JUAN JOSé MILLáS Y LOS RELATOS DE LOS OBJETOS NOS LLAMAN
Para el autor español, la escritura significa una forma de autoanálisis, “y a medida que uno hace ese autoanálisis también va cambiando e interactuando con su propia escritura”. Su libro permite asomarse a un curioso doblez de la realidad.
› Por Silvina Friera
Cuando Juan José Millás saluda, fresco y radiante como si recién se hubiera despertado de la siesta, dan ganas de pedirle que se saque inmediatamente los zapatos para comprobar si lleva dos pares de calcetines, uno de lana y otro de nailon, para llevar “mejor sujetos los pies”, como uno de los protagonistas de su reciente libro de cuentos, Los objetos nos llaman (Seix Barral), que presentó en la Feria del Libro. Aunque el escritor español toma la materia prima de la realidad y la convierte en literatura para hacerla más digerible, Página/12 no se anima a hacer un pedido tan estrafalario. Los breves relatos, 75 en total, tienen el poder de hacernos viajar por el revés de la realidad. Hay personajes que ven maniquíes que sudan y mujeres grandes que sueñan con hombrecillos; una caja de fósforos heredada alumbra un fantasma familiar, una puerta encontrada en la calle se convierte en una especie de tótem. Pero también aparece un escritor asediado por un amigo invisible que es crítico literario, otro señor que soñó que se comió unas bragas con cuchillo y tenedor, una viuda que no puede desprenderse de la ropa de su marido muerto y un taxista que se jacta de haber leído a Kant y las obras completas de Borges. Visitar el mundo de Millás, un arquitecto de la mirada oblicua, es caminar por calles conocidas como si fuera la primera vez. El lector se desplaza por un territorio amable, aunque en cualquier esquina pueda encontrarse, sin previo aviso, con lo siniestro.
Estructurados en dos partes, “Los orígenes” y “La vida”, los cuentos de Los objetos nos llaman podrían conformar una especie de novela subterránea. “Todo libro de cuentos que vale la pena esconde una novela secreta. Para que un libro de cuentos sea un auténtico libro de cuentos, esos cuentos tienen que relacionarse entre sí, de manera que siendo cada cuento una unidad autónoma, la suma de todo dé lugar a otra unidad de signo mayor”, explica Millás. “El origen de este libro lo soñé. Yo trabajo mucho en esa zona del despertar donde tienes un pie en la vigilia y otro en el sueño. Me gusta ese estado, me resulta muy creativo. En uno de esos estados pensé en un libro de cuentos que tuviera la relación que tienen las calles en el casco antiguo de una ciudad medieval; cuentos que formaran una red por la cual el lector se puede perder como el caminante se pierde en la red de calles de una ciudad medieval.”
–¿Por qué aparecen en varios cuentos personajes que ven “muertos en vida”?
–No sabría explicarlo con toda certeza. A lo mejor lo que es muerte es vida, o lo que es vida es muerte. Siempre me ha obsesionado mucho este tema, y porque no lo he resuelto lo sigo trabajando. Hoy me ha ocurrido una cosa curiosa en el avión, que seguramente dará lugar a un texto. Cuando me he despertado, la azafata me había dejado el papel de inmigración que hay que rellenar. Puse la fecha de nacimiento y a continuación imaginé que ponía la fecha de muerte. Me gustó fantasear con la idea de que en ese vuelo ya estábamos todos muertos y nos obligaban a poner la fecha de nuestra muerte, a pesar de que estábamos aterrizando en Buenos Aires. No sabría explicar esta idea, pero tiene que ver con esta tendencia mía a ver siempre del otro lado, a ver el forro de las cosas. Quizás el forro de la vida sea la muerte, o quizás el forro de la muerte sea la vida, vete a saber.
–¿Cómo explica el hecho de que muchas veces los objetos hablan más de las personas que lo que cuentan las mismas personas?
–Los objetos que nos rodean se contagian de nuestra personalidad, de nuestra identidad. Es verdad que si tú quieres describir a una persona, serás más veraz si describes sus objetos. Pero hay algo más inquietante todavía y es la permanencia de la persona en el objeto. Por eso no sabemos qué hacer con los objetos de los muertos. No hay nada más desolador que llegar a casa, después de haber enterrado a un ser querido, y enfrentarse a sus zapatos. Porque tienes el sentimiento de que el muerto sigue ahí, por lo menos durante un tiempo. No somos conscientes de la relación que tenemos con los objetos y que ellos tienen con nosotros. A mí me fascina mucho la idea de que los objetos tienen una pequeña vida y que desde esa pequeña vida intentan comunicarse con nosotros. Esto lo ha trabajado muy bien Felisberto Hernández, que me encanta, y creo que es uno de los grandes cuentistas del siglo.
–Se anticipó a mi pregunta, justamente le iba a preguntar si le gustaba Felisberto: se nota en sus cuentos que sobrevuela el aura del escritor uruguayo.
–Sí, alguien que haya leído a Felisberto lo notará. Hay un libro de Tomás Eloy Martínez, Lugar común la muerte, donde hay un ensayo sobre Felisberto. Y cuenta una cosa increíble. En sus últimos días estaba pendiente del teléfono porque estaba esperando que lo llamaran para decirle que le habían dado el Premio Nobel (risas). Es un personaje muy curioso porque es uno de los pocos escritores que no tuvo un solo día de felicidad en su vida. Es curioso que siendo un escritor tan grande, sea tan poco conocido. Seguramente Cortázar y parte de Borges sería inexplicable sin Felisberto.
–A propósito de la felicidad, en uno de los relatos el narrador dice que no puede escribir una línea cuando está feliz, en cambio sí cuando tiene una sensación de malestar. ¿Usted también necesita del malestar para escribir?
–La escritura surge del conflicto: si no hay conflicto, no hay escritura. Igual que la lectura. Uno empieza a leer porque está mal. Por eso siempre digo que las campañas de lectura que se hacen son bien inútiles, porque un adolescente que está bien no lee, anda por ahí (risas). Se escribe para resolver algo, para desatar un nudo, para curar una herida, para entender algo, para entenderte a ti mismo. Por eso alguien que no tenga desacuerdo ninguno con el mundo podrá hacer otras cosas pero no escribirá. En ese sentido, es cierto que tiene que haber un malestar, o llámelo desacuerdo, extrañeza, inquietud, que es lo que te empuja a escribir.
–¿La escritura le permitió explorar, parafraseando uno de sus cuentos, a todos los “juanjos” que hay en usted?
–Bueno, en eso estamos, ¿no? (risas). Uno se pasa gran parte de la vida construyéndose, pero hay un punto en que se empieza a deconstruir, un punto en que uno deja de ser. Esta es una impresión que todavía no tengo muy bien verbalizada. Yo he hecho de la literatura un ejercicio de autoanálisis, de autoconocimiento. Lo que pasa es que a medida que uno hace ese autoanálisis también va cambiando e interactuando con su propia escritura.
–¿Por qué en Los objetos nos llaman hay muchos viajes en taxi, pero no aparece el autobús o el metro?
–Lo hago por mi madre, a ella le daba mucha culpa utilizarlos porque, claro, su economía no era como para coger taxis, entonces lo ocultaba. Cuando iba con ella me decía: “a papá dile que hemos ido en metro” (risas). El sueño de mi madre era ir en taxis a todas partes. Creo que yo voy en taxi por ella, para que lo que hay en mí de ella lo disfrute. El taxi es un espacio muy extraño. Es una burbuja en la que dos personas que no se han visto nunca, y que seguramente no se van a volver a encontrar, conviven durante veinte minutos o media hora. Y además hablan estando uno de espaldas al otro y tratan de comunicarse a través de un espejo retrovisor. Siempre encuentro material para escribir un relato sobre taxis y taxistas.
–En esos relatos de taxis a veces aparece un tono irónico hacia la erudición, el taxista que lee a Kant y le pregunta al pasajero si conoce a Borges, pero también en otros cuentos los narradores dicen que no leyeron al Quijote o que no entendieron del todo a Shakespeare. ¿Cómo explica esta recurrencia?
–Hay una ironía sobre la sacralización y las unanimidades literarias. No hay cosa que me genere más rechazo que la unanimidad. La unanimidad es una de las cosas que perjudica mucho la lectura. Cuando empecé a leer, la lectura no estaba bien vista. Además, había libros oficialmente malditos que figuraban en el índice del Vaticano. Yo hacía de la lectura algo de ejercicio clandestino. Recuerdo haber leído bajo las sábanas, con una linterna, por las noches. Ahora está de acuerdo en que leer es bueno hasta el ministro del Interior. Si yo fuera adolescente en un mundo en que los docentes, los padres y el ministro del Interior estuvieran de acuerdo acerca de las bondades de la lectura, creo que no leería. Me fugaría a los videojuegos. Esa unanimidad que se manifiesta en torno de un libro hace un daño tremendo. Entonces ironizo un poco sobre esto. La lectura es un ejercicio privado y enormemente subjetivo, de manera que uno puede reconocer que hay obras maestras que emocionalmente no le llegan, y obras que sin ser maestras pueden haberte modificado la existencia. El canon es demasiado rígido y hay que aceptar siempre la posibilidad de un canon privado que haya tenido efectos mejores en uno que si hubieras seguido el canon público.
–Felisberto no está en el canon público, pero sí en su canon privado.
–No creo que Felisberto esté en ningún canon, y sin embargo a mí me amputas a Felisberto de mi biografía lectora y me has hecho polvo.
–En uno de los cuentos, “La metamorfosis”, el tío del protagonista lo llama para contarle que su mujer se ha convertido en hombre. ¿Es un homenaje o relectura del texto de Kafka, un autor muy importante en su biografía lectora?
–Conscientemente no. No lo había pensado... Puede que inconscientemente lo haya hecho, pero en ningún momento lo asocié con Kafka. Es una buena lectura que a mí no se me hubiera ocurrido.
–Además de Felisberto y Kafka, ¿qué otros autores conforman su canon privado?
–Cuando se tiene una biografía lectora larga es muy difícil resumir. Seguro que digo algunos nombres y después me voy a olvidar de otros. Cuando me hacen esta pregunta, nunca me sale Felisberto Hernández, quizá porque intento darle más satisfacciones a quien me pregunta. Tengo muchísimas lecturas que sin estar en el canon para mí han sido fundamentales, como es el caso de Patricia Highsmith, una autora importantísima, o John Le Carré, que cuando lo empecé a leer estaba mal visto, había que leerlo a escondidas, porque era un best seller. A veces cae sobre determinadas obras el estigma de ser un best seller y hace que mucha gente se prive de su lectura. Me estoy acordando de una novela que me gusta mucho, pero que nadie de mi entorno ha leído, El turista accidental, de Anne Tyler, una novela prodigiosa, pero sobre la que cayó también el estigma de best seller. Hay una historia de la literatura que está por escribirse, donde estaría Bartleby, el escribiente, El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo, La metamorfosis, Los muertos, el cuento de Joyce...
Millás, entusiasmado por el tema, recuerda una conferencia que tituló Mamíferos e insectos. “El mamífero es un ser imperfecto que está siempre evolucionando en busca de la perfección. Por lo tanto, está mutando continuamente y tiene zonas necrosadas. El insecto, en cambio, es un animal que no evoluciona porque era perfecto hace tres millones de años. La cucaracha y el mosquito que encontrás en tu casa son idénticos a los que había hace tres millones de años. En este sentido, opongo el Ulises de Joyce versus La metamorfosis de Kafka. Son dos obras contemporáneas, publicadas con cuatro años de diferencia, y cada una parece el negativo de la otra. A nadie se le ocurriría hacer una edición que no fuera crítica del Ulises, con notas al pie de página, porque es un mamífero lleno de zonas necrosadas. No hay nada más contradictorio que una novela con notas al pie de página. Los mamíferos acaban siendo pasto de la academia, no del lector ingenuo. Y el lector que busca novelas es el lector ingenuo. Hay un estudio de la literatura sin escribir, que sería el de los insectos”, plantea el escritor.
–A propósito del cuento “Una vocación de clase media”, sobre un escritor que tiene un crítico imaginario, ¿qué le dice a usted su crítico imaginario?
–No es muy amable, y no debe serlo porque a veces me dice verdades, me dice lo que no está funcionando en medio del desconcierto. Cuando terminamos un libro es curioso la falta de discurso que tenemos. Lo vamos generando a medida que nos preguntan. En el trabajo narrativo, a diferencia del ensayo, hay mucho de impresión, de ir hacia un sitio porque me dice el olfato que vaya hacia ahí, pero me puedo equivocar. Siempre pienso lo diferente que es esta actividad respecto de otras. Ningún constructor de puentes puede dudar, tiene que estar seguro para que la gente pueda caminar y no se caiga, pero nosotros vemos qué pasa y a lo mejor el lector intenta pasar por nuestro puente y se hunde.
–Es la incertidumbre y el azar que no manejan el escritor ni el lector...
–Ni tampoco el crítico, porque esto es inherente a la historia de la literatura. Hay obras que no se escribieron con intención literaria y pasaron a la historia de la literatura, como la Biblia; la obra de Freud, que merecería estar en la historia de la literatura además de estar en la historia de la ciencia; El origen de las especies, que aparte de sus virtudes científicas es literaria. Además, lo que en una época resulta malo en otra es bueno. La literatura es un territorio muy inestable.
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