Vie 09.12.2005
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ENTREVISTA AL LEGENDARIO EDITOR ARTURO PEÑA LILLO

“Nuestra historia debe leerse al revés para ser entendida”

Es uno de esos editores de raza que ya no abundan. Durante toda su larga vida se dedicó, al frente de la editorial que lleva su apellido, a publicar textos que juzgaba esenciales para comprender la historia argentina. Arturo Jauretche, Rodolfo Ortega Peña, Jorge Abelardo Ramos o Ernesto Palacio fueron algunos de los autores que encontraron en Arturo Peña Lillo el eco necesario para difundir sus pensamientos.

› Por Cristian Vitale

Un cincuentón con barba obrera se para, emocionado, frente a otro hombre de 88 años y le dispara una remembranza. Le dice que él era uno de esos jóvenes que durante la década del sesenta recorría la avenida Corrientes revolviendo estantes en librerías viejas buscando “eso” que escuchaba en casas de viejos peronistas de base, pero que difícilmente encontraba en libros. “Sentíamos al movimiento nacional porque, como decía papá, era algo que los había dignificado... pero mucho no lo entendíamos.” El hombre de 88 años lo escucha, atento, y le da fuerzas para seguir. “Hasta que entré a trabajar en la Italo y ese empleo me posibilitó poder tener una conciencia clara del pensamiento nacional. A la vuelta, estaba su editorial y yo podía llevarme cinco o seis libros a sola firma, y pagarlos cuando pudiera. Esos libros, hoy, son los que leen mis hijos”, sigue. El encuentro transcurre en el día de la militancia y termina con un fuerte abrazo entre el hombre de 88 años, el infatigable editor Arturo Peña Lillo, y el obrero que aprendió a armar el rompecabezas de la patria grande leyendo libros que Don Arturo se jugó en editar a contramano de la intelligentzia. Cuando la hegemonía de la historia era –como casi siempre– mitrista y liberal.
El obrero podía estar hablando de La historia de la nación latinoamericana de Jorge Abelardo Ramos, o de Baring Brothers y la historia política argentina, de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde, o del libro de Alberto Belloni –Del anarquismo al peronismo–. O de cualquiera de los inevitables de Arturo Jauretche –El medio pelo en la sociedad argentina, el Manual de zonceras argentinas, Los profetas del odio y la yapa–. Un combo de abordajes revisionistas que hubiesen quedado relegados si no fuera por la labor de Peña Lillo Editor. “Yo sentí la necesidad que tenía el país de esclarecer la situación nacional de un momento –fines de la década del ’50– en el que los medios de comunicación se burlaban de los trabajadores, mientras la policía perseguía y encarcelaba. Y los militares fusilaban. Buena parte de Argentina había sido silenciada, mientras un grupo exquisito de formadores de opinión dividía al país y callaba a los descamisados, que habían luchado contra el sistema liberal burgués”, expresa Arturo revisitando su faena. “Nunca fui afiliado a ningún partido y, sin embargo, siempre me sentí militante. Expresaba mi militancia a través de la editorial, cuyo objetivo fue el de sistematizar el pensamiento nacional y popular disperso. Fue sencillamente lo que hice, y lo hice con mucho fervor. Muy poco sé de administración de empresas... mi único objetivo era sacar todos los días un libro, costara lo que costara. No me importaba. Felizmente, estuve recogiendo durante los últimos 20 años las expresiones que ustedes –el obrero y muchos más– me brindan. Es el reconocimiento que me justifica seguir viviendo.”
Peña Lillo estuvo al frente de su editorial entre 1954 –cuando debutó con La historia de Argentina de Ernesto Palacio– y 1982. Editó unos 400 títulos y fue difusor insoslayable del pensamiento de una generación que intentó enfrentar a las fuerzas opresoras del establishment tecnocrático y extranjerizante. A la par, “gerenció” algunas revistas que fueron tribuna y espacio libre para periodistas y políticos, como Cuestionario y Quehacer Nacional. Puede decirse que generó las condiciones materiales para dar vuelta la pedagogía colonialista o que enfrentó las intenciones de las clases dominantes. O que trocó con su labor paciente una dicotomía que, pura, poco explica las realidades de los países del tercer mundo (izquierda-derecha) por otra mucho más eficaz y relevante, en tiempo y forma: civilización o barbarie. En este reverso del mundo, y Peña Lillo lo tenía claro, “civilizar” equivale a desnacionalizar. Y por eso actuó en consecuencia... por eso le quemaron parva de libros durante la dictadura. “Cuando fue el golpe de 1976, los libreros me empezaron a devolver muchísimos libros porque les volaban las librerías. Los militares pensabanque el de José María Rosa –La guerra del Paraguay y las Montoneras argentinas– aludía a los Montoneros de la época y lo quemaban. Una vez volaron una librería porque en la vidriera tenía el Medio pelo de Jauretche. Entonces yo aflojé y me fui acobardando.”
–¿Y qué hizo?
–Le dejé la editorial a empleados que la terminaron fundiendo. Y no pude disfrutar del dinero porque, la verdad, nunca tuve. Lo que ganaba con los más vendidos lo usaba para editar otros que se vendían menos. En 1982, cuando la dictadura estaba debilitada, saqué mi última revista –Quehacer nacional– y desde sus páginas por supuesto se criticaba a la dictadura, pero zafé porque en ese momento ya era difícil desaparecer a un conocido.
–¿Cómo empezó su interés por los libros?
–De chico iba a librerías viejas y revolvía libros de Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Roberto Arlt, libros raros. Eran los años 30, cuando la radio era una cosa experimental y el medio de mayor influencia era el libro. A través de él se expresaban las grandes teorías políticas. En esa época el mercado estaba saturado de libros anarquistas, porque los diarios –La Razón, La Prensa o La Nación– eran completamente anodinos y comerciales. Expresaban los intereses de los grandes poderes económicos. Entonces, para expresar ideas al margen del sistema, tenías que escribir un libro.
La infancia de Peña Lillo fue difícil. Su padre, un proletario español admirador de José Antonio Primo de Rivera y la España reaccionaria, enloqueció cuando él tenía 12 años y tuvo que salir a ganarse el pan desde chico. “Yo vengo de origen obrero, mi padre era foguista de la compañía Mihanovich, hasta que se volvió loco. Entonces, tuve que hacer lo que tenía que hacer para poder sobrevivir, mientras leía de manera informal, sin haber llegado a sexto grado”. Trabajó de lavacopas, de zapateador americano hasta que consiguió un puesto en una imprenta. “Andaba mucho en la calle. Mi formación fue determinada por las circunstancias. Nunca tuve una vida ordenada, organizada y sistemática. No tuve la oportunidad de ir al secundario y menos a la universidad.”
–Era difícil acceder al mundo editorial en esas condiciones. ¿Cómo se involucró?
–Un día, en 1939, me vestí con carteles llenos de pensamientos. Aproveché, porque era una época de escritores muy petardistas, que gustaban de la frase “la historia se escribe con sangre” de Nietzsche. Me puse un sobretodo, salí a la calle y me lo saqué frente al diario Crítica para llamar la atención. Al otro día, sacaron un montón de crónicas sobre mi actitud y conseguí un trabajo en los talleres de la revista Radiolandia. Fui delegado gremial y tenía participación activa en las huelgas, hasta que un día el dueño me llamó y me dijo “si el sueldo no le alcanza deje de ir al cine o apriétese el cinturón” y me rajó. En esa época no existía una organización en la que el delegado fuera intocable. Al primero que echaron fue a mí.
El próximo escalón de Peña Lillo fue una editorial francesa en la que también trabajaba Rodolfo Walsh. Permaneció en ella siete años y vio pasar, desde ahí, la revolución de junio de 1943, el 17 de octubre del 1945 y el ingreso de las masas obreras a la arena política argentina. Pero él estaba del lado de la Unión Democrática. “Viví el 17 de octubre ajeno al movimiento de masas que se estaba gestando. Yo era empleado de la editorial y estaba comunicado con una organización de editoriales de izquierda. Fue una desgracia la actitud del Partido Comunista, porque no nos orientaba, no nos decía la expresión popular que tenía el peronismo. Ellos decían que era la barbarie que había salido a la calle. El partido estaba completamente despistado ideológicamente”, evoca.
–¿Cuándo se inscribe dentro del pensamiento nacional, entonces?
–Poco antes de la caída de Perón empecé a tener relación con pensadores del campo nacional y, cuando cayó, tomé partido. Fue una revelación para mí.
–¿Por qué?
–Porque Perón tomaba medidas que uno veía como macanudas, y sin embargo había que criticarlas. Era una gran paradoja, porque uno era obrero y estaba obligado a estar en contra de expresiones absolutamente obreras. Tenía que alinearse en la ideología liberal y cipaya. Era un contrasentido eso, y yo empecé a darme cuenta del error. En 1954, al editar la historia argentina de Palacio, me conecté con Jauretche, adherí a la causa nacional y me aislé de mis ex compañeros, que nunca más se me acercaron.
–Después vino la Libertadora y, con ella, la persecución a los obreros, la resistencia, la censura y los fusilamientos. Buena época para editar libros de esa tendencia.
–(Risas.) Era un desafío porque el peronismo, como vehículo mayoritario de liberación nacional, no tenía una bibliografía que expresara sus ideas independentistas. Todo se vivía de una manera muy espontánea, sentimental y mediante discursos oficiales. Pero intelectualmente era necesario analizar un fenómeno como ese fuera de los esquemas liberales y de los discursos. Es una tarea que inician Spilimbergo, Abelardo Ramos, Jauretche. Los análisis que hace la izquierda nacional son reveladores y apabullantes... son nuevas ideas que a uno lo apasionan y por eso las apoyé desde mi lugar.
–¿Qué libros podría resaltar de los tantos que editó?
–Uno es el de Palacio. El dato me lo pasó el anarquista español Diego Abad de Santillán en 1953. Me dijo que en el futuro iba a ser un best seller. Yo le dije “pero es una nacionalista” y me respondió “no importa, usted léalo igual”. Entonces fui a ver a Palacio, que no tenía un peso, le anticipé unos derechos y lo terminó de hacer. De hecho, se transformó en el libro más requerido durante toda la época que tuve la editorial. Cuando vino Perón en 1973, sacaba una edición por semana. Se agotaba enseguida. Otro podría ser Los profetas del odio y la yapa, de Jauretche.
–El que habla de la colonización pedagógica y de la traición que llevó a Bernardo Houssay a ganar el Premio Nobel de Medicina.
–Claro, porque Houssay era uno de los referentes intelectuales y científicos de la Unión Democrática y Jauretche denuncia que, en realidad, el descubrimiento real sobre la utilidad de la insulina no le correspondía a él sino a un integrante de su equipo, el doctor Alfredo Biassotti. Pero había que hacer figurar a Houssay, porque éste adhería a la UD y su supuesto descubrimiento dejaba bien parado al frente antiperonista ante el mundo. Nuestra historia debe leerse al revés para ser entendida. A esto le dediqué toda mi vida.

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