ENTREVISTA A LA ESCRITORA ALEMANA JULIA FRANCK
La autora presentará hoy en la Feria La mujer del mediodía, una novela con la que, asegura, logró exorcizar sus traumas familiares. Hay allí una historia de orfandad y de pérdidas, que se cruza con las múltiples marcas culturales del nazismo.
› Por Silvina Friera
Julia Franck trasmite serenidad cuando habla, una armonía interior que seguramente alcanzó después de haber escrito La mujer del mediodía (Tusquets), novela con la que logró exorcizar sus traumas familiares. Las heridas ya no supuran. No quedan llagas, aunque los temas que elija esta joven autora sean, en el fondo, variaciones de una misma música, estribillos que se articulan en torno del sentimiento de orfandad y de pérdida. La escritora alemana parece una niña que se escapó de un cuento de los hermanos Grimm con la punta de los zapatos grises, tipo guillermina de colegiala, que se aproximan formando el vértice de un triángulo cada vez que responde una pregunta a Página/12. Como la abuela paterna de Franck, que dejó a su padre, Helene –la enfermera protagonista de la novela– huye de la ciudad de Stettin hacia Berlín tras ser violada sistemáticamente por los soldados rusos. Apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, abandona a su hijo Peter de siete años en el andén de una estación de tren. ¿Cómo una mujer que se dedica a ayudar a los demás, que alivia dolores, deja a su hijo? “Ahora vuelvo, espérame aquí”, le dice. Y se va. El prólogo resulta estremecedor. Se intuye que se está tocando un punto neurálgico, íntimo y político, y no se puede dejar de leer de un tirón las 432 páginas del libro.
La mujer del mediodía, ganadora del prestigioso premio Deutsche Buchpreis 2007 que otorgan los libreros y editores alemanes, está estructurada en tres partes más un epílogo amargo, duro, sin el más mínimo margen para que se pueda filtrar una esperanza de unión entre madre e hijo. No hay abrazo, ni miradas, ni palabras. Ni siquiera un atisbo de cariño, esa palabra que en la novela parece pertenecer a una lengua extranjera. De la estación de tren donde Peter se queda esperando en vano el regreso de su madre se asiste a un flasback que reconstruye la infancia de Helene y su hermana mayor, Martha, en el seno de una familia burguesa venida a menos en un pueblo de provincia. Hijas de un imprentero de prestigio en la comunidad y de una judía extravagante que colecciona plumeros y cuanto objeto encuentra por las calles, sin reparar en la existencia de esas niñas, las hermanas perderán al padre, que muere al poco de regresar, sin una pierna, de la Primera Guerra Mundial. Con la madre sumida en una locura que no tiene retorno y el negocio de la imprenta en bancarrota, deciden irse a vivir con una tía rica a Berlín. Son los años locos, felices, del jazz, la cocaína y las fiestas hasta altas horas de la madrugada. Esa felicidad a cuentagotas dura poco. Martha se hunde en sus adicciones; Helene se enamora de un estudiante de letras, pero terminará en manos de un hombre despótico, nazi de la punta del pelo al dedo gordo del pie, que modifica los papeles y partidas de nacimiento de Helene para que no salte la chispa del “origen impuro” de su mujer.
“La escritura de la novela coincidió con el nacimiento de mi segunda hija –cuenta Franck–. Para mí fue muy importante clausurar este relato que se venía arrastrando entre dos generaciones, no sólo desde el lado de mi padre, que había sido abandonado por su madre, sino desde el lado de mi madre, en el que hubo una historia similar. La ficción era una manera de romper con esta cadena de abandonos; gracias a la literatura pude cerrar este agujero negro en mi vida. Yo no conocí a mi abuela paterna y prácticamente tampoco a mi padre, que murió a los 39 años, de un tumor cerebral, y que fue incapaz de vivir con una mujer. La literatura me permitió ponerle un punto final a esta trama de abandonos.” La historia atípica de su familia se completa con otro detalle biográfico. Franck nació en Berlín (Este) en 1970. Junto con su madre, una actriz sin trabajo, y sus tres hermanos, se escaparon de la RDA y aterrizaron en la República Federal en 1978. Sin dinero, durante años sobrevivieron gracias a la asistencia social.
–¿Qué desafíos tuvo que afrontar al escribir una novela que se mueve entre silencios, entre lo que no se puede decir? Helene no puede decir que es judía, no puede decir que la hermana es lesbiana, hay varios “no se puede decir”.
–Pensé que no sería apropiado escribir desde la perspectiva de la primera persona porque el monólogo no cuajaba con esos silencios. Opté por la doble perspectiva: en el prólogo y en el epílogo aparecen la mirada de Peter, del chico abandonado, pero en el cuerpo de la novela tenemos la mirada de Helene. Hasta qué punto como escritora podía acercarme a esa madre sin tener un discurso psicologizante, sin establecer relaciones causales, que es lo que suele hacer un narrador omnisciente. Para evitar ese peligro, trabajé sin usar las comillas. Tomo la perspectiva de la mujer, pero justo en el límite; no sabemos si es lo que ella está pensando, queda la duda. Esto me permitió transmitir la atmósfera, todo lo que se siente, se oye, se escucha y se ve. El hecho de no utilizar los guiones para los diálogos me permitió subrayar lo que puede generar, por ejemplo, una pregunta simple del chico, cuando quiere saber qué son los judíos. La respuesta de Helene tiene que ver con su carga cotidiana como enfermera, pero no le puede decir la verdad.
–El huérfano carga con una especie de culpa por haber sido “abandonado”. ¿Trabajó de modo deliberado este peso de la orfandad con el que lidian como pueden los personajes?
–Sí, tanto la orfandad como el abandono, ya sea de personas o de lugares, son temas arquetípicos que siempre están en todas mis novelas a modo de variaciones de una misma música. Cada vez que me siento a escribir una nueva novela, creo que voy a escribir algo distinto, pero a medida que van pasando las páginas me doy cuenta de que mi escritura no puede escapar a la condensación de estos motivos. No sólo es un motivo literario, sino también una motivación para escribir. Mi abuela materna es judía y tiene 94 años. Aunque venía de la alta burguesía, se enamoró en Italia, pero por las leyes raciales de ese momento no pudo casarse. Y se vio obligada a ser madre soltera; el padre de sus hijos murió poco antes de que terminara la guerra. Estas experiencias de abandono y muerte, el hecho de que no haya conocido a mi padre y que cuando le preguntara a mi madre por qué no vivíamos con él, me respondiera que no podía estar con mujeres, marcaron mi infancia y adolescencia.
–Más que mujeres frías, los personajes femeninos de la novela parecen “anémicas emocionales”. ¿A qué atribuye esa incapacidad de poder dar cuenta de lo que sienten?
–En contraposición justamente a la tradición literaria romántica, donde la mujer siempre aparece como la madre ideal y perfecta, lo que puede entenderse como una actitud fría en esta novela tiene que ver con el carácter de esta mujer que tiene ambiciones en la vida. Ella es consciente de que tiene que lograr su independencia económica, poder alimentar a su hijo y elegir cómo quiere que sea su vida. Esta voluntad de tener las riendas de su vida, el esfuerzo y el desafío que todo eso demanda generan una tensión en el personaje, que no encuentra un modelo previo. Es una figura de mujer nueva, cuando antes todo estaba dado y construido desde y por el hombre.
–Wilhelm es uno de los personajes más revulsivos y polémicos de la novela por su discurso en torno de la pureza racial y la sangre alemana. ¿Qué tipo de debate generaron este personaje y la novela en Alemania?
–El personaje de Wilhelm generó ciertos resquemores porque representa la arquetípica figura del hombre de esa época, que no sólo tenía el poder y la palabra dentro de la familia, sino que quería determinar la que iba a ser la identidad de su mujer. El aspecto de cómo está tratada la relación lesbiana de la hermana de Helene también sorprendió mucho. Si bien hoy en día es un tema que se toca abiertamente, a la gente mayor de 60 años le cuesta asumir que hayan existido relaciones entre mujeres en ese período. Los lectores mayores expresaron su pudor por esa relación, pero también porque la cuenta una escritora mujer. Otro tema que indignó bastante a los lectores fue que esperaban que la novela tuviera un final feliz. Me preguntaban si no había posibilidades de que la madre se quedara con el hijo. El hecho de que no existiera la posibilidad de un final feliz da cuenta de cómo cambió la estructura familiar en los últimos cien años. Lo que se espera de una mujer, de su responsabilidad, ya no está inscripto únicamente en el marco de la familia. La mujer sola, que tiene que trabajar, cambia su manera de relacionarse con el mundo.
–¿Qué tipo de marcas y herencias persisten del nazismo en la sociedad alemana?
–Los alemanes son muy sensibles al tema del nazismo. Se refleja muy fuertemente respecto de quién puede o no hablar del pasado, quién es una voz autorizada, quién es legítimo que pregunte por determinadas cuestiones. Mi novela generó un asombro extra porque yo no había revelado que vengo de una familia judía. Hubo cierto estupor por el hecho de que una autora como yo, una chica joven que suponían que no podía ser judía, hablara justamente de estos temas. Es como si hubiera tenido que publicar la novela poniendo entre paréntesis escritora judía, algo absurdo, para tener derecho a hablar. Y esto da cuenta de la hipersensibilidad que genera el pasado, de las responsabilidades y la culpa social que aún sienten los alemanes.
* Julia Franck presenta La mujer del mediodía hoy, a las 19.30, en la Sala María Esther de Miguel de la Feria.
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