Mar 26.08.2008
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CóMO ES LA ESPERADA AUTOBIOGRAFíA DE SEAN CONNERY

Retrato de un rey de Escocia

En coincidencia con su cumpleaños 78, el primer James Bond presentó Being A Scot en la feria de Edimburgo, su ciudad natal.

› Por Maruja Torres *

Su primer logro fue aprender a leer a los cinco años, pero tardó siete décadas en darse cuenta de lo sencillo y profundo de este acontecimiento. Tuvo que abandonar la escuela a los 13 y emplearse como repartidor de leche. Para pagarse una entrada de cine recogía botellas. Todo eso, y mucho más, lo cuenta Sean Connery en Being A Scot (Ser un escocés), su esperada autobiografía. Connery, que hoy cumple 78 años, celebrará tan señalada fecha –a la que llega en buen estado, olvidadas las dos operaciones de cáncer que sufrió tiempo atrás– en su querida Escocia y en su ciudad natal, Edimburgo, con motivo de la feria literaria que se desarrolla a la sombra del festival artístico veraniego. Lo hará por todo lo alto, presentando “el libro que a él le habría gustado leer cuando dejó la escuela”, en palabras de su compatriota, amigo y coautor, el escritor Murray Grigor, al diario The Times.

Habrá que ver si es el libro que el público espera del primer James Bond. Al contrario que su colega Michael Caine, con quien rodó El hombre que pudo reinar y a quien lo une una buena amistad, él no habla de conquistas ni aventuras, ni siquiera recurriendo a la elegancia. Se ha puesto serio para contarse, queriendo desmentir de una vez por todas las muchas tonterías que se escribieron sobre él, aprovechando que en pocas ocasiones replica. Y se puso escocés. Tanto, que exagera. Ha convertido a Escocia en la princesa y él es el caballero que quiere arrancarla del dragón, sin darse cuenta de que la vieja dama no puede quejarse ahora de su status. Su arrebato por su país es completamente cinematográfico: una pasión de ficción a la que quizá no es ajeno el hecho –que reivindica– de que la primera película norteamericana de que se tiene memoria, proyectada en 1895, fue La ejecución de María Estuardo.

La de Sean Connery es una historia conmovedora. Un niño de un bloque obrero de la Edimburgo más bien paria de los años treinta y cuarenta, de una familia pequeña y humilde –en el edificio todavía se usaba luz de gas, el retrete era común–, callejea y observa. “Cuando era joven –escribe–, no sabía lo que me faltaba, porque no tenía con qué comparar.” Entonces lo llamaban Tam, por Thomas, su primer nombre, antes de Sean: por su abuelo, en cuyo personaje se inspiró para interpretar al viejo ladrón de Negocios de familia, una encantadora película de Sidney Lumet en la que trabajó con Dustin Hoffman y Mathew Broderick.

Pasa el tiempo y ese chico del suburbio se convierte en un joven apuesto que se mata haciendo gimnasia, posa como modelo para estudiantes de arte, se enrola en la marina británica –más o menos en ese orden– y es contratado por Josh Logan para trabajar en el coro masculino del musical South Pacific, en el West End londinense. De aquella época lo recuerda Caine –se conocieron en una “fiesta del botellón”: algunas cosas no cambian nunca–, y pensó que debía ser un actor, aunque su ropa y calzado parecían necesitar un retoque. “No, me dedico al bodybuilding.” Connery destacó inmediatamente en el coro: los otros eran tan afeminados como endebles. Luego vino la elección para el primer James Bond, y el resto es historia.

A Sean Connery se le cayó el pelo a los veintitantos. Cuando era 007 ya llevaba peluquín, pero no lo lucía en privado, para asombro de sus contemporáneos. Los años, que tantas cabelleras de cine se han cobrado, le rindieron justicia y así fue convirtiéndose en un hombre maduro y confiable, alguien a quien valía y sigue valiendo la pena ver en pantalla. No porque sea un extraordinario actor –aunque bastante: recuérdense La colina y La ofensa–, sino porque es lo que es y al público le gusta que siga siéndolo. Un público que se enamora de él cada vez que lo ve en El viento y el león, El hombre que pudo reinar y, desde luego, Indiana Jones y la última cruzada.

Por su peregrina y muy sentimental defensa de Escocia, así como por su inclinación a la misantropía y su desprecio absoluto de la mediocridad mediática, Sean Connery no recibe precisamente flores de la prensa inglesa. Resulta fácil atacarlo, porque el padre de Indiana Jones vive casi todo el año en Bahamas y su recuerdo de la realidad escocesa está irremediablemente ligado al ayer. Sus enemigos son tanto los políticos ingleses como los escoceses, que no están a la altura del partido nacionalista para el que milita activa y económicamente. Detesta a Tony Blair y a los laboristas en general. Es conservador, aunque desconfía de todo el mundo. Tiene opiniones pintorescas. Piensa, por ejemplo, que en Cataluña habría habido guerra si los españoles hubieran hecho con ella lo que los ingleses hicieron con Escocia, birlarles petróleo del Mar del Norte con la ayuda de un político autóctono.

De Escocia destaca en su relato las construcciones góticas, el ayer absolutamente mariaestuardesco que se respira en las ciudades. Y rinde un homenaje a cineastas de origen escocés que, habiendo sido grandes, hoy yacen en el olvido: Frank Lloyd, que brilló en Hollywood en los años treinta, y, sobre todo, el sublime Alexander Mackendrick, un escocés que hizo unas cuantas películas enormes y malditas: El quinteto de la muerte, El hombre del traje blanco, Viento en las velas y

Sweet Smell of Succes, esta última con Burt Lancaster en el papel de un perverso columnista de Broadway. Mackendrick soñó con hacer una María Estuardo realista, que mostrara la miseria en que vivían los escoceses por entonces. No pudo. Es también un sueño que Connery no pudo realizar. Cuenta que hacer cine es “como empujar mierda montaña arriba”. Algo te termina salpicando. Pero ahí lo tendrán hoy. Delante de todos. Un hombre, un actor, una estrella indiscutible. Sir Sean Connery. Oscar al mejor actor de reparto por Los intocables de Elliot Ness. Que lee por sí mismo y discrepa con quien sea desde los cinco años.

* De El País de Madrid, especial para PáginaI12.

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