Lun 29.09.2008
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PUBLICACIóN DE MONTAIGNE, UN LIBRO NOTABLE DE STEFAN ZWEIG

Un encuentro de espíritus afines

El trabajo escrito por el austríaco poco antes de suicidarse, en tiempos del nazismo, es una suerte de “diálogo” con el creador de los célebres Ensayos, en el que se vislumbra un oasis de lucidez en medio del desmadre general.

› Por Facundo García

En 1942, justo antes de suicidarse junto a su esposa, Stefan Zweig alcanzó a redactar: “Saludo a todos mis amigos. ¡Ojalá alcancen aún a ver la aurora tras la larga noche! Yo, demasiado impaciente, parto antes que ellos”. Estaba cansado de boyar de país en país, sin esperanzas de volver a su patria. Y sospechaba que el nazismo –que ya le había arrebatado su Viena natal– podía llegar a conquistar el mundo. De esa etapa es Montaigne, un texto que acaba de publicar Acantilado y que representa uno de los últimos gestos de libertad que quiso dar el austríaco. No es una biografía. Es, más bien, la conversación entre dos espíritus que se sintieron afines superando tres siglos y medio de distancia.

Casi como “el flaco Abel” que guiaba a Discépolo en “Cafetín de Buenos Aires”; Michel de Montaigne (1533-1592) fue para Zweig ese consejero cuya presencia no se precisa, porque ya vive dentro de uno. Charlar mentalmente con el creador de los famosos Ensayos le parecía un oasis de lucidez en medio del desmadre general, y así es que le fue tomando el gusto a una obra que en su juventud no le había llamado la atención. “Sólo cuando se ha desesperado y dudado de la razón y de la dignidad humanas, se puede alabar como una proeza al hecho de que un individuo se mantenga ejemplarmente íntegro en medio de un caos mundial”, declara Zweig en su semblanza, que quedó inconclusa gracias a la dosis de veronal que se despachó cuando acababa de cumplir sesenta años.

Y tenía razón. Montaigne había nacido en 1533, en el seno de una familia que disimuló su veta burguesa y judía para ganar estatus entre la nobleza. Si bien no pasó penurias económicas, al hombre que reinventó el género ensayístico le tocó en ver cómo las torturas, los asesinatos, el fanatismo religioso y el odio entre vecinos demolían Francia. En ese contexto, no optó por ser un chupacirios ni un soldado de la ilustración, sino que se transformó en un tipo que ponía todo de sí para, algún día, llegar a conocerse a sí mismo y a partir de ahí darles una mano a los demás. Una cosa similar le pasó a Zweig, que admite: “También a nosotros nos han despojado a latigazos de nuestras esperanzas, experiencias, expectativas y entusiasmos hasta el punto de que no nos queda por defender sino nuestro yo desnudo, nuestra existencia única e irrepetible. Es en esta hermandad de destino cuando Montaigne se convierte en mi hermano indispensable, en mi amigo, mi amparo y mi consuelo, pues ¡qué desesperadamente parecido es su destino al nuestro!”.

Hay cierto paralelismo en ese aislamiento. A los treinta y ocho años, Montaigne –apellido que alude a la ubicación de su castillo y que significa literalmente “Montaña”– se recluyó en una torre, adonde hizo trasladar sus libros. Pasaba los días en esa biblioteca circular, leyendo y escribiendo, y cuando se aburría miraba el techo en el que había hecho pintar cincuenta y cuatro máximas, de las cuales la última era la única en francés y rezaba: “Que sais-je?” (“¿Qué sé yo?”). Ese refugio fue la incubadora de su obra; un organismo lleno de observaciones personales, saltarín en los temas y sorprendentemente anticipatorio del registro intimista y fragmentario que reina en buena parte de los blogs actuales. En forma similar, Zweig pasó sus años más productivos en Kapuzinerberg, un cerro boscoso cercano a Salzburgo (Austria) cuya cima está dominada por un convento capuchino. Hasta no hace mucho, ni una mísera placa lo recordaba en la única casita que hay en la espesura, a pesar de que fue allí donde –tras la Primera Guerra Mundial y hasta que la policía nazi le hizo un allanamiento– el autor de Carta de una desconocida fue soltando relatos, biografías y reflexiones que le trajeron billetes y fama mundial.

De todas formas, el encuentro de esos dos grandes no se produjo tanto a partir de su reclusión como por la manera en que se le plantaron al presente. El objetivo de los dos fue “salvar de su tiempo, para todos los tiempos, el yo más íntimo”. Nada que ver con la gloria literaria o las mezquindades políticas. Como había declarado Montaigne: “Lo soy todo menos un escritor de libros. Mi tarea consiste en dar forma a mi vida. Es mi único oficio, mi única vocación”. La empresa de ambos, en su reverso, era una búsqueda del buen morir. Usando como mapa el estudio de Zweig, los clásicos Ensayos se revelan como una guía espiritual que le pasa el trapo al más mentado best seller de autoayuda. Siguiendo las huellas de Sócrates y haciéndole un guiño a Séneca, el que escribe en el siglo XX cita al del XVI, y repite con él que “la muerte más voluntaria es la más hermosa”.

El volumen conserva los huecos que quedaron en los originales. No es para preocuparse. Exiliado en Petrópolis (Brasil) y lejos de su biblioteca, citando de memoria o a partir de ediciones que no le gustaban, Zweig se las arregló para recorrer la personalidad de un colega que le devolvía la fe en el ejercicio de la inteligencia. “Si tomo los Ensayos –comenta Zweig, ya rondando el final– el papel impreso desaparece de la penumbra de la habitación. Alguien respira, alguien vive conmigo, un extraño ha entrado en mi casa, y ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como amigo.” Admirable destino para una pieza literaria.

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