RODRIGO HASBUN Y EL V ENCUENTRO DE ESCRITORES IBEROAMERICANOS
El escritor boliviano es el único de la “generación 39” invitado al encuentro que comenzó ayer en Cochabamba. En el suntuoso marco del Palacio Portales, el escritor hace un recuento de lo que caracteriza hoy a la narrativa latinoamericana.
› Por Silvina Friera
Desde Cochabamba
De lejos, el Cristo de la Concordia, con sus brazos abiertos, anticipa la amabilidad de un verde y florido valle tan cordial como sus habitantes. La ciudad de Cochabamba, que en el idioma quechua significa “llanura de los charcos” –por la cantidad de agua que se acumulaba en la región en la época de lluvias–, es sinónimo de hospitalidad. Y tal vez, también, de paradojas. Un injerto de Francia se impone sobre el paisaje como uno de los principales patrimonios arquitectónicos de esta urbe. El Palacio Portales, donde ayer empezó el V Encuentro de Escritores Iberoamericanos, es una suntuosa residencia de estilo francés que mandó edificar el millonario cochabambino Simón I. Patiño, llamado el “Barón del Estaño”, entre 1915 y 1927. Los escritores invitados, los bolivianos Mónica Velásquez, Wolfango Montes, Rodrigo Hasbún, Edmundo Paz Soldán y el único argentino, Andrés Neuman, caminan por los jardines que parecen una réplica exquisita de los alrededores del Palacio de Versailles. El único que se perdió la visita guiada por el palacio fue el chileno Antonio Skármeta, otro de los que participan de este encuentro.
El vestíbulo principal del Palacio Portales desentona por su decoración interior, propia del renacimiento italiano, revestido con brocato y madera y presidido por una chimenea monumental de mármol de Carrara. Hay amplios salones con reproducciones de la Capilla Sixtina, uno estilo morisco, copia de la Alhambra de Granada, pinturas de Velázquez y Rubens. Pero el “Barón del Estaño”, que murió en Buenos Aires en 1947, nunca vivió en esa mansión de dos hectáreas, que sólo fue habitada por una docena de criados de don Simón. “De noche las maderas crujen”, cuenta la guía y más de uno intuye que, como en Los otros, el film de Alejandro Amenábar, los fantasmas de los criados se pasean como Pedro por su casa por las habitaciones del Palacio.
En Cochabamba sorprende la naturalidad con la que se vive la piratería de libros. “Me sentí un escritor consagrado cuando me piratearon”, dice Wolfango Montes, autor de Jonás y la ballena rosada, novela premiada con el Casa de las Américas en 1987 y llevada al cine por el director boliviano Juan Carlos Valdivia. “Si no te piratean, no existís.” Rodrigo Hasbún (nacido en Cochabamba en 1981), el único narrador boliviano elegido entre los 39 escritores menores de 39 años más representativos de América latina, sospecha que la mayoría de los escritores bolivianos estaría de acuerdo con el comentario de Montes. “Aquí nadie vive de la escritura, de hecho a nadie le alcanzan sus regalías ni para pagarse el café, así que no resulta pernicioso económicamente para el escritor que lo pirateen. Al contrario, es un halago rotundo, un elogio que sobrepasa lo otro. Te están leyendo y, gracias a que los libros originales son muy caros, hay a partir de entonces la certeza de que te leerán aún más”, plantea a PáginaI12 el autor de la novela El lugar del cuerpo y el libro de cuentos Cinco, premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y dos veces finalista del concurso Franz Tamayo. Los libros originales cuestan entre 100 y 150 bolivianos, cuando el sueldo promedio es de 550; una edición pirata, entre 10 y 20 bolivianos. “En cuanto a la piratería de cine –apunta Hasbún–, no conozco a nadie que no la agradezca de rodillas, aunque resulte ilegal y sea un tema delicado y complejo y a la larga perjudicial. Si no fuera por ella, no llegaríamos nunca a esas películas que nos hacen tanto bien.”
Aunque la barba engañe y le sume apenas algunos años más que los 28 que tiene, Hasbún admite que descubrió relativamente pronto, a los dieciséis o diecisiete, que quería dedicarse a la escritura de por vida. “Hasta entonces había estado muy involucrado con la música y ahora, a la distancia, me doy cuenta de que los dos momentos coinciden: ese final de algo y ese principio de algo y el tránsito más bien pacífico de un lugar al otro –explica mientras recorre el Palacio Portales–. Bolivia no era el mejor territorio para formarme, todo estaba demasiado quieto, y entonces me fui apenas pude. Primero sólo en viajes esporádicos, luego por temporadas más prolongadas en Barcelona. Esas huidas las agradezco enormemente, porque tuve una mayor cercanía con lo que estaba sucediendo afuera, en el mundo. Y porque, además, estar lejos me propició una mejor perspectiva y una mayor libertad y le quitó cualquier pudor a mi escritura.”
Escritor de “maduración secreta”, según lo define Edmundo Paz Soldán, Hasbún admite que tiene dificultades con las fronteras demasiado delimitadas. “Prefiero armarme una tradición personal, donde lo que rija no sea la nacionalidad, sino lo estrictamente literario, la exploración de los sentimientos, la búsqueda formal, todas esas cosas que son las que en verdad importan –sostiene Hasbún–. Puede sonar mezquino y ojalá no fuera así, pero ningún escritor de mi país me ha marcado tan profundamente como Coetzee, digamos, o como Onetti. A esos dos escritores, entre algunos otros, los siento más próximos que a la mayoría de escritores que caminan por las calles de mi país. Me hablan desde más cerca, aunque resulte casi paradójico.” La belleza del Palacio, por momentos, se asemeja a una espada de Damocles que se clava en los ojos de los visitantes. “Siento que en Bolivia hemos empezado a despojarnos de algunos lastres que agobiaban. A la figura del artista iluminado y maldito se le antepone ahora, como vía distinta, la del que asume su arte con valentía y dedicación –compara Hasbún–. Un buen ejemplo de eso es Edmundo Paz Soldán, que fue el primero y el que más puertas abrió. Por ese mismo camino, al fin, sobre todo entre la gente más joven, se le ha dejado de exigir a la literatura ese compromiso social incómodo, dándole más cabida a lo formal y a búsquedas que responden a ámbitos más interiores. A todo esto se le suma un diálogo más fluido, de ida y vuelta, con lo que sucede afuera. Hay mejores posibilidades que hace un tiempo y la nueva generación las está explotando al máximo.”
Los espacios por donde transitan los personajes de Hasbún remiten de una manera borrosa a Bolivia, como si el zoom de su cámara optara deliberadamente por alejarse. “No me importa tanto explicar o describir al país, que está presente siempre pero de forma solapada, como un telón de fondo que se mueve y que inquieta pero que no es lo esencial. Lo esencial es lo que están sintiendo los personajes, los fantasmas de los que intentan escapar, los terrores que a veces no soportan, sus hazañas secretas, sus pérdidas –subraya el escritor–. Me interesan, como a muchos escritores de mi generación, los pedazos sueltos, las historias diminutas. Desarmar la cotidianidad, retratar las luchas diarias, explorar la intimidad. Lo que sucede en la habitación, lo que sucede en la sala de estar, lo que sucede en el baño, lo que sienten y piensan esos personajes tan comunes. En lo aparentemente intrascendente están ocultas a veces las verdades más brutales y, como dice Philip Roth, las fuerzas de la Historia, así con mayúscula, a menudo son más visibles y se mueven más ahí. Que no me dibujen la guerra entera; con la experiencia de uno o dos soldados tendremos una idea más verdadera de ella. No hace falta más.”
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