OPINIóN
› Por Diego Fischerman
“¿Qué esperamos agrupados en el foro?
Hoy llegan los bárbaros.
¿Por qué está inactivo el Senado
e inmóviles los legisladores no legislan?
Porque hoy llegan los bárbaros...”
Así comienza un poema de Konstantino Kavafis. Y los más de cinco meses de inacción frente a un Teatro Colón que quedó varado en el medio de un plan al que llamaron “maestro” remite a Kavafis y sus bárbaros. Están las ruinas y está la decisión de mantener al teatro sin actividades. Se hace hincapié en el lamentable estado del edificio, en su valor patrimonial y en las injustificadas demoras en la licitación correspondiente para readjudicar las obras interrumpidas. Y todo eso es cierto. Pero nada tiene que ver con los errores de programación y planificación, con el descuido técnico que rodea las funciones realizadas por el Colón en otros ámbitos, con su falta de nivel artístico ni, desde ya, con la falta de acciones directas para proteger los bienes que la cuestión edilicia pone en peligro.
Ya se sabe: el Colón es un monumento. Pero su naturaleza lo hace diferente de la estatua ecuestre de Urquiza o del Obelisco. En su caso, el bien intangible es, además del propio inmueble, sus actividades y su función como instrumento privilegiado para las políticas culturales del Estado. El Colón es su edificio, que ojalá sea efectivamente restaurado. Pero también es el producto de los organismos que le dan vida: sus coros y orquestas, su ballet, su archivo, su biblioteca, su instituto de formación, su centro de experimentación en ópera y ballet y, sobre todo, sus planes para ocupar un lugar posible en la cultura porteña y en el mundo. Si el Colón quiere seguir funcionando, no puede darse el lujo de no ponerse a pensar cuáles serían sus posibles ventajas comparativas dentro de un mercado como el de la ópera y el ballet, en crisis aún en los países más ricos.
El demonizado Masterplan tenía errores. Y la suspensión de los trabajos, ya en octubre de 2007, agravó la situación. Pero dejar que los archivos se deterioren, no ponerse, aunque más no sea, a armar cajas de cartón para que la biblioteca no esté desparramada por el piso, no solicitar con urgencia al Gobierno de la Ciudad un lugar adecuado para albergar esos bienes y protegerlos de los daños a los que la incuria los expone, nada tiene que ver con el Masterplan. Quienes aceptaron la carga pública de dirigir al Colón, un teatro que, aunque con dificultades e indefiniciones, había logrado convertirse en un centro de producción de cultura –y no sólo de consumo—, aceptaron la situación en que lo hicieron. Asumieron el desafío de dirigir el Colón, es decir de mantenerlo en funcionamiento, en obras y con su sala cerrada al público.
En el extraño organigrama que las autoridades del teatro pusieron en vigencia, existe, por otra parte, el inédito cargo de “director ejecutivo”. El nombre indica, precisamente, que debería ser el indicado para “ejecutar” acciones. Más allá de la tentación del fácil juego de palabras al que el término “ejecución” se presta, el responsable de esa función, Martín Boschet, no sólo ha sido denunciado a causa de un sueldo escandaloso, que excede largamente tanto su declaración de ingresos a la AFIP como lo permitido por el propio gobierno al que pertenece, sino que, a su absoluta falta de antecedentes y de conocimiento acerca de lo que es un teatro agrega una pasmosa apatía. Hay una tormenta y el barco, es cierto, está escorado. Pero alguien tiene que pilotearlo y ni él ni el Dr. Sanguinetti lo hacen. Tal vez estén esperando, como en el poema de Kavafis, a los bárbaros. Tal vez convenga, entonces, recordar el final de aquel poema:
“¿Por qué de pronto esta inquietud
y movimiento? (Cuánta gravedad en
los rostros.)
¿Por qué la multitud vacía calles y
plazas,
y regresa sombría a sus moradas?
Porque la noche cae y no llegan los
bárbaros.
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin los
bárbaros?
Quizás ellos, finalmente, fueran una
solución.”
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