HISTORIETA › ENTREVISTA A THOMAS OTT, UNA DE LAS VISITAS ILUSTRES DE COMICOPOLIS
El notable autor suizo, célebre por sus historietas mudas, es el centro de una exposición de toda su obra en el predio de Villa Martelli y aprovechará para presentar su libro El número. “Me interesa mucho volver a esas historias de perdedores”, dice.
› Por Andrés Valenzuela
“Es que sería mucho pedir que pongan Exploited”, comenta Thomas Ott cuando en el bar semivacío le suben el volumen a una canción bolichera que suena extraña en los alrededores de la Biblioteca Nacional. A Ott le salen tatuajes por debajo de la remera y tiene dos anillos. Uno con la calavera de un aviador y el otro, un ojo que mira a su interlocutor cada vez que se lleva la mano a la barbilla para pensar una respuesta. Ott es un caso particular: hace historieta muda, tiene una notoria cercanía de su obra con el cine expresionista alemán y el policial norteamericano de los ’50. Además, no dibuja con tinta sobre papel blanco, como la mayoría de sus colegas, sino a la inversa: tinta blanca sobre papel negro, obteniendo resultados muy parecidos al esgrafiado. Está de visita en Argentina para el Festival Comicópolis, que se extiende hasta el domingo en el predio de Villa Martelli de Tecnópolis y donde disfruta de una exposición de toda su obra. La ocasión coincide además con el lanzamiento de la edición argentina de su obra El número.
“En diciembre de 2005 o 2006 estaba yendo en taxi a jugar a la ruleta y las cartas, no era un lugar muy legal, sino de unos amigos que organizaban una fiesta”, cuenta el dibujante suizo. “Cuando llegaba, el conductor me preguntó si quería que en el ticket anotara como fecha el 27 o el 28, porque ya había pasado la medianoche.” Finalmente anotó “27”, que casualmente era el monto a pagar por el viaje (en francos suizos) y el número del taxista “era siete veces dos”. Ya adentro de la fiesta, lo encaró una chica. “Te doy una ficha si me decís por qué número apostar”, recuerda que le propuso ella. El sugirió, obviamente, el 27 y todo el mundo creyó que perderían, porque acababa de salir el 26. Apostaron todo y ganaron. “Más tarde perdí todo, pero me quedó la idea, en un momento me di cuenta de que si sos apostador, podés empezar a ver series y números en todos lados y tomar decisiones no muy buenas basadas en eso. Me parecía interesante para relacionarlo con mis ganas de hacer una historia con la estética de un film noir.”
En El número, el encargado de una silla eléctrica encuentra una serie de números entre las pertenencias de un condenado a muerte y termina envuelto en situaciones más y más peligrosas. “Me interesaba mucho volver a esas historias de perdedores, donde un tipo sale de prisión y aunque quiere encaminarse, todo le sale mal, y al final no lo puse como protagonista al gangster, sino al verdugo.”
La historia tiene cierto tono de tragedia griega, como si las cartas estuvieran echadas desde un comienzo. La idea de predestinación que sobrevuela el relato se debe a que Ott reconoce ser supersticioso. “Aunque me río de ello, cada mañana trato de levantarme con el pie derecho y hasta tengo un tatuaje para recordármelo”, explica. “Me río de ello para sacarle seriedad y lo tomo como un juego, pero a veces es serio.” En la misma línea comenta que no consigue escribir historias que terminen bien. “Me atraen esas que desde el primer cuadrito sabés que terminan mal.”
En su obra, asegura Ott, se traslucen sus miedos. La idea de la muerte lo ronda desde niño. “Sé que cuando cruzo una calle puede pasarme un colectivo por encima si no tengo cuidado y a veces uno está cerca, se da vuelta y... oops, y pienso que podría pasarle a mi mujer o mis hijos, así que trato de estar atento. Aunque la muerte siempre viene por detrás y es inesperada.” En otra de sus obras, Cinema panópticum, Ott ideó la historia de un luchador mexicano que se cree suficientemente fuerte como para enfrentar a la muerte. Mientras combate en el ring, quien cae es su hija, en su casa. “La muerte gana todo el tiempo, no la podés derrotar, así que en la historieta trato de lidiar con mis miedos”, entiende él, y afirma que el proceso le “resulta bastante bien”.
El tono de su trabajo no es fruto únicamente de sus temores. Ya de chico lo atravesaba cierta estética. “Me crié en la parte germana de Suiza, así que me parece que ya teníamos una mentalidad cercana al expresionismo alemán”, reflexiona y recuerda que su padre –un profesor de dibujo– solía mostrarle libros de ese movimiento. Llamativamente, la influencia del cine policial norteamericano llegó avanzada su obra, cuando los críticos comparaban el tono de sus relatos con esa corriente.
La influencia de la historieta también fue importante. Sobre todo las historias truculentas que la editorial EC publicaba en Estados Unidos entre los años ’40 y ’50, que luego sufrieron el macartismo, pero que de algún modo llegaron a Suiza. También la revista Mad. Y entre las cosas que descubrió de adolescente había un tal Küino, como lo pronuncia. O mejor dicho, Quino. “Pero de él no leí Mafalda, sino sus chistes de una viñeta o una página, que coleccionaba”, revela. “Recuerdo muy bien uno donde mostraba a alguien durmiendo y en su sueño escapaba de un monstruo, que finalmente lo devoraba, y al final se mostraba que quien soñaba era el monstruo, que reía.”
“Esas fueron mis inspiraciones”, dice Ott, y señala cómo la exploración técnica del dibujo ayudó a consolidar su estilo. “Cuando descubrí el esgrafiado vi que era buena técnica para mis historias, porque permite componer con luz y empezás a pensar cómo la luz impacta en las cosas, qué pasa si las iluminás desde abajo, por ejemplo.” Con todos esos elementos terminó de cuajar su forma de componer las páginas, con pocas viñetas, separadas pero ligadas por sus balances de negros y blancos. “Cuando ves un comic norteamericano tenés cuadritos en todos lados, es mucha información y no se entiende bien. Yo quiero mi narrativa clara y bien compuesta”, considera.
En un lenguaje en el que muchos señalan el globito como indispensable, Ott optó por la historieta muda. “Siento que cada viñeta debería ser un buen dibujo y cuando empecé descubrí que no encontraba dónde poner los globos de diálogo, sentía que perturbaban la atmósfera de las imágenes y que ocultaban un espacio donde podía poner otro detalle que dijera algo más, que permitiera profundizar en la lectura”, desgrana. “Y luego descubrí que no hace falta que un personaje le pregunte a otro si toma vino, alcanza con mostrar que se lo sirve, o de última: ¿a quién le importa si está tomando tinto o cerveza, si no es importante para la historia?” Empezó a quitar palabras y nunca volvió a ellas. “Incluso intenté trabajar con guionistas, como David B., pero no pude avanzar, supongo que después de un tiempo haciendo las cosas así sencillamente no podés volver atrás.”
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