MEDIOS › ORNETTE COLEMAN TOCARá POR PRIMERA VEZ EN BUENOS AIRES
A través de la etiqueta “free jazz”, el saxofonista inauguró un vocabulario y una estética en el género. Resistida en su momento, su música hizo escuela y se proyectó en numerosos discípulos y continuadores. Su visita a la Argentina promete ser todo un acontecimiento.
› Por Diego Fischerman
Dicen que Don Cherry contaba haberlo conocido en un día veraniego de más de cuarenta grados, en Nueva York, y él llevaba sobretodo. El habla en un hilo de voz, casi inaudible. No le importa mucho lo que le preguntan. Ornette Coleman dice que la música es un lenguaje universal, que la Tierra es un espacio y que sólo se lo puede “hablar” con la música. Y vuelve a decirlo. Y se interrumpe para preguntarle a quien lo entrevista si es músico, cómo se llama y qué instrumento toca. “Entonces somos hermanos”, afirma con una intensidad apenas un poco mayor y vuelve a comenzar con su teoría del lenguaje universal y a preguntar si quien habla con él es músico, cómo se llama y si toca un instrumento. “Entonces somos hermanos”, recomienza. Como en aquel cuento genial de Ricardo Piglia en que la única testigo de un crimen era una loca que repetía un relato ininteligible, en el caso de Coleman la verdad se esconde (tal vez como en su música) en las pequeñas variaciones.
“La gramática del sonido, al contrario de la de las palabras, no diferencia unos pueblos de otros: los une”, dice por teléfono antes de volver a inquirir el nombre de la persona con la que conversa y de querer saber si es músico y qué instrumento toca. Nada importa demasiado, en realidad. Porque esa voz cercana al silencio es la del último sobreviviente de una época pasada. De un momento en que la música popular –y en particular el jazz– no sólo creaba estilos, sino que inauguraba lenguajes. Porque la música de ese sobreviviente sigue teniendo una potencia inaudita, como lo demuestra su reciente disco Sound Grammar, ganador del Pulitzer correspondiente a música. Y porque ese sobreviviente tocará el próximo jueves por primera vez en Buenos Aires. Como parte de una gira que lo llevará a Chile, donde tocará el sábado, y que culminará el martes 12 con un concierto en el Teatro Argentino de La Plata, Ornette Coleman llegará al Teatro Gran Rex con un grupo atípico (que ya aparece, sin embargo, aunque con un cambio de integrante, en Sound Grammar): él en saxo y trompeta, su hijo Denardo en batería y Al McDowell y Tony Falanga en contrabajos. Esos dos contrabajos remiten, entre otras fuentes, a las grabaciones de Mingus con Pettiford, al Ascension de John Coltrane y, por supuesto, a lo sucedido el 21 de diciembre de 1960, a las 12.30, en los A&R Studios de Nueva York, cuando puso a improvisar juntos un cuarteto conformado por él en saxo alto, Don Cherry en trompeta de bolsillo, Scott La Faro en contrabajo y Billy Higgins en batería, y otro integrado por Eric Dolphy en clarinete bajo, Freddy Hubbard en trompeta, Charlie Haden en contrabajo y Ed Blackwell en batería, bautizando con el nombre del disco, Free Jazz, todo un vocabulario y una estética.
“Armolodía no es un estilo sino una concepción de la música”, desliza Coleman, que llegó a firmar cartas con la fórmula “armolódicamente suyo”, en la conversación telefónica que mantiene con Página/12. Se refiere a un término acuñado por él y que, más allá de sus implicancias esotéricas, fue, según Don Cherry, “uno de los sistemas más profundos tanto de Occidente como de Oriente”. La palabra, una obvia combinación de armonía y melodía, habla en realidad de una integración entre el papel solista y el del acompañamiento y de una disolución del peso de los acordes en el diseño del rumbo de un tema o de una improvisación. La idea va en el mismo sentido que otra de las marcas de fábrica de Orne-tte, los grupos sin piano, un instrumento que, según él, define demasiado, precisamente, el campo armónico. Una idea compartida, en rigor, con Gerry Mulligan, que también se sentía constreñido por el piano (a pesar de ser él mismo un excelente pianista) y se destacó por sus grupos en que al saxo barítono y a la base se agregaba trombón (Bob Brookmeyer), trompeta (Chet Baker o, más tarde, Art Farmer) u otro saxo (Ben Webster, Johnny Hodges o Paul Desmond). Ornette, que recién volvió a grabar con piano (lo había hecho en sus comienzos) en los formidables dos volúmenes de Sound Museum, registrados en 1996 junto a Geri Allen, el contrabajista Charnett Moffett y Denardo Coleman en batería, tuvo como sus compañeros preferidos a Don Cherry y al saxofonista Dewey Redman. No es un dato menor que el primer cuarteto de Keith Jarrett, tal vez su discípulo más notorio en cuanto a la manera de componer, a la asimetría de los temas y al concepto de improvisación proliferante, haya contado con dos ornettianos, Redman y el contrabajista Charlie Haden. “Los sonidos pasan de unos a otros”, dice también Ornette, en el medio de su letanía, y quizá se refiera a cómo su música, rechazada al principio con una vehemencia que en el mundo del jazz muy pocos sufrieron –incluso por parte de los más renovadores–, fue una de las pocas que hizo escuela y tuvo grupos de discípulos y continuadores, como el exquisito cuarteto Old and New Dreams, que formaron Cherry, Redman, Haden y Blackwell a fines de los setenta.
Entre sus hijos musicales también se encuentra Pat Metheny, quien no sólo incluye habitualmente sus composiciones en el repertorio, sino que grabó con Ornette uno de los grandes discos de su carrera (en realidad de la de ambos). Song X, de 1985, es una de esas aventuras sonoras en que cada paso es, a la vez, sorpresivo e inevitable. En ese aspecto, el del famoso adjetivo “free” (libre) que se le adosó al género para denominar las supuestas improvisaciones sin parámetros fijados de antemano, resulta interesante confrontar el mito con lo que relata Cherry en las notas del libro que forma parte de Beauty in a Rare Thing, el álbum que reúne todas las grabaciones de Ornette para el sello Atlantic: “Grabábamos todo en una toma, la primera. Pero eso no quiere decir que llegáramos sin saber nada. Los temas eran sumamente complejos y ensayábamos muchísimo como para poder tocarlos precisamente así, de una vez. Eso también era la armolodía”. Ornette Coleman, por su parte, quiebra nuevamente la espiral de su discurso para decir: “En la música uno tiene el sonido, la velocidad, el timbre y las resoluciones. Casi todos usan una sola dimensión, o sea las notas y los timbres. Pero no es así, Mientras yo hablo ahora, estoy pensando, sintiendo, oliendo, moviéndome. Y todavía estoy hablando. La existencia humana sucede en muchos niveles simultáneos. Y la música que yo toco también”.
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