Vie 12.09.2008
espectaculos

SE EXHIBIERON DOS PLATOS FUERTES DEL FESTIVAL

El día de los pesos pesado

Tanto la película The Wrestler, de Darren Aronofsky, como la etíope Teza, de Haile Gerima, se lucieron como historias nuevas y potentes para contar, cuyo mayor aporte es tener una fuerte dosis de verdad en sus relatos.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

Es curiosa la capacidad de recuperación que tienen ciertos directores estadounidenses. Ya le pasó el año anterior a David Fincher, que parecía un cineasta condenado a vivir de sus escasas, lejanas y muy discutibles glorias (con la mano en el corazón, ¿quién querría volver a ver hoy Se7en?) y sin embargo en Cannes 2007 sorprendió con Zodiac, una película de una madurez y una complejidad que parecían impensables en el director que venía haciendo meros productos para el consumo en la TV por cable. Y ahora le llega el turno a Darren Aronofsky (Brooklyn, Nueva York, 1969), autor de Pi (1998) y Réquiem por un sueño (2000), dos films sobrevalorados, de una artificialidad y un manierismo que sólo podían augurar lo peor, que finalmente llegó con The Fountain (2006), una película que pareció sellar para siempre la suerte del director.

Error. En una increíble vuelta de campana, como esos luchadores que han quedado en el piso y con sus últimas fuerzas se levantan y ganan la pelea, aquí está Aronofsky en Toronto, con el flamante León de Oro de la Mostra de Venecia bajo el brazo, por The Wrestler, un film que viene a ratificar que si hoy Hollywood tiene una tradición a recuperar es la de la libertad y la aspereza del mejor cine de los años ’70, ese cine plagado de perdedores, marginales y outcasts, quizá no muy diferentes a los que hoy ha dejado como un tendal la administración Bush, pero a quienes el cine ya no parecía prestarles atención. Si Fincher se rehízo con Zodiac y el veterano Sidney Lumet volvió a su mejor momento con Antes que el diablo sepa que estás muerto –dos películas que recuperaban no sólo la estética sino también la ética de los ’70–, ahora Aronofsky abraza también esa causa que lo libera de la banalidad autorreferencial y lo devuelve al mundo real, con personajes de carne y hueso.

Y de mucha carne y mucho hueso. The Wrestler es, tal como indica su título, la historia de un luchador, Randy “The Ram” Robinson, un trabajo consagratorio para Mi-ckey Rourke, otro resucitado. “The Ram” parece que fue de los buenos en los ’80, uno de los pocos que lograban llenar un estadio con la sola mención de su nombre en unos panfletos mimeografiados, pero veinticinco años después es una ruina. Ya no está en edad de pelear pero, claro, no sabe hacer otra cosa. Y sigue haciendo lo que puede y como puede, apelando a viejos trucos del oficio (cortarse a sí mismo para simular una hemorragia, por ejemplo) y contando con que en su pequeño mundo todos, mal que mal, lo respetan y aunque las peleas no están necesariamente fraguadas (como en Titanes en el Ring), sus colegas sabrán ser comprensivos con él.

De los restos de su naufragio personal, “The Ram” sólo tiene para aferrarse apenas dos tablones: el más inestable es su hija adolescente, que lo quiere pero no le perdona la vida que nunca le dio; el otro es Cassidy (Marisa Tomei, en otro espléndido trabajo después del que hizo para Lumet), una mujer que como “The Ram” también vive de su cuerpo, y no por mucho tiempo. Es una stripper de una taberna cualquiera y el film da a entender que alguna vez hubo algo entre ellos, que fue más allá de los dólares que se depositan en el portaligas, pero ella ahora sabe que su prioridad es ocuparse de su pequeño hijo, antes de que sea demasiado tarde. Lo notable del film de Aronofsky es que nunca se permite caer en la sensiblería tipo Rocky: su película es tan dura y rugosa como la lona sobre la que combate “The Ram” y lo que verdaderamente importa –un poco como en Ciudad dorada (1972), de John Huston, o Muñecas de California (1981), de Robert Aldrich, que también eran sobre luchadores en la mala– es el ambiente en el que viven y seguramente van a morir sus personajes: la sórdida hermandad que reina en los gimnasios de suburbios, en la barra de un oscuro strip-club o en esos trailers en que los desplazados de este mundo buscan al menos un precario refugio de la realidad que golpea allá afuera, a la intemperie.

Otra estupenda película que llegó directamente a Toronto con varios premios de la Mostra de Venecia en las valijas (entre ellos el Premio Especial del Jurado) es Teza, un film de Haile Gerima, veterano cineasta etíope que ofrece a la vez un retrato íntimo y épico de la historia reciente de su país. Como reconoció el propio Gerima aquí en Toronto, el suyo es “un cine imperfecto” que, como la mayoría del cine africano, no tiene un acabado técnico equivalente al del cine de los países desarrollados. Pero a diferencia de tanto prolijo producto industrial, Teza en cambio ofrece una historia nueva y potente para contar, y lo hace con una fuerte dosis de verdad.

El eje del film es Anberber, un etíope de la diáspora, que en los años ’60 se forma como bioquímico en Alemania del Este, donde como tantos otros connacionales ha recibido asilo político. Cuando el brutal régimen monárquico etíope cae y lo sucede un gobierno de orientación comunista, Anberber, como muchos de los suyos, decide volver a su país, no sólo para reencontrarse con su familia, sino también para volcar sus conocimientos en una sociedad que debe construirse desde cero. Pero su sueño socialista se revela ingenuo, porque la junta de Haile Mariam Mengistu está más preocupada por enrolar soldados para asegurar el régimen militar marxista que por darles la bienvenida a los intelectuales.

Como suele suceder en el cine africano, que responde a sus propios modos narrativos, la linealidad es secundaria en Teza: el relato va y viene en el tiempo y no se priva de incorporar leyendas y elementos sobrenaturales, sin por ello renunciar al realismo. No hay sin embargo en el director Gerima la intención de seducir con folklorismos for export o de color local. Por el contrario, su película es tan seca como la llanura etíope. Teza tiene, en todo caso, una ambición épica –narrar el destino de varias generaciones de su país– y esa aspiración necesita de diferentes registros, signados todos por el destino recurrente de la tragedia.

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