OPINION
› Por Santiago Giordano
Cuando sea necesario exponer las últimas décadas del folklore moderno, la obra de Rolando “Chivo” Valladares será imprescindible. Zambas como “Bajo el sauce solo”, compuesta con Manuel Castilla, “Vidala del último día”, con Raúl Galán, “Baguala para la muerte”, en colaboración con Teuco Castilla, o “Subo”, con letra propia, por ejemplo, apuntalan el rumbo que cristalizó una manera inconfundible de expresar lo folklórico; dilucidan un modo sencillo y compuesto, en el que el paisaje, lejos de ser la eternidad incorruptible que lo justifica, es apenas un punto de vista, móvil y vulnerable, un aquí y ahora profundamente humano. En este sentido Valladares, como el Cuchi Leguizamón –sería muy difícil explicar a uno sin el otro–, fue un artista moderno y superador, dispuesto al asombro del saber y consciente de su lugar en el mundo.
Músico autodidacto y “orejero” –entre otros oficios–, sus creaciones son reflejo de una ingenuidad perspicaz y sublimada. Sus melodías surgen de la contemplación y antes de cuadrarse en el instrumento, o eventualmente en el papel, se sostiene en esa forma de memoria que son las raíces. Los cromatismos afectuosos, seguidos de amplios saltos en la resolución de la frase, son la cifra de su expresividad melódica; con términos como “ponzoñoso” o “machimbrado” definía sus necesidades armónicas. Volcó ese don melódico en zambas, canciones y vidalas, verdaderas joyas de encanto; por gracia folklórica, muchos de esos temas lo superaron hasta convertirse en anónimos. Junto a un anecdotario frondoso, nos deja canciones que hoy resuenan más allá de su nombre, creaciones que sin embargo se pueden distinguir por brillo propio entre el barullo cancionero que a menudo pretende autentificar lo folklórico: si en el fondo de cada zamba de Leguizamón arde una baguala, en cada creación del Chivo reposa una vidala.
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