OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
No es la misma canción de dos por tres.
Las cosas ya no son como las ves.
Charly García, 1982.
Durante sus años en la universidad, Samuel Finley Breese Morse pareció destinado a decepcionar a sus padres: lejos de interesarse en las materias esperables para abrirse paso en la sociedad de comienzos del siglo XIX, el muchacho sólo mostraba interés en las artes. De hecho, en 1811, Samuel viajó a Inglaterra para perfeccionarse en la escultura y el dibujo, y hacia 1825 ya era un pintor y retratista celebrado en Nueva York. Fue sólo después de otro viaje a Europa que el hombre comenzó a obsesionarse con la electricidad y el reciente invento del electroimán, lo que le disparó la loca idea de un aparato que pudiera transmitir mensajes a distancia. El diseñó el artilugio y le dio forma al lenguaje de transmisión, él se encargó de convencer al Congreso estadounidense de que invirtiera 30 mil dólares en un tendido de 60 kilómetros de cable: el 24 de agosto de 1844, Samuel al fin hizo henchir de orgullo a sus padres al realizar la primera transmisión telegráfica, entre Washington y Baltimore. “¿Qué nos ha traído Dios?”, preguntaba el mensaje, en una serie de puntos y rayas inmortalizado como código Morse. Un telegrama desde el cielo.
Morse no fue el primero en inventar un código, pero le dio forma a uno inalterable y perdurable. Sólo un Indiana Jones puede descifrar los jeroglíficos de los faraones, sólo después de varios años de estudio pueden manejarse los ideogramas orientales, pero el código Morse sólo necesita algunas simples reglas mnemotécnicas para ser descifrado. El telégrafo, además, debe ser uno de los poquísimos inventos de hace dos siglos que, con apenas algunas mejoras tecnológicas (la primera de ellas, la transmisión inalámbrica), se mantiene plenamente vigente: cuando la estática y la interferencia inutilizan toda forma de comunicación, los beeps del código Morse se escuchan claramente, imponiéndose por encima de todas las demás frecuencias. Tan sencillo como punto, raya, punto.
Es curioso cómo, mientras algunos códigos se mantienen inalterables, otros han mutado, a veces incluso hasta extremos irreconciliables. El rock argentino tiene toda una jurisprudencia al respecto. El día que comenzó a cantar cosas como “Apremios ilegales, abusos criminales / tu condición humana violada a placer”, Miguel Cantilo se fijó el camino del exilio. Algo parecido les sucedió a León Gieco, a Moris, a muchos otros de la primera camada que se inclinaban por la letra explícita. Por eso el rock posterior tuvo que encontrar las ventanas para poder colar sus tomas de posiciones. Hizo uso intensivo del código y eso lo hizo aún más fuerte: pocas cosas generan tanta lealtad como lo que se corre de boca en boca, en secreto, a espaldas del enemigo. Horadándole la existencia a fuerza de metáforas e ironías: el Estado represor gana cuando ya nadie se anima a decir nada, ni siquiera solapado. El rock (“Música dura, la suicidada por la sociedad”, escribió Spinetta, usuario natural del código poético) cultivó códigos artísticos, líricos, estéticos, pero también de actitud y expresión: cuando un Obras completo esperando a Moris se lanzaba al “Y dale Pappo, dale dale Pappo”, ahí había un código que escupía en la cara de la señora de ruleros.
La señora de ruleros se escandalizaba con los pelilargos. Los celulares policiales esperaban a la salida de los conciertos para convertirse en vagones de pelilargos. “Es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador”, cantaba el mismo Cantilo. Los tipos de Ray Ban espejados tiraban Gamexane en las funciones de Hair y apretaban al cine Ritz de Belgrano para que la cortaran con las trasnoches de Woodstock. Pero hoy el terror de Doña Rosa no es la pelambre de Boff o de Lebon, las hirsutas huestes metálicas de V8 o los hippones que seguían a Seru apestando a pachuli (ese código olfativo), sino el grupo de pibes rapaditos, con gorra y campera deportiva, que charlan a la salida del colegio en Rivadavia y Fray Cayetano. Las cosas ya no son como las ves, son otros códigos. La señora es casi la misma.
(En un reportaje concedido esta semana al diario Clarín, Charly García cierra la charla escrita viéndose en el futuro “casado y con hijos”. La noticia le cae simpática a la señora, siempre más cerca del Código Civil que del código de “Total interferencia”.)
El código es una parte importante de la relación entre los artistas y su público. El período más siniestro de la historia argentina reciente quedó atrás, pero el rock mantuvo ese código entre pocos (entre pocos que en realidad son legión) porque es uno de sus elementos esenciales. El Indio Solari es una suerte de Samuel Morse: sus letras codificadas disparan toda suerte de interpretaciones, pero también dejan un gran puñado de frases rotundas, comprensibles de inmediato, capaces de atravesar generaciones y llegarles a pibes que nunca vieron a los Redondos en vivo. Si la línea “Casémonos vía México o Paraguay” hoy conforma un código apolillado, cuando el Indio pregunta “¿Y cuánto vale dormir tan custodiado de expertos cínicos y botones dorados?” no hay fecha de vencimiento. Punto, punto, raya.
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Entre el chiste, el mero recurso sonoro y la fascinación por el sistema, muchos músicos han traducido un homenaje al código Morse en sus grabaciones. Un rápido repaso trae a la memoria el comienzo de “Planet Claire” de The B-52’s, un galimatías de siglas en Morse que desató presunciones de todo tipo sobre estaciones aeronáuticas y emisoras de radio. Kraftwerk, fantasmas en la máquina, lo convirtieron en herramienta de sonido en Radioactivity. Roger Waters no sólo salpicó de beeps su Radio KAOS sino que además los llevó a la gráfica, consignando los títulos de las canciones en el código de Samuel. Morse se hace presente también en “Lucifer” de Alan Parsons Project, tan utilizado –junto a “Hyper Gamma Spaces”– en viejas emisiones deportivas de la TV argentina, y en “YYZ” de Rush; Thomas Dolby lo replica vía sintes en The Golden Age of Wireless, y hasta los más recientes Dream Theater disfrazan con puntos y rayas el soez “Comete mi culo y mis bolas” en “In the Name of God”.
Pero el código como concepto es algo universal. El mundo del fútbol menciona con asiduidad a los códigos, disfrazando de comportamiento honorable lo que en realidad se parece más a la omertà de Vito Corleone. Dentro de la cancha, esperando un corner, el delantero y el marcador central pueden llegar a decirse cosas que mancillan a la madre, la hermana y la esposa de desagradable manera y terminar a las trompadas, pero una vez traspuesta la línea de cal y ante la obvia pregunta de “¿Qué pasó?”, pondrán un gesto asqueado y espantarán al movilero con “De esas cosas no se habla, son los códigos del fútbol”. Los códigos del fútbol pueden permitir serrucharle el piso a un DT, pero sus usuarios insistirán en que tener códigos es un corpus ético y no un mensaje mafioso. El código de chorros del que habla Jorge Larrosa en sus Postales tumberas suena más honesto que Tarufetti, el ocho de Sportivo Juniors, poniendo cara de palo después de haberle partido el tabique a un rival.
Tenemos códigos, vivimos bajo el código, pasamos la vida descifrando códigos más o menos complejos. En 1937, Alec
Reeves patentó algo llamado Pulse Code Modulation, una señal continua de código binario que primero sería de gran utilidad a los aliados durante la Segunda Guerra, luego abriría la puerta al uso de teléfonos por tonos y, en última instancia, serviría para que Richard W. Hamming, I.S. Reed y
G. Solomon le dieran forma al sistema Reed-Solomon bajo el que se codifica y lee algo llamado compact disc. Hoy no se concibe el comercio sin el código de barras, que fue inventado en 1952, pero recién fue un éxito en 1980. Hay códigos patentados y códigos implícitos, códigos por venir: un código impreso en la yema de los dedos de la mano que une al ser humano con el control remoto, que convierte el zapping a oscuras en atletismo cotidiano. Quizá dentro de dos o tres generaciones esa habilidad venga impresa en el ADN, pegada al código único de la huella digital: “Caramba, doctor, los humanos ya casi no sienten ningún afecto por el prójimo, pero el gen del zapping es más fuerte que nunca”.
Hasta el fin de los tiempos, alguien estará emitiendo sus puntos y rayas y alguien estará intentando desentrañarlos.
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Samuel Morse murió en Nueva York el 2 de abril de 1872, víctima de una pulmonía. Dedicó buena parte de la fortuna que le dejó el telégrafo a su primer amor, subvencionando instituciones educativas y artísticas y ofreciendo apoyo a artistas que no tenían dónde caerse muertos. El tipo tenía códigos.
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