OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
“Bebota, esta... carne es para vos.” La imagen muestra a un musculoso símil gladiador romano en sunga, armado con un látigo: es uno de esos testimonios hilarantes que pueblan el nuevo sitio de Proyecto Cartele, la formidable idea de Machi Mendieta, Gastón Silberman y Esteban Seimandi que creció hasta convertirse en un YouTube de los carteles urbanos, suburbanos, rurales, del mundo; riquísimo banco que atesora a la vez la involuntaria expresión artística de sus autores y el fotoperiodismo espontáneo de los cazacartele. Faltas de ortografía, inusuales recursos publicitarios sin filtro, curiosas advertencias, dibujos ambiguos o simplemente soeces, pero también obras maestras de la contradicción, como esa otra foto publicada por Página/12 el martes, en la que un paisaje nevado es interrumpido por sendos letreros que, separados por un par de metros, rezan “Pista para trineos” y “Prohibido el uso de trineos”. Cosas que se ven por ahí, se dirá, en un terreno público donde la lógica se vulnera sin mayor conflicto y hasta con gracia.
Pero no es sólo en las calles o en los campos donde el fenómeno se verifica. La fugacidad de lo que aparece en la TV dificulta la posibilidad de un archivo tan ordenado como el de Cartele.com, pero lo cierto es que el curioso arte del videograph merecería su propio sitio recopilatorio. En los primeros días de la epidemia de dengue, la señal Todo Noticias interrumpió su “continuidad” con el reclamo y los sonoros bronces de “Ultima Noticia” (una contradicción en sí misma: lo “último” no necesariamente significa “lo más reciente”, sino sobre todo lo último, lo que cierra una marcha: las noticias seguirán sucediendo). Al pie de la pantalla, la leyenda no hubiera desentonado en el mucho más catastrófico Crónica TV. “Alerta: el dengue que viene”, se leía, mientras en el piso un médico invitado abría su reporte diciendo “Lo primero que hay que decir es que no hay que tener miedo”, como si la frase sobreimpresa no fuera una inyección de esa paranoia que indica salir corriendo y, de ser necesario, pisotear al prójimo para conseguir los últimos espirales y tabletas, repelente de insectos, mosquiteros, palmetas; como si la urgencia por adelantarse a ese dengue que inexorablemente venía no pareciera una apelación a tener miedo, mucho miedo, encerrarse a cal y canto, llamar a los seres queridos para repetirles alerta, alerta que viene el dengue y –como diría el fatalista copo de nieve de Daniel Paz– moriremos, todos moriremos.
Esta semana, el doctor Alberto Cormillot apareció en el estudio de C5N para explicar, con su habitual tono mesurado y didáctico, que no se debía caer en el exceso de interpretar un poco de moco flojo en la nariz como un indiscutible síntoma del mostro que ahora nos acosa. “No podemos considerar el síntoma de un simple resfrío como la prueba de un caso de gripe porcina”, dijo, palabra más o menos. Evidentemente, el videographista del canal de Daniel Hadad estaba en otra sintonía, porque la leyenda contradecía a Cormillot con un rotundo “Ezeiza: cuatro casos”.
El arte del videograph tuvo también sus expresiones durante los días más calientes del conflicto entre el Gobierno y los ruralistas: casi todo párrafo de un funcionario oficial era una “polémica declaración”, aunque tuviera algún viso de racionalidad; toda respuesta de un mosquetero de la mesa de enlace era un “enérgico repudio”, aunque incluyera una supina barbaridad. El mismo arte permite hoy sintetizar una larga y detallada explicación de la ministra Ocaña sobre la gripe porcina con el explosivo “Si viene, será grave”.
Al cabo, no es para ponerse a enjuiciar a los responsables de tanta poesía videographera. Cabe detenerse en una apreciación general que tiene que ver con el espíritu que ganó a los noticieros desde que el rating se convirtió en el único Dios al que rendirle devoción. En la lucha por ganar y retener audiencia, en la masacre por no perder participación en una torta publicitaria que para colmo de males tiende a achicarse más y más, el noticiero no tuvo más remedio que ceñirse a las reglas del show televisivo, repleto de ganchos que impidan el zapping. El argentino medio es desconfiado por naturaleza, y si en un canal dicen que el Apocalipsis aún no llegó, que la gripe es preocupante pero no hay razones para dejarse ganar por el pánico, pensará que ese canal, como tantos en este país, le está mintiendo, que seguro en la competencia están diciendo la verdad de la milanesa. Como un productor de Gran Hermano, los jefes de noticias saben que el secreto del minuto a minuto está en mantener el suspenso. Y si ese maldito doctor insiste con que hay que tomarse las cosas con calma, la gente puede llegar a hacerle caso y e irse al cine (sin barbijo) o, peor aún, mudarse a una pantalla que tenga más emoción, que termina pareciéndose a tener más información. No queda otra que subrayar la tensión por otro lado. Y siempre habrá tiempo de largar un nuevo videograph que diga “Confirmado: los 4 casos de Ezeiza no eran gripe porcina” (nótese la nueva contradicción de confirmar que no se confirmó lo anunciado) y propiciar que el televidente diga qué bárbaro, estos tipos siempre están al pie de la noticia.
Y mientras tanto, el frenesí de la información, el show de la noticia, sigue su rumbo, y los chanchos pisotean a los mosquitos, se llevan todo el rating. La desaparición de un histórico brote de pediculosis parece una noticia menor.
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Quien esto escribe entrevistó sólo una vez a Los Piojos. Fue en 1996, cuando el grupo de El Palomar estaba lanzando Tercer arco, el disco que supuso su definitiva explosión en el medio argentino, su carta de entrada a la historia grande del rock local. En una tarde primaveral, casi todo el grupo se apersonó en el viejo edificio de Belgrano 673; tras algunas deliberaciones, la entrevista se hizo en uno de los jardines de la avenida 9 de Julio. La decisión significó un magnífico dolor de cabeza a la hora de desgrabar, pero también un ánimo relajado a la hora de la charla, apenas interrumpida por un par de pibes que pasaron y largaron un “Eh, loco, aguante Los Piojos”. La banda aún no había llegado a ese molesto punto en que moverse en público se vuelve un problema.
En aquella entrevista, el cantante Andrés Ciro no sólo se explayó sobre el concepto del flamante disco (“Nos matamos entre nosotros y el arco de los poderosos siempre termina invicto. ¿Y qué pasa si empezamos a patearle al tercer arco?”, se preguntó) sino que también relativizó esa naciente etiqueta de rock barrial que algunos le endilgaban al grupo. “Si te quedás en la esquina nunca vas a crecer”, decían ellos, demostrando una ambición que se hizo difícil encontrar en la parva de grupos que brotó a la luz de lo que hacían ellos, La Renga, Divididos, Los Caballeros de La Quema. En la música y el discurso de Los Piojos difícilmente pueda encontrarse el regodeo o la celebración de lo barrial como único faro. Y sin embargo cierta visión histórica insiste en encajonarlos allí: quizá por esa costumbre de Ciro de leer las banderas con nombres de barrios y ciudades en sus shows, quizá por las características de tracción a sangre de sus canciones, a Los Piojos se les adosó toda bondad y toda maldad de esa caprichosa caracterización de rock barrial.
Los Piojos fueron bastante más que el discursito de la birra en la esquina y los valores del palo. Lo saben quienes estuvieron en el mítico Arpegios (aunque, como los Redondos en La Esquina del Sol, a Los Piojos todo el mundo los vio en Arpegios), lo saben quienes experimentaron el indecible estado de fiesta de las presentaciones de Tercer Arco en Obras, quienes supieron apreciar el dominio de escenario de Ciro y concederles, aun en discos menos inspirados, el beneficio de la pasión genuina. Es cierto que hubo una cierta desintegración lenta en la partida de miembros históricos, y que en los últimos tiempos su enorme popularidad los condenaba a montar sólo ceremonias grandilocuentes. Pero nada de eso justifica el prejuicio de los que sostienen que era una banda sobrevalorada ni alcanza para relativizar un muy buen disco de despedida como Civilización. Como todos, Los Piojos hicieron lo que pudieron para sobrellevar su historia, cargaron con el estigma de tener un público pirotécnico (que incluso puso en riesgo al baterista Daniel Buira con un bengalazo a distancia en el show de Atlanta en 1999), supieron volver a arrancar tras una pausa obligada por la operación en las rodillas del cantante, debieron bancarse el reclamo de quienes los querían idénticos a sus comienzos, viajando en colectivo o tirados en un jardín de la 9 de Julio. Nunca se resignaron a quedarse en la esquina, del barrio y de la creación.
Esta semana, el grupo tiró la noticia que sus fans no querían escuchar, no querían prever. El 14 de mayo en el Club Ciudad dejarán detrás veinte años de carrera y nueve discos, algunos impecables como Ay Ay Ay o ese que llamaba a patear hacia el arco de los poderosos. La carta que dieron a conocer apela a la necesidad de “no fingir espontaneidad donde no la hubiera”. Pero ante todo llama la atención al informar que el grupo “no se separa”.
Otra curiosidad para el libro gordo del rock argentino: Los Piojos anunciaron su desbande con un videograph.
Seguiremos informando.
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