Sáb 14.03.2009
espectaculos

OPINIóN

Pólvora de estrellas

› Por Eduardo Fabregat

Esta semana, en el sitio web Los Trabajos Prácticos (www.bonk.com.ar/tp/daily/1323/pablo-valle-es-breve), Pablo Valle fue tan breve como agudo, en una bonita tipografía dibujada que señala: “No recuerdo que Susana haya pedido pena de muerte para Carlitos Monzón”. Es un gran resumen para el tema que dio vueltas y vueltas en la pantalla catódica durante toda la semana, del cual sólo se salvaron –y habría que chequearlo– los chefs del Gourmet.com, Dora la Exploradora y las suricatas de Animal Planet. Además, la seguridad de las suricatas no parece muy en peligro.

Aunque nunca se sabe. Si uno se atiene al panorama que dibujan las declaraciones de la perfumada colonia artística (“¡Salimos a la calle y nos asesinan!”), bien podría suceder que un pibe chorro pasado de paco entrara a Temaikèn, le pidiera las llantas al suricato vigía y lo recagara a tiros, para luego salir por la puerta trasera de la comisaría. A la farándula, esto es fácil de comprobar en varias décadas de existencia, no le gustan las medias tintas. Le place dar espectáculo. Salir del set, del escenario, del decorado berreta o hiperproducido, para acercarse al común y mostrar que son de carne y hueso. Y de pasiones y sentimientos. “Se sacan” como Pepe el verdulero y Carlos el tachero, uno en contra del piquetero del campo y otro en contra del piquetero del conurbano. Las estrellas también se indignan, vea. Un día Susana, al toque Sandro, después Marce y al rato el Facha Martel y de sobrepique Jacobo Winograd, ex estrella de la troupe de Mauro Viale. La calidad del debate está asegurada.

(Duele que en ese lote aparezca el Flaco, que le da semejante valor a la vida en sus canciones, en su poética, en su discurso, y de golpe y porrazo hable de un balazo en la cabeza.)

El repentino interés de las estrellas en una parte tan complicada del tejido social no deja de ser legítimo. Son personas, al cabo. Ciudadanos. Nada debe coartarles el derecho a expresar su opinión, pero también sería bueno que midieran el hecho de que no están hablando en el bar de la esquina sino en los oídos de millones (y que Chizito analizando el flagelo de la inseguridad es demasiado). “¿Por qué yo tengo que vivir con custodia?”, se pregunta la estrella con picos de 40 puntos de rating que elogia la tolerancia cero de Nueva York “con el alcalde Bloomberg” (en realidad fue Giuliani, pero el lapsus es comprensible), como si las estrellas televisivas neoyorquinas pudieran pasearse por Harlem exhibiendo su reloj de oro. Un famoso en realidad está inseguro en cualquier lugar del mundo, pero, ¿cómo perderse esta oportunidad de protestar por la parte menos agradable del estrellato, y de paso hacer sentir al común que son iguales, que la fama es puro cuento, que sienten y piensan lo mismo?

(Y no está mal recordarlo de nuevo: “lo mismo” se resume en la frase primigenia, “Quien mata debe morir”, de la pensadora argentina María Susana Giménez.)

Y entonces, esta semana las estrellas –y no tanto– hablaron y hablaron, salieron de sus cómodas existencias en paraísos custodiados para indignarse porque nos asesinan, señores, ¡nos asesinan! Y el gobierno no hace nada, y la Justicia no hace nada, y todos saben dónde se vende la droga, y hay que ponerse en el lugar del que le matan un ser querido –el decorador o el personal trainer, por ejemplo– y, bueno, hay que decirlo, no estoy a favor de la pena de muerte, pero hay que matarlos a todos, para que no vuelvan a salir por la puerta de atrás.

Uno a veces se asombra de la estupidez que puede campear en ciertos programas de TV, pero hasta eso palidece al lado de lo que pueden decir sus responsables cuando intentan poner un pie en la vida real.

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Del otro lado del mundo, otras estrellas salieron a dar su opinión sobre otra clase de delito. En la Featured Artists Coalition militan personajes de la talla de Annie Lennox, Peter Gabriel, Mick Jones (The Clash), Dave Rowntree (Blur), Ed O’Brien (Radiohead), Robbie Williams, Fran Healy (Travis), Nick Mason (Pink Floyd) y Billy Bragg: ésas son algunas de las firmas estampadas en un comunicado en el que le solicitan al gobierno británico que no avance en la idea de tipificar como delito la descarga ilegal de canciones. “La industria discográfica británica aún transita el camino de criminalizar a la gente por bajarse música”, señaló Bragg, viejo militante de causas sociales. “Si seguimos ese camino, estaremos siendo parte de un intento proteccionista. Es como tratar de meter de nuevo la pasta dentífrica en el tubo. Nosotros estamos del lado del público, del consumidor”, dijo.

La iniciativa de los músicos ingleses apunta a un hecho específico, la persecuta policial con respecto al download, pero tiene claro que hay un horizonte más amplio. “Los artistas deberían ser los poseedores de los derechos sobre su música, y decidir cuándo algo es gratuito y cuándo algo debe pagarse”, dijo Bragg. Es que la FAC puede enfrentarse al poder industrial, pero tampoco come vidrio: entre sus reclamos está el de que YouTube y MySpace paguen por la utilización de sus obras. La movida de la organización que nuclea a 140 músicos intenta abrir ese debate que la industria tiene siempre clausurado: por qué las canciones que escribió y grabó una persona son propiedad de otras personas que rara vez agarran una guitarra o pisan un estudio de grabación. Mientras la discusión se concentra en cuántos juicios hay que iniciar para que la gente se asuste lo suficiente, queda poco margen para hablar de por qué –como bien señaló el productor y músico Steve Albini en su informe “The problem with music”– el abogado que trabajó en las cuestiones legales de un contrato discográfico gana más que el guitarrista del grupo contratado.

En los últimos tiempos, el monstruo que preocupa a la industria se fue convirtiendo en un valioso aliado de los músicos. Los riesgos de la experiencia independiente están atenuados por las posibilidades de difusión que ofrece la web, el contacto directo entre el músico y su potencial público que permite evadir la noria de los sellos, antes inevitable. Un músico que no depende exclusivamente del contrato con la major para darse a conocer retiene la propiedad de sus canciones, un derecho que ya nadie debería discutir. Y puede considerar cobrarle al público un precio menos abusivo que el que se registra en disquerías y sitios de descarga legal. Pero algunos prefieren seguir intentando meter la pasta de dientes dentro del tubo. Una actitud casi tan necia como salir a pedir la muerte en vivo y en directo.

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