MUESTRA DE LA ASOCIACIóN DE REPORTEROS GRáFICOS DE LA REPúBLICA ARGENTINA
La fotografía que abre la muestra de este año retrata al maestro Carlos Fuentealba, asesinado por la policía neuquina. “Es un claro ejemplo de la crudeza de las imágenes con las que a veces nos toca enfrentarnos”, dicen los profesionales.
› Por Facundo García
En una era de hombres y mujeres que desperdician la vida frente a pantallas de publicidad, la decimonovena edición de la muestra que organiza la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (Argra) viene a ser como esos cachetazos con que se espabila a los desmayados. La exposición –que arranca hoy a las 19 en el Palais de Glace (Posadas 1725) y podrá visitarse hasta el 27 de julio– reúne trabajos que llegaron desde diferentes puntos del país para dar pruebas de que la historia sigue en marcha. Nada más y nada menos. Y si es verdad que toda foto es también un retrato del que la sacó, las cuatrocientas obras seleccionadas representan tanto una radiografía del presente como el espejo de un oficio que suele cubrirse con dosis equivalentes de heroísmo y anonimato.
¿Qué dicen ellos, los fotorreporteros? Algunos se van juntando para charlar con Páginai12, mientras sus compañeros van acondicionando las paredes de la galería. “Nosotros tenemos la necesidad de trascender lo que aparece en una primera mirada”, interpreta Germán Adrasti, aludiendo al hecho de que ahí la publicación se independiza de los criterios impuestos por los grandes medios y del reinado de lo efímero. Gonzalo Martínez, que acaba de terminar su ciclo como presidente de la institución, explica a su turno que la reunión representa “una juntada en la que después de un año de laburo intentamos construir un vínculo entre nosotros y ensayar un recorte de la realidad que muchas veces no podemos reflejar en otros ámbitos.” Martínez revela que en esta oportunidad se recibieron más de mil quinientas propuestas. “Llegaron de todo el país y hubo envíos de socios que viven en el exterior. Esa fue la base para armar una lista con lo más interesante del 2007, donde la mitad de lo mostrado corresponde a profesionales de las provincias”, describe. Hay postales de actualidad, deportes, naturaleza y medio ambiente, artes y espectáculos y situaciones cotidianas, que fueron escogidas por Adriana Lestido, Gabriel Díaz, Rafael Calviño, Daniel García y Eduardo Grossman. Un amplísimo catálogo de temas, estéticas y emociones, que a lo largo del año girará por varias ciudades.
Claro que todo esto suena frío en los oídos de quien conoce a los de la tribu por compartir con ellos su espacio laboral. Para el que los ve de lunes a viernes desde un escritorio, representan el grupito que toma mate mientras otros escriben con la cabeza en llamas. Pero cuidado: de repente se los ve salir corriendo y canjear pachorra por dosis extraordinarias de adrenalina, corridas y concentración. Una vez en la calle, no es extraño que el fotorreportero tenga un segundo para asir su presa, y aunque el orgullo de los periodistas arda al escribirlo, la verdad es que dos por tres cazan en ese santiamén más de lo que el entrevistador en varias horas. Esa extraña capacidad les trae odios, sobre todo de parte de los poderosos. O envidias: después de que el redactor se hizo el piola veinte veces a lo largo de la nota, es frecuente que aparezca un fotógrafo para llevarse toda la simpatía en sólo dos flashes. De todas maneras, ese detalle se les puede perdonar. Lo cierto es que, trabajen fijos o free lance, ellos son un componente indispensable de la aventura periodística, y vale la pena recordarlo en tiempos en que las empresas procuran reducir sus gastos bajo el argumento de que “un botoncito lo puede apretar cualquiera”.
A propósito de esa coyuntura, Pablo Piovano opina que “hoy en el fotoperiodismo prima la inmediatez sobre la reflexión, y eso le da más valor a los espacios que invitan a recuperar otras formas de pararse frente a una foto. Después de todo, el que se dedica a esto pone mucho de sí, al punto de que a mí muchas veces me gustaría que mi cámara fuera en realidad un fusil”. Haciendo palanca entre las grietas que dejan los lugares comunes, el fotógrafo aprende a jugársela en terrenos de riesgo, para entrever el detalle nimio que descascare la mentira. Entre las elecciones que ha hecho Argra hay momentos que así lo certifican. Registros que aparecieron en diarios y revistas –con un tamaño y un énfasis diferente– comparten muro con gráficas que nunca antes habían sido publicadas. Siempre iluminan algo nuevo, y el resultado es que se puede espiar la escena de Macri y Michetti bailando cumbia al ritmo de la derechización porteña, meterse en las superviolentas calles de Bagdad o volver a Villa Cartón para presenciar el incendio que se llevó a las casillas desde una óptica distinta.
Por fortuna, la colección guardó espacio para series que son fruto de quedarse un buen rato –horas, días, a veces semanas– en el lugar del hecho. Apuesta que se agradece, toda vez que la rapidez que reina en las redacciones obstaculiza los proyectos de largo aliento. Se dio cabida a investigaciones profundas, que siguen asuntos tan dispares como los viajes del Che por el continente, las coqueterías de Carrió y Cristina a la hora del maquillaje de campaña o la ensalada de tragedias que dejó el terremoto de Perú.
Es difícil explicarlo con palabras, pero pasados algunos segundos de cara a las obras se siente un fondo de verdad. Lo que hoy mismo es eje central de los noticieros está ahí, lateral o explícitamente, con una carga de certidumbre más poderosa. ¿Cómo es el paisaje de un campo sembrado con soja transgénica luego de diez años? ¿Cómo es la intimidad de los que –desde el oficialismo o la oposición– marcan el rumbo de la política nacional? El fotorreportaje tiene la particularidad de que su sentido se va desenvolviendo a medida que evoluciona el contexto. Por lo tanto, caminar algunos pasitos por el Palais termina resultando un ejercicio de redefinición individual y colectiva. En definitiva, un alimento para la conciencia.
Al promediar la charla, Andrés D’Elía encara en esa dirección: “No salimos a tomar imágenes solamente, sino a contar una realidad”. Acto seguido consulta a su colega Santiago Chichero, que asiente antes de añadir que “éstos no son registros corrientes. Han sido elaborados por personas entrenadas para rastrear datos que vayan más allá de lo obvio y sirvan de otra manera al que las recibe”. La aclaración es válida, porque desde la primera muestra anual de la asociación –que se organizó tímidamente en un sótano, allá por 1981– muchas cosas han cambiado en el universo de las imágenes. Si por un lado la tecnología digital ha popularizado ciertas prácticas, no es menos evidente que la regulación empresarial de lo que se hace visible en diarios, radios y televisión sigue más activa que nunca. En efecto, la portada que el gremio eligió para la edición de este año recupera los últimos momentos de Carlos Fuentealba, el maestro asesinado por la policía neuquina. “Es un claro ejemplo de la crudeza de las imágenes con las que a veces nos toca enfrentarnos (...) Nos hace hablar desde lo que somos (...) desde la esencia del hecho fotográfico, que es la memoria, para seguirnos preguntando hasta el día de hoy dónde están los culpables”, declaman los reporteros en el texto con el que se presentarán esta tarde. Si las fotografías son experiencias que pueden capturarse, quizá sea hora de empezar a aprender de estas experiencias.
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