A LOS 58 AñOS, MURIó EL ESCRITOR GABRIEL BáñEZ
El escritor, periodista y editor platense se suicidó en su casa de La Plata. Ganador del Primer Premio Internacional de Novela Letra Sur por La cisura de Rolando, deja una obra prolífica, potente y felizmente inclasificable.
› Por Silvina Friera
¿Qué pasó, Pelado? ¿Qué hilo se quebró que a los 58 años ya no encontró la brújula ni siquiera a través de la escritura? ¿Qué reservorio vital y lingüístico se agotó irremediablemente justo ahora que le había llegado la “consagración”? La noticia de su muerte llegó como un balde de agua fría en este julio gélido y pandémico. Se jactaba tanto de ser un confeso fanático del error en aquella atípica ceremonia en Puerto Madryn, donde recibió en octubre del año pasado el Primer Premio Internacional de Novela Letra Sur por La cisura de Rolando, su última novela –hasta les dedicó el premio a las ballenas, “que con tanta puntualidad y sensatez se acercan a la costa para mirar a la gente”–, que muchos lectores desearían que estas líneas fueran un gran equívoco. O un disparate mayúsculo. Cómo no recordar que un amigo de la infancia, Ignacio, cuando le comentó que había ganado, le dijo: “¡Cuidado, porque vos fracasando sos muy bueno!”. Según informaron fuentes judiciales y policiales, el escritor y periodista Gabriel Báñez se colgó el jueves pasado de un lazo que anudó a un tirante del techo de su casa en las afueras de La Plata. Lo encontraron su ex mujer y un sobrino el martes a la tarde. También dicen que habría dejado cartas en las que explicaba su trágica determinación.
Báñez nació en La Plata en 1951. Como el personaje de su última novela, Rolando, a quien a los once años le detectan una rara enfermedad y pierde el habla, el escritor platense recordó en la entrevista con Página/12 que en su infancia el único modo de comunicación con esa verdad relativa llamada “el afuera” fueron los diccionarios. “Vivíamos con mis padres en una muy modesta casa alquilada del barrio de La Loma, y ellos salían a trabajar muy temprano. Mi padre se disociaba en varios trabajos, mi madre, poco menos. Barrio obrero y humilde en ese entonces, nadie a mi cargo. La solución final fue simple: me encerraban durante horas en un comedor bajo llave con libros. Esos libros me contaban el mundo. Aunque se trataba de palabras mudas, para mí tenían un sentido profundo. Yo las pensaba en voz alta. ¿Qué me daba esa ‘Biblia’ o esas ‘biblias’? Seguridad. Las palabras, el lenguaje, fueron siempre eso: certidumbre. Luego, cuando se abría la puerta con llave, yo salía del bunker bastante más confiado. Con más palabras en la sangre.”
El escritor y periodista platense afirmaba que “la escritura fue una manera de hablar en silencio”. Y vaya si habló. Publicó, entre otras novelas, Paraje (Primer Premio Provincial de Novela Roberto J. Payró), El capitán Tresguerras fue a la guerra (Ediciones de la Flor); Hacer el odio (Bruguera); Góndolas (Ediciones de la Flor); El curandero del cuarto oscuro (Sudamericana), finalista en el concurso Rómulo Gallegos; Paredón, paredón (Sudamericana); Los chicos desaparecen (Atlántida); Virgen (Sudamericana), Cultura (Mondadori), El circo nunca muere (Almagesto y Editions Alfil, París), primera mención del Premio Juan Rulfo; y Octubre amarillo (Almagesto). “Jamás escuché voces extrañas. Pero sí la mía como que venía del otro lado del Atlántico, en eco. Una falla en el viejo cable coaxil”, ironizaba Báñez, que supo desarrollar una intensa tarea periodística en los diarios Clarín, El Cronista Comercial y en el suplemento cultural de El Día, de La Plata. Hace pocos días, el Comité Organizador para la participación argentina en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt 2010 aprobó la traducción al francés de Los chicos desaparecen, que tuvo su versión cinematográfica protagonizada por Norman Briski y Lorenzo Quinteros. El escritor dirigía desde hace años La Comuna Ediciones, editorial de La Plata que se ha destacado por la apertura y el pluralismo al servicio de novelistas, dramaturgos, ensayistas y poetas jóvenes de la ciudad que buscaban editar sus primeras obras. La última entrada de su blog Corte y confección, donde reflexionaba sobre literatura y temas de coyuntura nacional, es del 29 de junio. Está dedicada a Fernando Peña.
Desconfiaba de lo proteicas que podían parecer las ideas, más bien las entendía como conceptos terminales, inamovibles. “Una idea es lo que la piedra pómez a un volcán. Ya fue, se enfrió y solidificó. En cambio los errores, las fallas con respecto a la norma, sí son perfectibles –comparaba–. Las novelas asoman a consecuencia de seguir esa voz que dice por acá está la cicatriz, el equívoco. Uno sigue las migas de su propia tara y termina por encontrar su propia voz.” Y la voz de Báñez era inconfundible. En La cisura de Rolando (El Ateneo) el escritor aceitaba el magma de sus obsesiones. El mismo reconocía que casi todo lo que había escrito estaba vinculado con lo disfuncional. “Eramos retrasados con aspecto normal”, dice el personaje–narrador que pierde el habla y prefiere tomar notas en su cuaderno. Las anotaciones de Rolando pronto revelan que la discapacidad empieza por la mirada. Su familia dista de ser un modelo de “normalidad”. Cada tanto la madre le pegaba al padre, pero para encarrilarlo según decía, porque era “desequilibrado y putañero”. El padre, que se ganaba la vida aplicando inyecciones en el barrio y a la tarde trabajaba en el Patronato del Leproso, dejó inconclusas algunas obras de teatro porque a último momento siempre advertía que se las habían plagiado. A pesar de la sesión de espiritismo, la terapia, la taquigrafía y el código Morse, Rolando no lograba decir ni mu. En la segunda parte de la novela, el protagonista, ya superada su afasia transitoria, ahora con cuarenta años, hace terapia por primera vez en su vida con un desopilante analista lacaniano peronista, que afirma que Perón “fue el único que atacó sin asco las bases del rizoma capitalista”.
“La escritura es placer –subrayaba el escritor–. No creo en esos sufridores ejemplares que imaginan tener una misión para con el resto de los mortales y encarnan dolorosamente la misión de escribir. Me parecen, para usar una palabra sensata y en adecuada simetría, abominables. Ego puro, elevado al cuadrado.” El Pelado le esquivaba a la solemnidad con su ironía elevada al cubo, pero no pudo gambetear la desesperación ni la angustia de los últimos tiempos. La mejor manera de honrarlo quizá sea simplemente diciendo, con palabras medio rotas por el dolor: “Gracias por escribir, Báñez”.
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