ENTREVISTA CON ALBERTO GRANADO, QUE RECUERDA A SU AMIGO Y ANALIZA LA CUBA DE HOY
El hombre que emprendió con el Che, en los años ’50, aquel viaje iniciático por Latinoamérica, rescata con gran lucidez anécdotas y detalles del revolucionario. También habla de Fidel, de Perón y de los gustos literarios de Guevara.
› Por Silvina Friera
A los 85 años, Alberto Granado camina despacio, con pasos cortos, pero firmes. Avanza, seguro y ligerito, de la habitación del hotel hasta el ascensor sin acordarse del bastón de madera, hasta que lo pide como quien de pronto se da cuenta de que le falta algo, como si fuera un estorbo o un mal necesario que acepta a regañadientes. Tiene una picardía expansiva y contagiosa en la mirada. Y en su sonrisa. Las huellas de la vida, en su rostro, producen un contrapunto entre la emoción y el respeto, pero cuando habla nunca comete el pecado de la solemnidad, palabra que, seguramente, debe haber expurgado de su diccionario, cuando decidió emprender, a fines de 1951, aquel viaje iniciático por Latinoamérica con su amigo Ernesto Guevara, a bordo de la Poderosa II, una vieja moto de Granado, “fiel compañera de giras por pampas y montañas”. Cordobés inquieto, “un gitano sedentario”, como lo definía el Che, que reside en Cuba desde 1960, de acento más aporteñado que cubanizado, le brillan más los ojitos cuando recuerda al Fúser –apócope de Furibundo Guevara de la Serna, por su tenacidad y falta de temor en el juego del rugby– o al Pelao –apodo que tenía antes de que lo conociera, de cuando se cortó el pelo al rape–, como le decía al Che. Granado llegó a la Argentina para presentar Con el Che por Sudamérica (editado por Marea por primera vez en el país), libro en el que se basó la película Diarios de motocicleta, de Walter Salles, y para participar de las celebraciones por el 80º aniversario del nacimiento del Che, que se realizarán en Rosario, el próximo sábado y en distintas ciudades del país (ver aparte).
Mientras aferra con una mano el bastón, Granado rechaza la mitificación de la figura del Che. “Creo que como no hay muchos ejemplos, la imagen de ese hombre joven, fuerte, que abandona la comodidad de su ministerio y deja a su familia para seguir un ideal, provoca que la gente tienda a transformarlo en un ser sin defectos y lleno de virtudes. A medida que vemos cómo la globalización va aplastando y matando a la gente, la figura del Che, que siguió un camino recto y abandonó lo fácil por lo difícil, se convierte en ejemplo”, explica Granado en la entrevista con PáginaI12. “Pero no se puede caer en ese error, no hay que endiosar al Che porque si no se lo termina lavando. Hay muchos Che Guevara, menos brillante que el nuestro, claro, pero que son capaces de luchar y de sacrificarse por un ideal. Hay que evitar que desprendan al Che de la tierra; tiene que ser un hombre de carne y hueso”. La amistad entre Guevara y Granado, Mial –-contracción de “mi Alberto”–, como lo llamaba el Che, se inició en 1942. “Yo tenía 20 y el Pelao 14. En esa época era una diferencia de edad enorme, pero siempre fui muy amigo de los jóvenes, me gustaban mucho el deporte (a pesar de mi poco físico) y la lectura. Fue muy fácil coincidir con él en esos gustos. También coincidíamos en las cosas que no nos gustaban. Si algo no nos gustaba, ni teníamos que mirarnos para saber que estábamos en desacuerdo”, aclara Granado.
De pronto se acerca al grabador, como poseído por un pensamiento que quiere dejar registrado, subrayado en el énfasis de un tono de voz que aumenta su caudal. “Hay que tratar de hacer lo que hacía el Che: sacrificarse por los otros. Yo siempre digo que mientras haya un niño que está pasando hambre, el capitalismo está fracasando. Hay que seguir luchando para que no haya niños que no tengan qué comer.”
–¿Qué significó para usted ese viaje?
–Fue la confirmación práctica de las ideas que tenía antes de viajar: descubrí que había que luchar y no sólo filosofar, que había que pelear contra la discriminación de la mujer, del indio, contra la explotación de los obreros del cobre... Esas cosas se fueron confirmando y agrandando con el tiempo, y con la evidencia de lo que veíamos. Ese viaje me hizo entender que al mundo no solamente había que conocerlo sino cambiarlo.
–¿Cómo impactó esa experiencia en su formación política?
–El viaje me dio un empujón. En ese tiempo yo era crítico de todos: los peronistas no servían porque eran mentirosos, los radicales no servían porque eran oligárquicos, los conservadores no servían porque habían matado a los indios, los comunistas estaban alejados de las masas y los socialistas eran demasiado teóricos (se ríe). El viaje me sirvió para darme cuenta de que había que tomar partido: sos o no sos, no podés estar en contra de todas las banderas. El viaje me ayudó a eso, y también la Revolución Cubana, que fue una gran escuela para mí porque me enseñó a ser útil, a hacer lo que había que hacer y no lo que me gustaba.
–¿Qué defectos del Che descubrió a partir del viaje?
–Era demasiado estricto con la gente. El era estricto también consigo mismo, pero era demasiado duro con los mentirosos y le gustaba un poco burlarse de la gente que era capaz de aparentar lo que no era. Eso se refleja muy bien en la película, cuando el doctor Pesce, en Perú, le pide opinión sobre un libro que había escrito. Ernesto le dijo cosas tan rudas que es hasta doloroso recordarlo... que el libro era malo, que no decía nada nuevo, que no parecía escrito por un científico comunista.
–Usted comienza el viaje cuando gobernaba Perón, a quien cuestionaba desde que era estudiante universitario. ¿Cómo fue evolucionando su visión del peronismo?
–Por mi condición social, por ser hijo de un empleado de ferrocarril, por las cosas que hizo el peronismo en lo social, tendría que haber sido más peronista que antiperonista. Pero era más antiperonista por la lucha contra el nazismo. En aquel tiempo, en Córdoba, donde yo era estudiante, estaban los Tacuara, el ala derecha del peronismo, y veíamos que llegaban los criminales nazis y se instalaban en la Patagonia... Ahora, a cincuenta años o más, puedo decir que había una fuente en el peronismo, que Perón no era sólo un demagogo. El Che no fue tan radicalmente antiperonista como yo. Cuando cayó Perón, en una carta que le escribió a la madre le decía: “tus amigos de la Marina estarán muy contentos...”. Pero el Che creía que la caída del peronismo no le convenía mucho al país.
Hay una escena bisagra que Granado atesora en su prodigiosa memoria, como si pudiera reproducir en voz alta la cartografía exacta de ese recorrido con su amigo y compañero de ruta por la Argentina, Chile, Perú, Colombia y Venezuela, que culminó a fines de julio de 1952, cuando el Che regresó a Buenos Aires a dar sus últimas materias de Medicina. “Tengo la imagen de Ernesto alejándose en esa barca del leprosario como el momento en que deja de ser Ernesto para convertirse en el Che, el momento en que deja de ser un médico de personas y pasa a ser un médico de pueblos.” Otras anécdotas y recuerdos brotan de las “travesuras” compartidas, de pequeños altercados y puntos de vista disímiles sobre el arte o la literatura. “Al Che le gustaba mucho recitar a Neruda; era el poeta al que más había leído, sobre todo Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Ahora recuerdo que discutíamos sobre Almafuerte. El Che decía que Almafuerte era demasiado panfletario, y yo le decía que no, que era un hombre luchador. A él le gustaba mucho Sarmiento, pero a mí no, porque atacaba demasiado al gaucho.”
–Cuando estaban en Machu Picchu, usted recuerda que el Che le contestó: “¿Revolución sin tiros? Vos estás loco, Petiso”. ¿Qué resonancia tiene esa frase hoy?
–Aquel era un momento en que todo el poder lo tenían los militares, lo tenían la CIA y el Pentágono; desde (Marcos) Pérez Jiménez, en Venezuela, hasta (Carlos) Ibánez, en Chile, en el sur, toda América latina estaba gobernada por militares. Con las mismas armas del capitalismo, ahora se está clareando hacia el socialismo, como pasa con Evo y con Chávez. En ese momento, en 1951, se tomaba el poder con las armas mientras que ahora se busca el poder a través las armas del capitalismo, como diría Ernesto. Fuera del contexto histórico, no se puede aplicar esa respuesta. Soy muy optimista: América latina está dando un paso adelante. Aunque todavía hay peligros en Colombia o el secesionismo en Bolivia, hay que luchar y mantenerse firme. Y si hay que tomar las armas, habrá que tomarlas... pero no creo que sea el momento oportuno.
–¿Cuándo fue la última vez que vio al Che?
–En octubre de 1964, cuando él vino a despedirse a mi casa. Dimos una vuelta por la Sierra Maestra, fuimos a una pizzería, pero no pudo comer mucho porque todo el mundo se amontonaba donde él estaba. El se iba de viaje, ya se estaba entrenando para Bolivia. “Me voy a dar el lujo de invitarle un trago a un ministro”, le dije. Abrí una botella de ron y le confesé: “Vos sabés, Pelao, que de todos mis defectos pequeñoburgueses, hay dos que no me los puedo quitar: el deseo de viajar y el gusto de un buen trago”. El me contestó: “Mirá, Petiso, a mí los tragos nunca me interesaron, y en cuanto a viajar, si no es con una metralleta, tampoco me interesa”. Cuando él se fue, me dijo: “Te espero, gitano sedentario, cuando el olor a pólvora amaine”.
–¿Qué le habría regalado al Che para su cumpleaños?
–Un libro que se llama Cien horas con Fidel (risas).
Es hora de dejar que los recuerdos descansen un rato, que se echen una siesta. Es hora, también, de almorzar. Para confirmar sus defectos pequeñoburgueses, los ojitos pícaros de Granado se achican y brillan al mismo tiempo cuando pregunta: “¿Me podré tomar un vinito?”.
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