ENTREVISTA AL HISTORIADOR JOSé LUIS MORENO
En su libro Eramos tan pobres... De la caridad colonial a la Fundación Eva Perón repasa cómo y por qué la pobreza fue distinta en cada período histórico y cuáles fueron los roles de la Iglesia Católica y sus cofradías, de la Sociedad de Beneficencia y del Estado.
› Por Silvina Friera
¿Quién no recuerda los sketches de Borges y Alvarez? Alberto Olmedo y Javier Portales se sacaban chispas, además de dar cátedra de actuación a la hora de subrayar el arte de improvisar. El Negro, que tenía un repertorio de frases que se impondrían en el imaginario colectivo, afiló al máximo su ironía cuando decía, a modo de remate, “éramos tan pobres”. El historiador José Luis Moreno, actual director del Archivo General de la Nación, recuperó esa frase para titular su último libro, Eramos tan pobres... De la caridad colonial a la Fundación Eva Perón (Sudamericana), publicado en el marco de la colección de divulgación Nudos de la Historia Argentina, una investigación en la que se repasa “cómo” y “por qué” la pobreza fue distinta en cada período histórico y cuáles fueron los principales protagonistas, la Iglesia Católica y sus cofradías, la Sociedad de Beneficencia y el Estado, que actuaron en la asistencia de los más necesitados. El historiador, que afirma que durante siglos fue mucho más fácil entrar al círculo de la pobreza que salir de él, despliega una suerte de cartografía de los excluidos del mapa social: los “pobres de solemnidad”, reconocidos por un sector de la sociedad y susceptibles de recibir ayuda y misericordia; los “pobres vergonzantes”, que habían pertenecido a la casta de los blancos, pero cuya dignidad les impedía mendigar o visitar a los vecinos ricos de puerta en puerta solicitando limosna; el vago o “malentretenido”, que era objeto de persecución, y que en los documentos históricos se definía a veces indistintamente como vagabundo, mendigo y atorrante, los mismos que a fines del siglo XIX fueron designados con el mote de linyeras o crotos; los trabajadores explotados en las zonas de obrajes madereros del norte de la provincia de Santa Fe, Chaco y en la región oriental de Jujuy, y de los ingenios azucareros de Tucumán; los “humildes”, reivindicados por el peronismo, los “cabecitas negras”, para las elites y parte de la clase media.
Después de comprobar que con anterioridad a 1960, año en que se realizó el primer censo que relevaba las necesidades básicas insatisfechas, es imposible cuantificar qué parte de la población era pobre y qué parte indigente, Moreno plantea en el libro uno de los nudos más difíciles de desatar. “De algún modo la pobreza ha quedado oculta gracias a las representaciones simbólicas operadas en el seno de la sociedad y a las que las elites gobernantes no han sido ajenas”, explica el historiador. “En el país era posible ‘hacer la América’, la Argentina era ‘el granero del mundo’, el país de la movilidad social, ‘el único país de América latina no superado por ningún otro en cuanto a volumen de sus clases medias’, ‘en este país no come el que no trabaja’, entre otras verdades o mentiras a medias, según el ángulo bajo el cual se las mire.”
Desde la óptica de los actores que tuvieron roles claves en la asistencia social, el libro se concentra en dos momentos fundamentales: la creación de la Sociedad de Beneficencia (SB) en 1823, nacimiento, según subraya el historiador, asociado a un hecho de por sí “revolucionario” como fue la incorporación de la mujer al manejo de la cosa pública, y la Fundación Eva Perón, que distinguió entre limosna y ayuda social, estableciendo por primera vez la diferencia en un plano político. “Si la limosna se daba discrecionalmente, la ayuda se otorgaba de modo racional. La ayuda recuperaba al individuo para la sociedad y no lo dejaba donde estaba, como la limosna.”
En la entrevista con Página/12, Moreno recuerda una charla que tuvo con el director de la colección, el historiador Jorge Gelman, anécdota que viene a cuento para ilustrar las aristas que tiene el tópico de la pobreza en el país. “Me dijo con franqueza que el tema de la pobreza no vende entre la clase media. Si yo ponía un título del estilo ‘Historia de la pobreza en Argentina’, no lo compraba nadie –bromea Moreno–. No nos engañemos, a pesar de que soy un profesional, la realidad no sólo me influye sino que me altera. Había que buscarle un título un poco más atractivo. Y en ese momento se me ocurrió la frase que decía Borges, el personaje que interpretaba Olmedo. Era una ironía que hacía que todo el mundo la festejara, y quedó muy arraigada en el imaginario del público argentino. Cuando sugerí ese título, pensé que la editorial no lo iba a aceptar. Me parece que es un buen título porque siempre fuimos un país de mucha pobreza, a pesar de que los símbolos y algunos hechos pueden indicar lo contrario. Pero también quería homenajear a Olmedo, que concibió la frase de una manera tan sarcástica.”
–¿Por qué la pobreza no vende?
–Como éste es un país de movilidad social, la gente que antes fue pobre conoce cuáles son los problemas y carencias de la pobreza. Y se le teme. Los miedos tienen mucho más peso en los hechos históricos de lo que estamos dispuestos a reconocer. El miedo a ser pobre, lamentablemente, no lo podemos demostrar con evidencias empíricas. El hecho de haber pasado la crisis del 2001, donde hubo sectores de la clase media que está comprobado estadísticamente que descendieron socialmente, que se quedaron sin trabajo, sin casa, sin horizontes, hace que la pobreza sea mucho más urticante.
–Quizás ese miedo también explique en parte que se vea con resquemor, como advierte en el libro, a los cartoneros.
–Sí, exactamente. En realidad siempre hubo un sector marginal que hacía un trabajo que era socialmente aceptado, como el botellero, que juntaba las botellas en un carro y se las llevaba, igual que el cartonero. El problema es que en relación con la población, los botelleros del pasado no eran tantos como los cartoneros que aparecieron después de la crisis de 2001. Se confunden elementos que están integrados a la sociedad, como el tema de la inseguridad, y entonces alguien que está mal vestido despierta temor. Y la gente se cierra y lo rechaza. En este tipo de caracterizaciones siempre aparecen los prejuicios. El “cabecita negra”, que fue un clásico de un período, expresa conflictos que están latentes en la sociedad. No hay ninguna sociedad que no tenga conflictos, aunque a veces estén de un modo subyacente y algún elemento impensable hace que estallen. Pero el conflicto está, y para reconocerlo no hace falta ser marxista. Yo de hecho no me considero marxista, tampoco rechazo al marxismo, pero me parece que el conflicto es parte de la energía social.
–¿La clase media hoy tiene esa “doble mirada” profundamente contradictoria que usted recuerda que tenían las elites durante la colonia en cuanto a la pobreza?
–Creo que hay sectores de clase media, y sobre todo la media baja, que son terriblemente prejuiciosos respecto de las clases bajas. Todavía seguimos escuchando que los que viven en la villa están allí porque quieren, porque están cómodos. Esos sectores, desde el punto de vista de los ingresos, están muy cercanos, casi se tocan. No me gusta hacer generalizaciones no teniendo bases empíricas, pero hay un tipo argentino de clase media que es muy egoísta, que solamente se mira el ombligo y no le importa otra cosa. Es el que disfrutó “la plata dulce”, el uno a uno, que siempre acompañó ciertos procesos que a priori sabía que en algún momento iban a estallar, pero mientras los pudiera aprovechar, lo haría. Por supuesto que hay otros sectores de clase media que son muy sensibles, y que a veces están en la Iglesia, hay que reconocerlo. Hay aspectos de la clase media que son laudatorios, como la capacidad de incorporar cultura, pero también tiene sus grandes defectos. Esta última crisis ayudó a que ciertos prejuicios y problemas se agudizaran. Aunque no estoy diciendo, ojo, que la historia se repite.
–Quizá lo que persista sea esa idea de que la ayuda social del Estado lo único que consigue es que “los pobres no quieran trabajar”.
–Hay lugares del interior, pequeños pueblitos en provincias pobres como Salta, Catamarca, Jujuy, La Rioja y Santiago del Estero, que si no tienen plan no hay ninguna alternativa laboral. El monto de los planes que reciben no alcanza para crear cooperativas, iniciativas que han desarrollado, por ejemplo, los cartoneros. Pero después está el otro aspecto, que tiene que ver con la capacidad de absorción del mercado laboral. A pesar del crecimiento de los últimos años, la capacidad de absorción del mercado laboral no fue suficiente para absorber un porcentaje importante de la población desocupada, y es ahí donde se generan los bolsones de clientelismo que son aprovechados por algunos políticos. A pesar de los defectos de la asistencia del Estado, a pesar de que es imperfecta y podría ser mejor, creo que sin esas políticas sociales los pobres estarían mucho peor.
–Lo que sorprende al leer su libro es que haya sido Rivadavia el creador de la Sociedad de Beneficencia, que le otorgaba al Estado un rol institucional permanente. ¿Por qué un liberal se preocupaba entonces por la pobreza?
–En Europa la filantropía también se dio en el seno del liberalismo, con dos caras. Por un lado, tratar de controlar toda la masa de marginales y desocupados que aparecían en las ciudades y que generaban problemas de seguridad, y por otro, la ayuda era una manera de reinsertarlos en el sistema productivo. El criterio era utilitario, si se lo comparaba con otro tipo de beneficencias asociadas sobre todo al catolicismo, que le daba una pátina humanista que no tiene necesariamente la mirada liberal. Rivadavia es la prueba de lo que fueron siempre las elites en el país: liberal, pero al mismo tiempo muy católico, aunque planteaba que la Iglesia tenía que estar separada del Estado. Lo más novedoso de todo era que Rivadavia incluía la educación de las mujeres. Eso me parece que es lo que habría que subrayar varias veces, porque para el período era francamente revolucionario. El concibió a la Sociedad de Beneficencia como un instrumento financiado por el Estado, pero administrado por las mujeres. La Sociedad de Beneficencia fue el instrumento de política social más importante de la Capital Federal, pero también diría que de todo el país, porque los estados provinciales asumieron tardíamente su rol asistencial.
–Parece que el Estado, a lo largo de la historia, no tuvo capacidad para planificar, para actuar en vez de reaccionar ante la pobreza...
–Lo que queda claro en el libro es que el Estado siempre va detrás de los acontecimientos, lo cual en la Argentina no parece ninguna novedad, pero cuando lo miramos históricamente nos damos cuenta de que muchos de nuestros problemas vienen del pasado. El Estado siempre pone paños fríos cuando la cosa está que arde.
–Excepto, como subraya en el libro, durante el período peronista, cuando emerge una visión política distinta.
–El gran cambio que trajo el peronismo fue considerar a la pobreza como un problema. Antes era algo dado, parte del “orden natural”. La idea de un Estado Benefactor recién está presente con el peronismo. El proyecto del secretario de Salud Pública, Ramón Carrillo, estaba muy bien elaborado. Pretendía tener una medicina socializada y caminó hasta donde lo dejaron porque chocó con los intereses de los gremios, inclusive también con Evita, que era una mujer de acción. Igual esas tensiones no me parecieron un elemento importante de estudiar porque esa forma tan intensiva de trabajar desde la Fundación Eva Perón tenía una motivación política, pero también personal. Evita había nacido en un hogar pobre y era hija ilegítima. Es decir que tenía todo el estigma social de los pobres. Sin hacer teoría psicoanalítica barata, hay elementos de la infancia que a uno lo marcan para siempre. Su pobreza, la falta de una familia “normal”, incidieron en el trabajo de la fundación. Creo que Evita era una obsesiva por hacer cosas desde lo político, tenía una capacidad de trabajo infernal.
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