Mar 30.06.2009
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OPINIóN

El recuerdo para un irreverente exquisito

› Por Karina Micheletto

La noticia sorprendió a quienes amaban su música: había muerto Eduardo Lagos, el Negro Lagos. Tenía ochenta años, padecía Parkinson hacía cinco. Seguía sonando joven, cargado de vitalidad, en chacareras tan vanguardistas como “La oncena” –llamada así en alusión al acorde que prevalece–, que había compuesto ¡en 1956! y que popularizaría años después Mercedes Sosa. O en “La Bacha”, o en “Zamba del que se queda”, o en “La banquina”. Desde su primera composición, “La pícara”, de 1946, hasta la última, “Cuando los gauchos vienen bailando”, lo que hizo Eduardo Lagos fue ampliar los moldes formales de la música popular argentina, abriéndolos a otras posibilidades expresivas. Eso que se llama proyección folklórica.

Su dimensión de compositor quizás opacó la de pianista exquisito, que fue, sin embargo, reconocida por sus colegas. Formaba parte de esa línea de pianistas argentinos que comienza con nombres como Horacio Salgán, Adolfo Abalos, el Mono Villegas y Manolo Juárez y llega hasta Lilian Saba, Carlos Aguirre y Hernán Ríos. Además de intérprete y compositor, Lagos fue médico oftalmólogo, periodista (trabajó como crítico de música popular en el diario La Prensa y en las revistas Folklore, Gente y Atlántida), un apasionado de la náutica deportiva (un deporte al que hizo referencia en algunos de sus temas, como “Con amuras a estribor”, “una chacarera náutica”). También fue director artístico de las radios Belgrano, El Mundo, Municipal y Nacional. “Pero como siempre estaba en contra de los tipos que me nombraban, no duraba mucho”, contaba.

Cultivó la amistad con la misma pasión con la que ejerció el buen humor. Era un placer escucharlo contar anécdotas como la de aquella vez cuando, siendo muchacho, tuvo que tocar para Yupanqui y recibió como devolución una de sus proverbiales sentencias: “Pensar que con mucho menos trabajo, usted podría haber hecho una zamba”. Fue también un exponente de aquella clase acomodada porteña para la cual la cultura estaba tanto en los libros como en las cosas que lo circundaban. Aprendió tanto de Juan Carlos Paz, que lo llevaba al Colón de pequeño, como de las peñas de su amigo Adolfo Abalos.

Si bien su carácter irreverente le impidió ser parte del establishment de la música argentina, en los últimos años se multiplicaron los reconocimientos a su obra: hubo homenajes como el del encuentro Músicas de Provincia, en 2006, donde terminó tocando a cuatro manos con Oscar Alem; se reeditaron discos como Así nos gusta, de 1969, donde se lo escucha con un seleccionado de talentos como Astor Piazzolla, Hugo Díaz, Oscar Cardozo Ocampo, Domingo Cura, Antonio Agri, Cacho Tirao y Oscar Alem; se publicaron grabaciones encontradas como los tres volúmenes de Folkloreishons. Así había bautizado su amigo Hugo Díaz a aquellas interminables veladas musicales que Lagos propiciaba, y de esas folklorei-shons podían participar Piazzolla, Vinicius de Moraes o Dorival Caymmi.

En su casa de Recoleta no había grandes lujos ni ostentaciones. Había, sí, un rincón cerca de su piano Erard, donde atesoraba una cantidad de casetes, LP y CD de todos los géneros, que cada tanto ordenaba y reordenaba con primorosa dedicación. Su esposa, María Rosa, era la paciente encargada de hacer aparecer ese disco que sistemáticamente se hacía invisible cuando el Negro lo buscaba. Quien llegara a esa casa era invitado, a modo de bienvenida, a compartir una escucha que podía ir de Santiago del Estero a Nueva York, con escala en Brasil, guiado por la erudición musical de Lagos. Afectado por el Parkinson, en el último tiempo había dejado de tocar el piano. Pero, cada tanto, algún joven músico inquieto, de esos que se acercaban a pedirle consejo o simplemente a compartir la música, le pedía que tocara para él. Entonces volvía aquel Negro Lagos, y al frente de su piano era capaz de emocionar y emocionarse.

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