OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
No hay ninguna novedad en esto: al argentino medio le gusta el deporte. Le gusta practicarlo o espectarlo, y es en esta última acepción donde radican varias distorsiones que ya forman parte del, digamos, ser nacional. La más inocente es la tendencia del ciudadano común a ejercer de modo más o menos instantáneo la dirección técnica o el análisis deportivo especializado. La que ha producido curiosos –y a veces dañinos– fenómenos sociales es la contaminación del nacionalismo, cuando se confunde patria con bandera y un tiro en el palo se asemeja a un tiro en la sien. Como sea, esa característica argentina propició el fuerte desarrollo del deportista electrónico, que puede o no realizar alguna práctica real, pero es ante todo un apasionado practicante virtual. El espectador promedio puede apreciar, cómo no, un partido de la Selección o una peleada fecha de fútbol argentino, y también el tenis, la F-1, el básquet y otras variables más o menos obvias. Pero el Deportista Electrónico Argentino (DEA) es capaz de colgarse con la repetición de un partido de la serie B italiana, una semifinal de la Intertoto, un peleado match del básquet universitario estadounidense o una final de ping pong donde dos orientales hacen que ni se vea la pelotita y sin embargo le siguen pegando. Sólo el béisbol sigue siendo una opción de menor interés: será que ni el más aguerrido deportista electrónico argento logra engancharse con una disciplina en la que no se marcan goles.
El lector ya irá adivinando adónde apunta la cuestión: en estas últimas dos semanas, el DEA vivió en la gloria, y su familia ya pregunta cuándo vienen el tío Gonzalo o la tía Vanina a almorzar. Los Juegos Olímpicos fueron el paraíso, maná del cielo, una canilla abierta de zapping que encadena el triple a distancia de Delfino y a Usain Bolt desmintiendo el mito de la lentitud porrera del jamaiquino, un alemán de temer tirando una bola pesadísima a quichicientos metros y una china minúscula doblándose en una barra ante la atenta mirada de los reclutadores del Cirque du Soleil, un tailandés al que se le cae la pesa en el hombro y una judoca argenta enarbolando su medalla de bronce con cara de “y yo que casi no pido la plata prestada para el pasaje”. Saltos ornamentales de tres metros y nado sincronizado, el traje de delfín de los nuevos nadadores y el gesto de “no intenten esto en sus bañeras” de Michael Phelps, el papelón global de los corredores estadounidenses al dejar caer la posta (¡dos veces!), la africana que pega un salto en largo de siete metros veinte y uno que se moja los tamangos ante el primer charco considerable de una Buenos Aires inundada. Y la preciosa garrochista rusa que marca un record, sólo para que al DEA le importe más el logro del discobolista argentino que se comió semejante caramelito nada menos que durante dos años.
El DEA va más allá de la medalla de oro del fútbol y el bronce del básquet. El DEA podría ser objeto de un monumento en la plaza de Canal 7, donde más de un ejecutivo vio las planillas de rating de Argentina-Brasil o el resumen que dicen que el canal estatal ganó la mañana durante dos semanas y, como en el aviso del pibe que corre a avisarle a la mamá que va a Beijing, marcó un record olímpico de salto en alto sin que nadie se diera cuenta. Las malas lenguas afirman que Tristán Bauer inició contactos con el COI para intentar la quimera de unos Juegos cada dos o tres meses: algo de eso necesita ahora el deportista electrónico, afectado por un síndrome de abstinencia que no se resuelve con un Independiente Rivadavia-All Boys. Ahora, a seguir con deportes del acervo nacional como la carrera detrás de la coneja, el ciclismo urbano entre colectivos (toda una disciplina), el salto a la vereda destrozada o el slalom entre baches.
Y a esperar la cita de 2012 en Gran Bretaña: la aparición del gran Jimmy Page en el cierre de Beijing, metiendo caña con el indestructible riff de “Whole Lotta Love”, no hizo más que estimular las ganas de volver a experimentar otro baño catódico, esta vez con los Juegos Olímpicos del rock.
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