MAñANA CON PáGINA/12, LOS MONSTRUOS, DE DINO RISI
Filmada en 1963 por uno de los nombres mayores de la commedia all’italiana, I mostri demostró con el tiempo ser bastante más que la oportunidad de lucimiento histriónico de dos capocómicos de la estatura de Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman.
› Por Luciano Monteagudo
“El mundo es redondo y el que no flota se va al fondo.” Ese es el motto, el despreocupado lema con el que un padre –arquetípicamente italiano, como todos los personajes de una película que en Argentina sigue siendo recordada casi como propia– instruye a su pequeño hijo. Es así como el chico, con una incredulidad evidente en sus ojos, ve cómo su papá se hace el lisiado de guerra para conseguir el primer lugar en una fila, o paga dos cornetti cuando en verdad comió seis, o le pide al niño que se haga el enfermo para avanzar alegremente en contramano y así poder sortear un embotellamiento característicamente romano. “No confíes en nadie, ni siquiera en tu padre”, es otra de las lecciones que le imparte a su hijo con una sonrisa cínica, antes de pedirle “un besito”. El titular de un diario sensacionalista de diez años después dará cuenta de los resultados de esa educación: “Uccide il padre dopo averlo derubato” (Mata al padre después de haberle robado).
Este es apenas el primer ejemplar de una legendaria galería teratológica que hizo de Los monstruos un film emblemático del apogeo de la commedia all’italiana. Filmada en 1963 por Dino Risi –uno de los nombres mayores del género, que venía de acuñar el éxito perenne de Il sorpasso (1962)– I mostri demostró con el tiempo ser bastante más que la oportunidad de lucimiento histriónico de dos capocómicos de la estatura de Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman. Allí, en esa colección de veinte episodios –algunos de los cuales no duran mucho más de un minuto– latía, y sigue latiendo, una mirada lúcida y crítica de la realidad como ya el cine peninsular no parece capaz de entregar en nuestros días.
Los primeros años ’60 eran un momento de transición en Italia: el país salía de una economía sustancialmente agrícola para profundizar el proceso de gran industrialización del que ya daba cuenta una película como Rocco y sus hermanos (1960), la obra maestra de Luchino Visconti. Pero mientras el cine italiano de autor reflejaba la tragedia de la disgregación familiar producto de las migraciones internas o la alienación de la burguesía frente al paisaje industrial que describía Michelangelo Antonioni en El desierto rojo (1964), el cine popular de la península abrazaba la máscara de la comedia para cuestionar las consecuencias del milagro económico y los primeros efectos de consumismo en la conformista sociedad italiana de la época.
En ese marco puede seguir leyéndose hoy Los monstruos, que detrás de su multiplicidad de situaciones y personajes tenía todo un ejército de guionistas muy experimentados y, no casualmente, cercanos de una manera u otra al influyente PCI, el Partido Comunista Italiano: la inseparable pareja integrada Agenore Incrocci y Furio Scarpelli (Age & Scarpelli, fogueados junto al mítico Totò), Elio Petri, Ruggero Maccari y el propio Risi, más un joven entonces promisorio llamado Ettore Scola.
Entre todos elaboraron esta impiadosa y desternillante taxonomía del italiano medio, en el que caen bajo el vitriolo de la sátira tanto políticos como clérigos, pasando por padres de familia, maridos cornudos, esposas adúlteras, actores de teatro, directores de cine, astrosos hinchas de fútbol y hasta miserables boxeadores. Porque a diferencia de la sentimental idealización de los pobres que había practicado Vittorio De Sica en Milagro en Milán (1951), el cine de Risi y compañía no perdona a nadie, porque tiene conciencia de que nada embrutece más que la miseria. No es casual que Scola llegara luego por este camino al grotesco de Feos, sucios y malos (1976).
En la tradición de la commedia dell’arte, los cómicos están allí para que caigan todas las máscaras: las de la vanidad, la avaricia, la hipocresía, la doble moral. La canallada es sometida a una suerte de clasificación casi científica en su alcance y expansión y va desde el elegante galán que engaña simultáneamente a tres mujeres en una sola noche hasta el siniestro mendigo que impide que su compañero ciego se cure para evitar la pérdida de las limosnas que conforman su cotidiana fuente de ingresos. Signos del ascenso social y de la modernidad de la época, el efecto narcotizante de la televisión y prestigio falaz del automóvil (¡el Fiat 600!) también caen bajo la picota de Risi y sus amigos.
Mattatori consumados, Tognazzi y Gassman dibujan a todos y cada uno de estos caracteres con una apabullante variedad de registros, que les permite reproducir con rapidez y precisión a esta verdadera colección de cretinos. A diferencia del cómico “de máscara” en la tradición que va de Totò a Roberto Begnini, donde el actor es siempre él mismo, aquí los comediantes asumen infinitas máscaras, al punto que en algunos casos incluso cuesta reconocerlos. En la perspectiva de hoy, el estilo de Tognazzi, más sobrio y profundo, impresiona como más moderno, pero aún en todos sus desbordes Gassman también está impagable, sobre todo en el terrible sketch final, en el que ambos componen a un par de boxeadores a quienes la vida difícil les termina quemando las pocas neuronas que alguna vez tuvieron.
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