LA ORQUESTA JUVENIL DE VILLA LUGANO
› Por Cristian Vitale
Pablo Agri, hijo del maestro Antonio, tendrá su momento mañana –en Harrods, a las 16– cuando, junto a su sexteto, muestre las obras de Cuadros tangueros, su disco debut. Pero seguramente le habrá pegado bien dentro la vivencia: violín al frente, se cargó entera a la Orquesta Juvenil de Villa Lugano para uno de los momentos más emotivos del festival. Fue en el Teatro IFT, bajo una noche cerrada y fría. “Mi papá decía que la sensibilidad no era una cuestión de cultura, ni de clase social... que era, al contrario, libre y creativa”, dirá él, con el concierto casi consumado. Inmejorable evocación para describir una sensación plural: la de oír, al compás del corazón, a esa orquesta que representa una barriada, un sentir sureño, una forma de ser que, precisamente, saltea condicionamientos, prejuicios y determinismos “de clase”. “Este proyecto lleva ya diez años, han pasado distintas administraciones, ministros y jefes de Gobierno pero todos, hasta hoy, han mantenido la coherencia. Espero que continúe así”, agrega Néstor Tedesco, el director.
Por lo oído, sería una pena que algún capricho presupuestario atentara contra semejante fidelidad a la música: la orquesta suena perfecta, tiempista, fina y conocedora tanto de la veta clásica Vivaldiana como de la tanguera, Villoldiana. Así será el tono del concierto: a dos aguas, entre ambas tradiciones. Habrá un momento inicial con Agri en el rol de violín solista y un colectivo de jóvenes (18 de promedio) detrás, y otro Tedesco, con el mismo Agri como uno más entre los violinistas. Un momento Agri en el que se irán intercalando piezas de su padre como “Desde adentro” –o “Kokoro Kara”, como guste– con un popurrí de tangos rompecorazones, que pendularán entre “Uno” –finísima versión del tango compuesto por Discépolo y Mores– y “Caminito” (Peñaloza y Juan de Dios Filiberto); entre “La cumparsita” (Matos Rodríguez) y “Mi Buenos Aires Querido”, de Gardel y Le Pera. Un momento Agri en el que la clave será escuchar y dejarse llevar, viajar un rato. Involucrarse en esa cinética de los ojos, que expresa la manera en que transitan, libres y ensoñados, los sonidos por el cuerpo. Introspección colectiva, apenas interrumpida por alguna tos involuntaria, o por el llanto irremediable de un bebé. Todo bajo diez luces blancas, telón de fondo negro y una sobriedad moderada que jamás atenta contra esa cosa llamada sensibilidad.
Y el momento Tedesco: la Orquesta cambia la frecuencia cuando, con pilcha informal y sonrisa a dos puntas, irrumpen el director más cuatro integrantes de la agrupación modelo, que se independizó y ganó: Cerda Negra. El trío de bandoneones se acomoda a la izquierda. Uno de ellos, arito en el labio más toalla con escudos de Boca para mediar entre las piernas y el fueye, sonríe siempre. Frescura y futuro. El repertorio es el previsto: una versión descomunal, por potente, de “Oblivión”, del bravo Piazzolla, más “Caminito” y, detonadora de recuerdos, “El porteñito”, antiquísimo tango criollo (1903) compuesto por Angel Gregorio Villoldo, musa innegable de la orquesta. Y tan porteña como él, viejo guapo de los barrios del sur.
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