LLEGARON LOS TURISTAS, DE ROBERT THALHEIM
El film examina no tanto el pasado nazi como sus ecos en el presente, a partir del trabajo de un joven en el centro turístico que funciona donde estuvo el campo de concentración.
› Por Horacio Bernades
LLEGARON LOS TURISTAS
(Am Ende Kommen Touristen, Alemania, 2007)
Dirección y guión: Robert Thalheim.
Fotografía: Yoliswa Gärtig.
Intérpretes: Alexander Fehling, Richard Ronczewski, Barbara Wysocka y Piotr Rogucki.
Estreno en proyección DVD, en los cines Arteplex Centro y Belgrano, y Duplex Caballito.
Tras una ola de films históricos (representados por La caída y Sophie Scholl), últimamente el cine alemán parece más interesado en explorar la sobrevivencia del nazismo en el presente, antes que su pasado cristalizado. Vertiente más interesante y potencialmente más urticante. Por más que la propia película lo malbaratara, ese planteo podía adivinarse, en germen, en la reciente Cuatro minutos, en el papel de la ex carcelera de campo de concentración reciclada como profesora de música de un correccional. El lector, una de las candidatas al Oscar, presenta un personaje semejante, interpretado por la nominada Kate Winslet. Es verdad que no se trata de un film alemán, pero se basa en la novela homónima de Bernard Schlink, escritor de ese origen. Estrenada en su país un par de temporadas atrás, Llegaron los turistas pule la agudeza, abordando un ángulo complicado: la reconversión de los campos de concentración en centros turísticos. A partir de ese motivo, la película disemina la pregunta sobre la verdadera voluntad, por parte de la contemporaneidad, de reconectarse con un pasado que, como agujero negro, parecería absorber toda luz.
En Alemania, los jóvenes pueden elegir entre el servicio militar y el llamado “servicio social”, que se presta, a lo largo de un año, en el país o el exterior. Para cumplir con él, el protagonista, Sven, elige cierto pueblito olvidado del interior de Polonia, llamado Oswiecim. Es el mismo sitio que desde el 1º de septiembre de 1939 los alemanes llamaron, hasta el fin de la guerra, Auschwitz. A una Oswiecim soleada y apacible, aparentemente lejana de toda sombra, llega Sven. Le asignan el cuidado de un anciano del lugar, que vive en una pensión. Huraño y gruñón, Stanislav Krzeminski sabe hablar alemán. Pero delante de Sven prefiere hacerlo en polaco, ignorando al muchacho en ocasiones y usándolo en otras poco menos que como sirviente personal. “Un alemán que no lleva reloj”, se burlan el viejo Stanislav y sus amigos, cuando descubren que Sven no sabe qué hora es. En otros casos el rechazo es algo más virulento. “¿Me echás de mi habitación, para dársela a un alemán?”, reprocha, airado, un joven del lugar, cuando su hermana, que trabaja como guía en el Museo de Auschwitz, decide alquilarle la suya al visitante.
El joven realizador y guionista Robert Thalheim maneja con sutileza los hilos que conectan pasado y presente. Sobreviviente de Auschwitz, Krzeminski trabaja reparando las valijas que se exhiben en el museo del campo, las mismas que los nazis confiscaron a los prisioneros ricos. Al comenzar un plan de racionalización que conlleva el despido de empleados locales, la política laboral de una planta química alemana reabre heridas que nunca cerraron del todo. “Ustedes hacen lo mismo que los comandantes del campo”, recrimina el desconcertado Sven, al enterarse de los despidos. Mientras, los nuevos pasantes de la planta oyen las charlas que el viejo Stanislav da sobre la vida en el campo de concentración, sin preguntas para hacerle. Encargada de supervisar las charlas, una directiva se deshace, ante el sobreviviente, en genuflexiones adulatorias. Pero en el fondo, para ella, ese no es más que un trámite que hay que cumplir pronto, para sacárselo de encima cuanto antes.
Aunque el tono sea menos opresivo, aunque no se apunte aquí al clima francamente paranoide de aquélla, el modo en que Llegaron los turistas actualiza la cuestión, tirando de un hilo sumamente delgado, la vincula con el film francés La cuestión humana, que planteaba continuidades entre el nazismo y la gran corporación capitalista contemporánea. A diferencia del film de Nicholas Klotz, que desarrollaba un sistema especulativo cerrado y autosuficiente, Thalheim prefiere reabrir heridas que el final deja deliberadamente sin cerrar, tal como sucede con la propia memoria del horror. En ese final, el representativo joven, que no tiene idea de qué hacer con su futuro, decide quedarse un tiempo más en Auschwitz, en compañía del pasado. O lo que queda de él: unos últimos sobrevivientes, un muro, algún monumento conmemorativo, futuros químicos ahistóricos, pelotones turísticos.
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