MATAR A TODOS, DE ESTEBAN SCHROEDER, CON ROXANA BLANCO Y PATRICIO CONTRERAS
Coproducción uruguaya-chilena-argentina, el film de Schroeder es una suerte de anti-Plan Cóndor cinematográfico, ficcionalización del caso de Eugenio Berríos, un científico hallado muerto en Uruguay en 1993 que fue el Mengele de Pinochet.
› Por Horacio Bernades
MATAR A TODOS
Uruguay/ Chile/
Argentina/Alemania, 2007
Dirección: Esteban Schroeder.
Guión: Pablo Vierci, Alejandra Marino y Daniel Henríquez.
Fotografía: Sergio Armstrong.
Música: Martín Pavlovsky.
Intérpretes: Roxana Blanco, Patricio Contreras, Walter Reyno, César Troncoso, Darío Grandinetti y María Izquierdo.
El Plan Cóndor no sirvió sólo para secuestrar y hacer desaparecer al enemigo. Una vez derrotados los regímenes del Cono Sur que lo idearon y pusieron en práctica, se articuló también para “guardar” fuerza propia en tiempos difíciles. Como la serpiente que se muerde la cola, eventualmente terminó usándose para secuestrar y hacer desaparecer... a la fuerza propia. Esa tortuosa paradoja es la que desarrolla la coproducción uruguaya-chilena-argentina Matar a todos, suerte de anti-Plan Cóndor cinematográfico, que ficcionaliza ligeramente el fin de los días del siniestro Eugenio Berríos. Este científico, hallado muerto en Uruguay en 1993, fue algo así como el Mengele de Pinochet. Desarrolló un tipo específico de estafilococo que terminó con la vida del ex presidente Eduardo Frei e ideó un posible bombardeo sobre Buenos Aires con gas sarín, creación de los nazis.
Ganadora de premios en varios festivales (La Habana, Biarritz, Montreal), en Matar a todos el realizador uruguayo Esteban Schroeder levanta considerablemente la puntería respecto de El viñedo, rutinario thriller, vagamente político, estrenado aquí años atrás. Con el intento de fuga de Berríos como desencadenante, Matar a todos estructura una abigarrada red narrativa, que se extiende tanto en sentido concéntrico como hacia atrás. El comienzo obedece al más puro efecto dominó: en un bosque del interior uruguayo, un hombre huye de una improvisada prisión clandestina, llega a una comisaría, hay un llamado telefónico y se evapora. Para ese entonces la denuncia ya llegó a oídos de una abogada, Julia Gudari (Roxana Blanco), que se pone a investigar. Ex militante de izquierda que pasó por la tortura, de allí en más Gudari no ceja, aunque a su alrededor todo sean gestos torvos, complicidades, silencios sospechosos, amenazas no tan veladas, muertes.
Trabajando sobre una estructura de thriller investigativo, tan típica que pudo dar por resultado un puro cliché cinematográfico, uno de los aciertos clave de Matar a todos es la precisión con que dosifica y escamotea información. El espectador no tiene nunca “servido” lo que sucede, viéndose obligado a armar el rompecabezas. El propio nombre de Berríos y los datos de su actuación política se van develando muy de a poco, volviéndose escalofriantes (cierto relato del final, que involucra a perros feroces, pone los pelos de punta). Puede resultar un poco demasiado casual, se dirá, que un caso como éste caiga en manos de una ex militante. Pero lo cierto es que la línea de parentesco permite abrir aquí una red siniestra, tanto en sentido familiar como político. Caso menos infrecuente de lo que podría parecer, tanto el padre (Walter Reyno) como el hermano de Gudari (César Troncoso) no sólo son militares de carrera, sino represores convencidos que la siguen tratando como a una despreciable oveja negra. Y podrían tener relación con la desaparición de Berríos.
Un viaje a Buenos Aires, otro a Santiago de Chile y líneas narrativas que llevan de un periodista chileno comprometido con las organizaciones de derechos humanos (Patricio Contreras) a una cómplice siniestra del pinochetismo, secuestrada por sus ex socios en una cárcel de oro, atontada por los calmantes y aun así con la lengua suelta (el personaje más tortuoso y fascinante de la película, notablemente actuado por María Izquierdo) podrían derivar en un digresionismo general, pero Schroeder los maneja con mano inusualmente firme. Que todo esto tenga lugar en plenos años ’90 y en las tres capitales del Cono Sur –cuando ya hace rato, se supone, las dictaduras se fueron para nunca más volver– comunica una sensación de malestar que tal vez sea su mayor logro. Y que el final deja en estado de suspensión, como quien echa al aire un polvillo malsano. Aunque un par de escenas (y de actuaciones) caen en ello, se percibe el cuidado de no incurrir en declamaciones, sentenciosidades y sobreexplicaciones. Se sale de Matar a todos como en medio de una nube ligeramente tóxica. Tal vez esa nube sea real. Más vale estar prevenidos.
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