OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
El 22 de mayo pasado, el Suplemento NO de este diario publicó un extenso informe en el que daba cuenta del proceso de malvinización que viven los sobrevivientes del incendio en República Cromañón. “Fueron cinco días con respirador, 18 días con oxígeno en cánula, llegué a pesar 62 kilos”, contó Mariano Cominguez. “Se perdió el yo, perdés a Mariano, no entendés absolutamente nada y los que te rodean tampoco, ¿qué le pasa a este pibe? Hoy estoy mal... tuve una recaída en diciembre. En el laburo me decían: ‘Che, no te entiendo, estás vivo’. Y yo respondía: ‘¿Y vos alguna vez estuviste muerto?’.”
El martes 19 de agosto, en la Sala de Audiencias de la Corte Suprema, el Tribunal Oral Nº 24 dará comienzo al juicio por los hechos del 30 de diciembre de 2004 en el malhadado boliche de Once. En el proceso, que llevará como mínimo seis meses y no se detendrá por la feria judicial veraniega, se intentarán dilucidar las responsabilidades de Omar Chabán y Raúl Villarreal, acusados de estrago doloso seguido de muerte y cohecho activo; los Callejeros Patricio Santos Fontanet, Diego Argañaraz, Juan Alberto Carbone, Maximiliano Djerfy, Christian Torrejón, Elio Delgado, Eduardo Vázquez y Daniel Cardell, por los mismos delitos, figura que se le aplicó también al empresario Rafael Levy, propietario del local; los funcionarios Fabiana Fiszbin, Ana María Fernández y Gustavo Torres, por incumplimiento de los deberes de funcionario público; Juan Carlos López, secretario de Seguridad porteño, por homicidio culposo; el ex comisario Miguel Angel Belay y el ex subcomisario Carlos Díaz, por coautores de hecho y estrago doloso seguido de muerte.
El juicio por Cromañón concentrará la atención de todos, al punto de que los abogados que intervienen en el juicio al cura Julio Grassi buscaron iniciar las audiencias ese mismo día para atenuar el impacto mediático. Habrá más de 350 testigos, en una causa que ronda las 70 mil fojas: muchas palabras, mucho papel, una enorme cantidad de cuestionamientos de un lado y del otro –y de otro más–, pero al cabo una instancia necesaria para cerrar una parte de la tragedia. Otros aspectos, como queda claro en la frase de Mariano Cominguez, no cerrarán nunca: así lo expresaron varios sobrevivientes en aquella edición del NO, así lo expresan otros como Juan Bazán en el número de este mes de la revista Rolling Stone. Una desesperante realidad que se compone de cuadros de esquizofrenia, afecciones pulmonares, imposibilidad de reinsertarse en el mercado laboral, reducción de subsidios estatales, desatenciones en hospitales destartalados, pesadillas, desconfianza social, ataques de pánico, pastillas, problemas familiares, amigos perdidos, terrores inexplicables. Suicidios. Secuelas.
Frente a esa realidad de los que sobrevivieron, las consecuencias en el medio rockero argentino –un debate que nunca terminó de arrancar, una escena under limitada por las prohibiciones posteriores y la paranoia, etcétera– parecen una estupidez. Frente a esa realidad, las declaraciones de Omar Chabán sobre su cuadro depresivo, o su derecho como persona en libertad a comer en un restó de Palermo, parecen una estrategia frente a una sociedad que ve en el gerenciador de Cromañón un demonio unidimensional. Pero, peor aún, frente a esa realidad de los sobrevivientes malvinizados, el modus operandi de Callejeros alcanza una cota de cinismo que incluso logra superar lo ya visto desde enero de 2005.
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Callejeros acaba de editar un nuevo álbum. A su favor puede decirse que, a diferencia de Señales, esta vez se lanzó al “razonable” precio de 35 pesos (que sigue siendo alto para el promedio de los discos argentinos). Pero ahí se termina toda justificación. Que la música incluida en Disco escultura –se supone que el título es un chiste– no logre superar la mediocridad no resulta sorprendente: basta escuchar la obra completa de Callejeros para no esperar cumbres de la inspiración musical. Lo que produce irritación es el momento elegido, la intención de convertir una obra artística en un alegato previo al juicio en el que, como es usual desde que se produjo la tragedia, Fontanet descarga culpas aquí y allá sin hacerse cargo de sus propios errores. “Se perdió el Sr. Soborno y todos lo están buscando/ allá por los Tribunales hay guiños por todos lados”, sostiene en “Guiños”, el track de apertura. “Tener causa en Argentina es sin duda lo más ruin que te puede pasar/ Será por eso que el rock me alimenta, será por eso que toda esta farsa no lo pudo comprar”, argumenta en “Si querés que sea yo”. “Ignorar nuestra ignorancia fue lo que nos trajo hasta acá”, se justifica en “El ignorante”, así como asegura que “Señales sale 60, y yo no cobro una mierda” en “Lo que hay”, donde de paso le dispara a la Bersuit –una de las bandas que se expresó de manera crítica sobre el grupo– llamándolos “bananas en pijamas”. “Así la vida quizá nos pide perdón”, se atreve a cantar en “Canción de cuna para Julieta”.
El librillo de Disco escultura imita un folio judicial, con un sello que reza “Juzgado de Los Invisibles”. Uno de los testimonios recogidos en el expediente pertenece a un periodista que realizó una nota a bordo de uno de los ómnibus fletados para ir a Obras, poco antes de Cromañón, donde un integrante de una barra de seguidores bautizada Los Invisibles le contó cómo arreglaban con Argañaraz el ingreso de bengalas por izquierda dos días antes del show, para eludir los controles. Quizás el expediente incluye también la entrevista realizada en octubre de 2004 por la revista Si se calla el cantor, donde Fontanet señala que prefiere tocar en Cromañón porque allí la organización corre por cuenta del grupo y no hay que tomarse tanto trabajo para armar la fiesta.
Hay evidentes contradicciones entre el historial del grupo pre-Cromañón y el discurso que intentaron imponer después de la tragedia, negando todo aquello que antes sostenían y hacían y que, por ignorancia, descuido, desidia, inconsciencia o como quiera llamarse, contribuyó a que sucediera lo que sucedió. Quizás en esas contradicciones, que el juicio debería poner a la luz, se fundan los entredichos de los integrantes del grupo entre sí y con sus abogados: hoy por hoy no está claro quién representa a quién, y Argañaraz, distanciado del grupo, lleva su estrategia con su propio abogado. En todo este tiempo, los integrantes, sus abogados y el núcleo duro de sus fans enarbolaron una y otra vez el “derecho a trabajar” de Callejeros. Es cierto que, estando en libertad y sin peligro de fuga, la banda no tiene por qué autolimitarse. Pero hasta Chabán, ese demonio unidimensional, dedica en su discurso cierta cuota de respeto y sensibilidad hacia las víctimas, cuota que cuesta encontrar en un producto como Disco escultura, o en la actitud arrogante con la que Fontanet se planta en los escenarios del interior, desde aquel desafortunado y revanchista “chúpenla, por caretas” dedicado a quienes piensan que deberían hacerse cargo.
Se hace difícil predecir un panorama de lo que será el juicio de Cromañón. Hay demasiado dolor, demasiadas pasiones involucradas, demasiadas palabras, demasiada muerte.
Pero unos salen a tocar, y graban un disco en el que cantan que “Los testigos falsos de la injusticia ya la van a pagar”. Otros arrastran la pesada carga de sentirse muertos.
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