Sáb 25.07.2009
espectaculos

OPINIóN

El fuego de las lágrimas

› Por Eduardo Fabregat

Traté de reírme, cubrirlo con mentiras.
Traté de reírme, escondiendo las lágrimas en mis ojos.
Porque los chicos no lloran.

(The Cure, 1980)

Estos días de obligatorio encierro griposo permiten comprobar una vez más una vieja teoría: no hay momento de la vida en que se derramen más lágrimas que la infancia. Para decirlo de manera elegante, los niños tienen la lágrima fácil, son los forjadores de esa tipificación que habla del moco tendido. Llorar con o sin razones es uno de tantos deportes predilectos de los locos bajitos, que terminan provocando la intervención de ese tío desubicado que les larga por primera vez la estupidez de que los hombres no lloran. Y un corno los hombres no lloran. La cuestión es que en los primeros años se llora tanto, pero tanto, que después parecería que hay que dosificar las lágrimas, o que las reservas se han ido agotando. El cinismo gana. Todo con sus matices. Hay quien tiene la lágrima fácil y quien no larga prenda ni ante el nacimiento de un hijo, y hay mujeres de ojos secos y hombres que nunca compraron la teoría del tío desubicado, ese lugar común del macho hecho y derecho, tanguero de ley, que no derrama ni media lágrima aunque la percanta le haya clavado el puñal, que solo se permite el desliz si se llega a ir la vieja.

Curiosamente, el arte logra aquello que a veces no produce la vida. No por nada se habla tanto de la capacidad de emocionar que tienen ciertas obras. En general, se menciona ese poder como un valor, y es por eso que hay tantos que hacen trampa, que buscan atajos viles, que se lanzan a la cacería de la lágrima del espectador como si ése fuera el único objetivo. De hecho, lo es. Andrea del Boca construyó toda una carrera emitiendo litros y litros de H20 desde su temprano debut en Nuestra galleguita; a tal punto terminó mezclando persona y personaje que, cuando fue la vida y no la ficción la que la golpeó, no pudo hacer catarsis de otra manera que no fuera mostrando los ojos vidriosos en una entrevista televisiva. Más de una amante de lo telenovelesco pensó que estaba frente a un nuevo culebrón de Abel Santa Cruz o el gran Migré.

Claro, la telenovela es el género lacrimógeno por excelencia, allí donde campea la caricatura. La pantalla chica juega mucho con esos códigos, tanto como para que los canales de noticias apelen a violines empalagosos cuando la historia que presentan es “de hondo interés humano”. Pero no hay por qué cargarle los pecados al mundo catódico, porque el principal laboratorio de pruebas de los creadores de ficciones es la sala oscura del cine, allí donde más de uno entra en el juego que propone el contexto y deja reposar la vergüenza de que lo vean llorando. La silver screen es el huevo de la serpiente manipuladora, esa gente tras las cámaras dispuesta a todo con tal de que no le bajen el proyecto, ofreciendo dos monedas por el impacto bajo el cinturón emocional del que garpa la entrada. Basta pasarse por el canal Volver para enganchar ajados ejemplos de la cinematografía argenta, un paseo a gravedad cero por el planeta Sandrini, la galaxia Lamarque y la occidentalidad cristiana de Palega Ortito & Evangelina. Sandro, que hoy tiene de verdad en vilo a sus nenas, supo filmar parábolas del mal destino que sufren los playboys de convertible y vida disipada. Hondo contenido humano. En los ’60 y ’70, los acomodadores de los cines de Lavalle llevaban linterna y lampazo.

Pero más allá de ese universo paralelo que propone cierto cine argentino, es en el mismo corazón de Hollywood donde reina el Señor de los Psicópatas, el gran Walt Disney y su regodeo con la muerte de los seres más queridos. Con Bambi y Dumbo, el dibujante de bigote anchoa supo hacer literalmente moco a toda una generación. Con El rey León se encargó de la siguiente. Y hasta se las arregló para contaminar a Pixar, que tanto celebraba la vida con Toy Story, Bichos o Monsters Inc. y se avino a iniciar Buscando a Nemo con una muerte espantosa. Si a Charly García una frase oída al pasar le terminó inspirando todo La hija de la lágrima, Walt es el padre, sin necesidad de ningún análisis de ADN.

Más acá en el tiempo, la sala oscura fue escenario de maravillas y bajezas. Bridge to Terabithia, por ejemplo: la peli de Gabor Csupo (autor de algunos cartoons ciertamente imaginativos) parece una gran opción para el público infantojuvenil. Hasta es atractiva desde lo ideológico: Jess (Josh Hutcherson) y Leslie (Anna Sophia Robb) son los típicos inadaptados de la escuela, ninguneados por todos, que dan rienda suelta a su creatividad y fantasía en el imaginario mundo de Terabithia, al otro lado del río. La mitad de la película es ideal para una suerte de educación infantil... hasta que muere uno de los personajes principales y todo termina con una carga de angustia que deja a los niños hechos un trapo.

Del otro lado, los artesanos: todo el que quiere bien a la saga de J. R. R. Tolkien supo llorar al final de El retorno del rey, en esa triste despedida en los Puertos Grises. No solo por un momento culminante tan bien logrado, sino porque significa el fin de un viaje gozoso de seis horas, la magnífica puesta fílmica que uno esperaba desde hacía tanto, desde que se internó por vez primera en las páginas del profesor inglés. De pasados y presentes está hecha también El gran pez, película que los amantes del Tim Burton más negro corren al fondo del estante: dedicado más que nunca a narrar, el gran Tim salta en el tiempo de los Bloom, encadena historias maravillantes hasta llegar a un final que es una implosión de sentimiento, una devastación sanadora que lo dejaba a uno hundido diez minutos más en el asiento, disfrutando la tormenta, para finalmente salir con el ánimo limpio.

Entonces, ¿la provocación del llanto es privativa del cine? Claro que no. Hay quien no puede resistir la emoción ante la delicada escultura que consigue una luz trasluciendo el mármol. Encontrar en el Louvre, de pronto y sin aviso, el cuadro de Théodore Géricault La balsa de la Medusa, lleva de inmediato a Una historia del mundo en diez capítulos y medio y con ello a la indescriptible emoción que allí provocaba Julian Barnes. Indescriptible no por enorme, sino en el sentido más literal. El cine posee mil herramientas para ponernos en carne viva, pero cuando es un libro el que lo consigue hay más admiración: una página escrita –aun en medio de tanta interferencia exterior– nos traslada a un mundo, y ese mundo nos posee por completo y es capaz de desgajarnos emociones genuinas. ¿Cómo describirle a otro, quizás a alguien convencido de que los hombres no lloran, el nudo que puede producir el desenlace de una historia envasado en un párrafo perfecto? ¿Cómo explicar la delicada construcción de un final conmovedoramente trágico en Aquarium, de Marcelo Figueras? ¿Cómo no emocionarse con la luminosa Muerte de un superhéroe de Anthony McCarten, el pibe enfermo terminal de cáncer que encuentra la paz a través del comic y el guión de cine?

Los objetos de llanto varían tanto como las personalidades de quienes pisan esta tierra. Uno se dejará llevar por la letanía de “No alarms, and no surprises”, y con ello se transportará –otra vez, esa capacidad de la música para que una canción nunca sea solo una canción– a las lágrimas vertidas en el concierto de Radiohead en Victoria Park 2001. Otro puede llegar a llorar con “Eruption” de Eddie Van Halen, una contractura de Frank Zappa o un solo sinfónico lleno de florituras, “Bed of roses” de Bon Jovi o la obviedad de “Imagine”: no importa, cada cual a lo suyo y a lo que le mueva el pelo, le conmueva el tímpano. En todos los casos la emoción puede ser auténtica. Aunque el que la haya buscado –músico, escritor, pintor, actor, director escrupuloso o no– no haya tenido buenas intenciones, el destinatario difícilmente esté tratando de fingir el llanto. Algo sucede para que una emoción falsa (vamos, son solo actores, no les está pasando eso de verdad) produzca una emoción verdadera.

La angustia produce lágrimas, la belleza también. El dolor más profundo y el placer más intenso, la desazón por lo perdido y la risa deshaciendo todo. Vivimos con eso, y algunos consiguen traducirlo, y negarse la facilidad que alguna vez tuvimos para expresar lo que se lleva dentro es como ponerse una armadura de plomo.

Cry baby, canta Janis Joplin. Y es un consejo sano, es un consejo honesto, un consejo que no cuesta nada, que podemos seguir.

Y en ese momento en que Will Bloom lleva a su padre en brazos a su espacio natural, y lo sumerge en el lago y Ed vuelve a ser el Gran Pez, soltar amarras con él, abandonarse y abandonarlo todo, permitirnos que nos ruede por las mejillas un fuego reparador. Un fuego que encienda el alma.

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