ABRASHA ROTENBERG Y LA CRONICA DE UN REGRESO TARDIO DEL EXILIO
El ex socio fundador de La Opinión, autor del libro Chistes judíos que me contó mi padre, vuelve con un baúl de recuerdos de su estadía española y con la fantasía de saldar una cuenta pendiente: “Si pudiera revivir a alguien, elegiría a Jacobo Timerman”.
› Por Julián Gorodischer
“¿A quién revivirías si pudieras hacerlo?” Un amigo se lo preguntó con la impunidad de los cínicos, y Abrasha Rotenberg dudó, lo pensó en silencio. No por trillada la cuestión deja de tener interés, sobre todo cuando se pasó la frontera de los 75, y hay tantas bajas y tan dolorosas mirando hacia atrás. Entonces, se escuchó la respuesta: “A Timerman.”.
Está volviendo. La última vez que la sede central –como llaman al hogar que comparte con la cantante Dina Rot– vivió por un tiempo largo en Buenos Aires fue hace más de 30 años. Ahora Cecilia Roth, su hija, se instaló en la Argentina, junto con Martín, su nieto. La familia lo arrastra a Buenos Aires, aunque ya haya un viaje programado para visitar a la mitad que quedó allá, Ariel.
“A Timerman.” Eso significa tener una cuenta pendiente. Fueron 59 años de amistad que terminaron en nada. “Vi a gente de todo el mundo, pero he conocido a pocas personas en mi vida con la inteligencia de Jacobo. Pero el enemigo moraba dentro de él: se cansaba, se aburría. Necesitaba de la novedad, del desafío. Nos conocimos a los 16 y duramos hasta los 75. Nunca me peleé, pero la regla era que él mandaba. Y le costaba decir: me equivoqué, nunca le oí esa palabra. La infabilidad era un destino.” Irse fue salirse de la sombra del viejo, aunque existieran estrategias de supervivencia desde mucho antes, a su lado como socio en el diario La Opinión (el tercer socio era David Graiver, “el banquero de los Montoneros”, según Juan Gasparini). “Mi táctica –sigue Abrasha Rotenberg– era largar ideas para que él me dijese: ‘Mirá lo que se me ocurrió. Pero hay un diálogo que nos debemos: nuestra separación fue silenciosa.”
–Lo pensamos durante 20 años. En realidad, como Aníbal Troilo, nunca me fui –sigue Abrasha Rotenberg–. Hace treinta años el movimiento era inverso. Yo era uno de los tres socios de La Opinión, junto con Timerman y Graiver. Empecé a sufrir amenazas muy fuertes; era un factor de equilibrio entre el carácter muy fuerte de Timerman y la gente del diario, para que no entrara en conflictos. Estaba absolutamente en contra de la violencia, de Montoneros, del ERP: todas las revoluciones son mañana regímenes conservadores, con los hijos de los revolucionarios. Vinieron, llamé al diario, y los dos hombres que estaban en el living esperando que se abriera la puerta querían que no los viera. Uno de ellos tenía un revólver en la mano. Antes, habían aparecido cientos de coches policiales y creyeron que yo los había traicionado. “Tranquilos, muchachos –les dije–, guarden la granada.”
La orden era pedir dinero al diario; lo trajo “un tonto que me empezó a contar una historia y me pidió un recibo. ‘Usted me tiene que dar un recibo. Me dijeron que usted me dé un recibo’, insistía”. Lo abofeteó con la palabra: “Yo no te tengo que dar ningún recibo a vos”. “En un gesto triunfalista, les tiré el dinero y uno de los tipos sacó el revólver.” La reiteración de amenazas empezó a preocuparlo, pero no fue eso lo que lo decidió a partir sino el relato de Ariel, su hijo, una mañana. “El y su íntimo amigo Alejo Stivel, con el que hasta hoy se quieren como hermanos, iban en un coche el día que mataron a un comisario. Ellos eran muy jóvenes, pelilargos, y se dirigían a un concierto de rock. Los detuvo la policía y los metieron separados, y los interrogaron. De mucha gente no se supo más nada. Les dieron un minuto para salir corriendo, conocida es la ley de fugas. Ariel me lo contó inocentemente. Entonces, ¡chau!” La partida fue un agosto, en marzo se instalaban en Madrid. Mucho después recibiría esa propuesta de Jacobo, la de volver para refundar La Opinión que les habían arrebatado. Ya estaba adentro. “España me permitió ser partícipe de la salida de una dictadura de 40 años. El mismo régimen iba creando sus anticuerpos; la transformación se ejerce con los hijos de los descendientes franquistas.”
Vuelve el recuerdo de una redacción con “los mejores”. La rememora como “una revista por día, con opiniones, interpretaciones...”. ¿Sus herederos? “PáginaI12 lo retoma en sus comienzos –dice–, aunque era distinto: utilizaba humor y frivolidad para enganchar al lector, sobre todo en los títulos. La Opinión era muy austera, demasiado tal vez. Revolucionó el anonimato de los periodistas. Antes, ¿quién aparecía firmando en los periódicos? Había sólo un corresponsal de Clarín en Estados Unidos, Horacio Stoll, que firmaba. En La Opinión se dio la magia única de una idea brillante, y de un grupo absolutamente apto para desarrollarla. Gelman, Verbitsky, Eloy Martínez –enumera–. ¿Va a la redacción de PáginaI12 Verbitsky? El escribió en Confirmado la nota más bella que he leído, sobre Troilo.”
Un día estaba al frente de ese equipo de los sueños. Otro día golpeaba puertas para conseguir, ya en España, financiación para un libro sobre juegos con la calculadora. Algunos despachos de directores de medios se le habían cerrado no sin hacerle saber el resentimiento por haber tenido que copiar al pariente pobre.
–Yo tenía 50 años y empecé a buscar trabajo en un momento de una gran crisis en España. Don Manuel Aguilar me recomendó a El País; me recibió su presidente, el hijo de Ortega y Gasset. Me hizo esperar tres horas antes de recibirme; entré en una sala enorme y me dijo: ‘¿Qué quiere?’. Yo, de pie, le dije que venía de parte de Aguilar. Me respondió: ‘Nosotros no necesitamos que los argentinos nos enseñen cómo se hace un periódico’. El País salió el mismo día, años más tarde, con el mismo lema de La Opinión: “Diario independiente de la mañana”. Me dijo la cosa más hiriente y malvada que he escuchado, y lo peor es que era cierto. Mirá lo que son los países: nosotros salimos antes y terminamos destruidos. ¿Y ellos?
–¿Cómo se levantó?
–No me avergüenza recordar que lloré sostenido por un árbol. No tenía un centavo; mis pocos ahorros estaban en el banco de David Graiver, que quebró. Me quedé en la calle. Conocí a José María Santa Cruz, el representante de los Vigil en España. Pero hacía poco que se había enterado de que descendía de judíos desde el 1600, y que su familia se había convertido al catolicismo. Me dijo que si Vigil se enteraba, eso lo podía hundir. En esa época hacía 500 años que en España no habían visto judíos. La palabra “judío” estaba incorporada al lenguaje en forma peyorativa. Lo judío era un peso, un misterio y un prejuicio. Decían: “¿Sabes lo que me hizo? Me hizo una judiada”. Y me decían: “Qué apellidos raros traéis vo-sotros los argentinos... Rabinovich, Rottenberg...”
–¿Lo discriminaban?
–Un día nos recibe gente del Opus Dei a la que queríamos pedir un crédito para editar nuestros libros. “¿Garantías?”, preguntaron. Ninguna, señor, sólo mi palabra.
–¿Lo sacaron corriendo?
–No, porque yo les expliqué por qué mi plan iba a salir. Después tuve un rapto de locura: “Les tengo que decir algo: yo soy judío y él (señalando a Cristo) también. Vengo como un hermano de él a pedir ayuda”. Me dieron el crédito. El primer libro fue un éxito. Se titulaba Cómo divertirse con su calculadora de bolsillo. Conseguí que Hewlett Packard pagara la tapa. No hay nada más sabio que la necesidad. Me salió bien. Con los libros frívolos financiábamos los buenos: sacamos una Guía de la España judía, una guía de ausencias. O Los judíos en la España cristiana. Yo soy un judío agnóstico pero de formación sólida.
Al antisemitismo lo había descubierto, sin embargo, en Argentina. “En la calle Morelos, cuando me gritaban los chicos del barrio, preconciliares: ‘Judío, asesino de Cristo’. Mi madre me explicó que no solamente veníamos de la URSS sino que antes, en el Oriente próximo, habíamos formado una cultura.”
–¿Qué queda de eso?
–Mi judaísmo se ha reducido a lo intelectual y, cada vez menos, a lo gastronómico.
–¿Aun siendo amigo de Jorge Schussheim (el prodigioso chef de la peña Mamma Europa, que presentó su libro de chistes esta semana)?
–Jorge Schussheim no es mi mamá; ella era única. Para mí el judaísmo es una militancia interna. Yo era el único suscriptor del diario idishe de Nueva York, de más de 100 años, que vive de su publicación en inglés y en ruso. Cada vez que se muere un idishe parlante no se reemplaza. No es un idioma hablado, excepto por los judíos religiosos (que consideran al hebreo un idioma sagrado).
–¿Fruto de la militancia interna es recuperar los viejos relatos que le contaba su padre?
–Los chistes judíos llegan como una catarsis. El 90 por ciento se me apareció en una semana. A algunos los he judaizado, los transformé yo en cuentos judíos. Me pareció que eran apropiados, mostrar que la misma cosa que un judío dice de sí mismo es antisemita si la dice un no-judío. El humor judío se basa en el dolor y la imposibilidad absoluta de llegar a la perfección. Nacés imperfecto para que toda tu vida quieras llegar a algo cercano a lo perfecto.
–¿La tradición nos mejora?
–Esta época de nuestra historia se asemeja mucho a la época de Jesús. Hay una comunidad judía dispersa en todo el mundo. Está Israel, y cada uno de los países de la diáspora tiene un judaísmo que hace que un judío se asemeje a otro judío de su país, más que a otro judío. Su cotidianidad en un mundo laico como éste está expresada según cada país. Yo tengo la esperanza de que el judaísmo singularizado mantenga una tradición, pero a la historia de mi familia no la puedo modificar (Ariel y Cecilia se casaron con goim). Lo que quiero es que mis hijos sean felices.
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