Mar 27.12.2005
espectaculos

EN UNA TEMPORADA SIN DEMASIADAS LUCES, EL CINE INTERNACIONAL DEJO POCAS PERLAS AUTENTICAS PARA RESCATAR

Un año con más olor a pochoclo que películas recordables

Gracias a Charlie y la fábrica de chocolate y El cadáver de la novia, Tim Burton volvió a demostrar que está fuera de toda convención. Hubo menos estrenos, viejos maestros algo agotados, predominio de fórmulas probadas, ataques de gigantismo y, sí, un puñado de buenas películas que le dieron vida a un 2005 con demasiados puntos flojos.

› Por Luciano Monteagudo

Si hubiera que caracterizar la temporada cinematográfica internacional 2005 con un solo nombre, ése sin duda sería el de Tim Burton. Dos de los mejores films del año, Charlie y la fábrica de chocolate y El cadáver de la novia, llevaron no sólo su firma (algo que cada vez significa menos en el sistema corporativo de Hollywood) sino también su marca indeleble, su personalidad marcada a fuego. Más allá del hecho incontrastable de que Charlie... está basada en uno de los mejores relatos infantiles de Roald Dahl –madera noruega estacionada en suelo británico–, la visión freak de Burton, la manera a la vez perpleja y escorada con que contempla el mundo se impone por derecho propio, sin por ello traicionar la fuente original. Lo mismo sucede con The Corpse Bride, un prodigio de animación stop motion inspirado en una vieja fábula rusa, pero que expresa en todos sus detalles el universo delicadamente dark de Burton, donde el orden natural siempre aparece invertido, al punto de que los vivos parecen muertos y los muertos tienen más pasión y más vida que aquellos que todavía se desviven por el poder, el dinero o las apariencias.
Hay toda una poética en el cine de Burton que ha logrado atravesar las circunstancias más adversas –la homogeneización creciente de la industria, la repetición infernal de fórmulas probadas, la desidia de un público cada vez más alienado por una oferta estandarizada– y que se resiste a ser subsumida en la corriente general. Esa resistencia ha probado tener también otros modos de expresión dentro del mainstream, o al menos dentro de la escasa, mezquina oferta que ha tenido el espectador argentino en estos últimos doce meses. Hay dos casos muy distintos al de Burton y, a su vez, muy distintos entre sí, pero que hablan de una fidelidad a la propia obra y a sus propios principios, de una identidad fuera de lo común en un contexto cada vez más amorfo.

Dos personalidades
Primer caso: David Cronenberg. Desde sus comienzos a mediados de los años ’70 en el cine de terror de bajo presupuesto, con films como Escalofríos y Rabia, que le sirvieron como un extraordinario laboratorio estético, la obra del director canadiense siempre se caracterizó por su carácter profundamente subversivo, por la manera en que es capaz no sólo de transgredir por dentro las reglas de un género sino también de materializar las pulsiones más hondas y ocultas del inconsciente. En los últimos años, su cine rompió cada vez más puentes con el gran público, por lo que Una historia violenta –que pasó inadvertida para el jurado en el último Festival de Cannes– puede parecer, en primera instancia, como el film más convencional del director de La mosca. Sin embargo, esconde una increíble complejidad formal y conceptual por debajo de su superficie, al punto de que es capaz de desarticular elementos constitutivos del American Dream a partir de su propia mitología. A contramano de casi todo el cine contemporáneo, A History of Violence nunca especula con esa violencia que pregona su título sino que, por el contrario, obliga al espectador a reflexionar sobre su representación en el cine, con una capacidad de síntesis y una economía narrativa sencillamente ejemplares.
Segundo caso: George Romero. Más de treinta años después de La noche de los muertos vivos (1969) –un film que visto hoy aún provoca escalofríos– y ateniéndose siempre a los códigos del género de terror, que le permite trabajar con una libertad que seguramente no tendría en películas de la llamada clase “A”, Romero volvió a convocar a sus viejos zombies para Tierra de los muertos, una transparente alegoría sobre la sociedad estadounidense actual. Los muertos vivos son ahora aquellos que han quedado definitivamente excluidos del mundo y que están famélicos, tanto que amenazan con entrar a una ciudad sitiada –¿Nueva Orleans?– para alimentarse con la carne de aquellos que, porque todavía tienen sangre caliente en las venas, creen que están vivos. Que esos zombies estén liderados por un negro de mameluco es una de las señales más transparentes de quiénes son para Romero aquellos que están enterrados por la sociedad de hoy, pero que en cualquier momento se levantan de los cementerios en donde los sepultaron vivos.

Una temporada pobre
Pareciera que los pocos signos de poesía, de inteligencia, de iracundia aparecidos durante la última temporada local fueron aquellos que surgieron –camuflados, como para ir a la guerra– desde el interior mismo de la máquina industrial. Con apenas 170 estrenos extranjeros –los argentinos fueron más de 50 y se repasarán en un balance aparte–, es cada vez menor el porcentaje de obras de auténtico valor que llegan a la cartelera de Buenos Aires (son aún muchas menos las que llegan al interior, por supuesto). En otras épocas, con más de 225 lanzamientos anuales, había más variedad y más calidad, pero este año la oferta demostró ser más pobre que nunca, con una cantidad cada vez mayor de películas adocenadas, de fórmula, o cuya importancia –tal es el caso de King Kong– va a declinar no bien se agote su presupuesto de publicidad. Al fin y al cabo, no hace tanto que Matrix, por ejemplo, se promocionó como la película capaz de revolucionar la concepción que el espectador tenía de la realidad, y hoy nada parece más envejecido que esa profecía.
El cine que realmente importa –el de Gus Van Sant, Aleksandr Sokurov, Tsai Ming Liang, Hou Hsiao-sien, Hong Sang-soo, Philippe Garrel, Claire Denis, Apichatpong Weerasethakul, Manoel de Oliveira, entre muchos otros– no llega o llega tarde, como es el caso de los hermanos Dardenne, que vienen de ganar la Palma de Oro de Cannes con L’enfant y de quienes recién ahora, con tres años de atraso, se verá su magnífica película anterior, El hijo. Los festivales –Mar del Plata, Bafici, DocBsAs– y las salas alternativas –Malba, Rojas, Lugones– siempre ofrecen opciones en defensa de la libertad del espectador, pero cada vez parece más lejos la posibilidad de modificar la tendencia de la cartelera comercial a exhibir solamente lo más fácil e inocuo.
Siempre hay excepciones, por supuesto. Dentro del cine estadounidense independiente, una comedia irreverente como Adictos al sexo, de John Waters (que tuvo una salida reducidísima) hizo palidecer a otras comedias indie estimables, como La vida acuática de Wes Anderson y la cordial Entre copas, de Alexander Payne. A su vez, el documental La secretaria de Hitler, de André Heller y Othmar Schmiderer, con su austeridad ejemplar, fue capaz de desnudar la impostura de una superproducción del tamaño de La caída: sin que haya una sola imagen del monstruo, la figura de Hitler parece materializarse en las palabras de Frau Junge a tal punto que toda la esforzada composición de Bruno Ganz parece inútil.

La luz de Oriente
Viejas glorias demostraron su agotamiento –Ettore Scola con Gente de Roma, Robert Altman con The Company, Emir Kusturica con La vida es un milagro, Woody Allen con Melinda y Melinda, su última película en los Estados Unidos antes de su renacimiento en Europa– y hubo también algunas estrellas fugaces, que brillaron con cierta intensidad, pero cuya luz no alcanzó a llegar a demasiados espectadores: Clean, de Olivier Assayas; El secreto de Vera Drake, de Mike Leigh, con una impresionante composición de la actriz Imelda Staunton; y Caminos a Koktebel, de Boris Khlebnikov y Aleksei Popogrebsky, que sugiere el tenue renacimiento del cine ruso.
Una auténtica curiosidad fue, en este panorama siempre exiguo, la aparición más o menos consecuente del cine asiático, habitualmente tan marginado de los cines locales. Por un lado, hubo bastante cine de género, ya fuera terror japonés o artes marciales chinas, importadas por las majors de Estados Unidos. Y por otro, la oportunidad de acceder al cine de autor coreano, con Oldboy, de Park Chang-wook, y La esposa del buen abogado, de Im Sang-soo. A esta diáspora se sumaron dos nombres mayores: el japonés Takeshi Kitano con su prodigioso divertimento Zatoichi, y el hongkonés Wong Kar-wai con 2046 - Los secretos del amor, la última rapsodia romántica de este barroco extremo. No deja de ser un consuelo.

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