voces iban hilvanando la historia. Me parecía que si traducía esas voces al lenguaje periodístico las iba a enfriar. Esa intervención iba a demorar esos golpes, esos flashes que disparan. Decidí correrme del formato clásico y curiosamente es más complejo abordar una historia así, porque no es cortar y pegar, tenés que lograr que haya una concordancia en el relato. Ese relato logró conformar una especie de película, porque es muy visual”, dice el periodista, que evitó hacer una análisis de la obra y dejó que hablaran los protagonistas “casi sin intervenir”. Esas voces dan cuenta de sus experiencias con la droga, su internación en un neuropsiquiátrico, su paso por la cárcel de Caseros, su lucha para sacar a flote a Los Gardelitos y a su familia –que son lo mismo– sin traicionar sus ideales y su sensibilidad poética y artística.
La pluma de Mendoza aparece a flor de piel solo en siete breves “postales gardelianas” que pintan escenas que lo tuvieron como protagonista. “Era conmovedor estar cerca de Korneta, una persona que estaba despierta y sabía lo que le pasaba. Estaba vivo en el sentido más primigenio. No podías no encenderte si estabas cerca, te contagiaba esa energía”, recuerda Mendoza, quien conoció a Los Gardelitos cuando trabajaba en Cerdos y Peces. “Tuve la necesidad de testimoniar algo que para mí había sido único”, resalta quien se convirtió durante un tiempo en agente de prensa de la banda.
Esa idea sobrevuela todo el libro. “Una de las experiencias más intensas que haya dado la cultura rock de nuestro país”, considera Mendoza, quien en sus ratos libres ejerce el oficio de periodismo, pero mantiene su trabajo como albañil. Una banda indefinible que el mundillo periodístico del rock encasilló dentro del “rock barrial” o “chabón”. “Hubo un intento marketinero también de encapsularlos como ‘rock villero’ porque hacían recitales gratuitos en Tablada o Villa Jardín. Les convenía ubicarlos en un lugar, algo de lo que ellos se desentendieron. Tipificar algo ya tiene una mirada discriminatoria”, entiende. La experiencia gardeliana, dice Mendoza, tiene algunos puntos de comparación con el espíritu comunitario de los primeros años de los Redondos. “En su caso había un plan, tenían pautas ideológicas bien definidas, incluso desde el discurso, que era fundamentalmente un discurso político a través del Indio. En Los Gardelitos la autogestión pasaba por una forma de vida, era algo más instintivo y caótico, no estaban levantando una bandera de la independencia: vivían así. Eso habla de su autenticidad: les era inevitable moverse de esa manera porque era algo inherente a ellos, no era algo ideológico ni estaban haciendo una militancia. Pero tenían ese componente tribal, que solo vi en esas dos bandas. Ese componente casi barbárico, que en Los Gardelitos estaba todavía más acentuado, porque no aglutinaron a un público clasemediero como los Redondos en sus comienzos, porque después fue otra la historia. El de Los Gardelitos era un público que no estaba vinculado al rock y eso también lo hacía magnético y atractivo.”
Mendoza terminó de escribir en 2012, pero después de varias idas y vueltas con algunas editoriales, logró su edición a través de Gourmet Musical. Sin embargo, no es casual que el libro haya visto la luz este año, en un contexto político y social que torna necesario estar alertas y mirarse a los ojos. “En este panorama político nuevo que se impone parece que estas experiencias son como reliquias. Y, sin embargo, son reales, son posibles e incluso son necesarias de retomar; porque ése era el espíritu que ellos, sin proponérselo, transmitían: la organización comunitaria, el encuentro, verse las caras. Experiencias así irrumpen y te llevan a hacerte preguntas”, plantea Mendoza.
–¿Por qué la banda adopta cierta masividad tras su muerte?
–Lo que uno puede aventurar es que, por un lado, la experiencia estaba tan viva que todo eso estaba en un estado latente y en algún momento iba a brotar. Y cuando él fallece eso tenía un caudal tan poderoso que buscó encontrar su cauce. Por otro lado, el componente que aparece es la impronta que le da Eli a la banda, que tal vez hace que incorpore algunos mecanismos que con Korneta era más difícil. Eli consolida algo que siempre estaba a mitad de camino con Korneta, por su manera de ser. No creo que cierto orden atente contra la obra creativa. Ese caudal creativo encontró una estructura donde estar contenida y darse a conocer. Antes estaba en efervescencia todo el tiempo. Eso influyó para que la banda tenga un grado de masividad que nunca tuvo con Korneta. Y hay una necesidad de clamar por un mito, tener a alguien por el cual agitar la camiseta. Estamos carentes de líderes y Korneta es un ícono de la intransigencia. Eso despierta una adhesión en los chicos que van a ver la banda: atrás hay un alma fundadora a la que van a rendirle tributo.
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