OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Voces en delay
simulan ondas que no veré
pretenden cautivar.
“Amores perpetuos”, Virus, 1987.
Por obra y gracia de oscuras desinteligencias tecnológicas, los tres televisores de la sala de redacción de este diario no consiguen ponerse de acuerdo. Los aparatos se emperran en emitir de manera desfasada, dándole un demorado eco a las locuciones o convirtiendo las transmisiones deportivas –el peor ejemplo– en un tormento en el que en una punta de la redacción se gritan goles que del otro lado aún no sucedieron (o, para atender a un tema candente, puntos de Juan Martín Del Potro). El delay, eso que alguna vez era tema interesante sólo para ingenieros de sonido, se vuelve así tema de discusión general.
Cosa rara... pero no tanto. Cuando el fútbol fue rescatado de República Monopolio, Víctor Hugo Morales incluyó entre sus satisfacciones el fin del delay implementado por los dueños del balompié para impedir la sana costumbre de seguir la televisación con el relato radial. Pero en otros casos la anomalía es imposible de resolver: en edificios donde los vecinos poseen diferentes sistemas (cable o satelital), también es habitual enterarse de la resolución de una jugada que en la TV propia aún está sucediendo, o viceversa. Y el fenómeno se vuelve insoportable cuando dos vecinos pertenecen a equipos enfrentados. En rigor, sólo el que está en la cancha está exento: para cuando los argentinos vieron al número cinco del mundo derrumbándose victorioso en el cemento del Artur Ashe, en el mundo real Del Potro ya estaba saludando a Roger Federer.
La cosa no termina en el delay catódico. Vivimos delayados, es una omnipresencia en la vida cotidiana, donde abundan los trenes, colectivos, subtes (y aviones de Aerolíneas Argentinas) con delay, y los trámites y las respuestas y las resoluciones y los encuentros y llamados se demoran. La respuesta exacta, el retruécano memorable en aquella discusión, llega al cerebro veinte minutos después, cuando la oportunidad se ha evaporado. El ser humano promedio suele reaccionar con delay en los primeros minutos tras el despertar, el cuerpo está fuera de la cama, pero la cabeza aún está en la almohada. En eso todos somos iguales, o casi.
Para nosotros la pelota está en el aire, pero el destino ya dio su veredicto.
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A fines de los años ’50, aplicar delay en la música era todo un trámite. Los tipos como Stockhausen se enfrentaban al engorroso sistema de los grabadores de cinta abierta, aparatos como el Echoplex a los que había que cambiarles periódicamente la cinta magnética. A pesar de esos problemas tan analógicos, músicos como John Martyn, David Gilmour y Robert Fripp hicieron escuela. El primero, fallecido en enero de este año, abrió los ’70 metiéndole eco a su guitarra de un modo que inevitablemente llamó la atención. El segundo le dio una impronta definitiva al sonido de Pink Floyd. El tercero pudo dominar los caprichos de las máquinas Revox y patentó las Frippertronics que tanto pueden expandir el universo de King Crimson como agotar en sus shows de solo guitarra, delays de delays, fantasmas de la nota tocada hace cinco minutos.
En temas como “Now I’m here”, Brian May hizo todo un arte de tocar consigo mismo, puntear y responderse. Hubo quien se animó al chiste fácil de llamarlo Brian Delay, pero esa misma técnica propició que Queen sorprendiera al mundo con las sobregrabaciones y ecos de “Bohemian Rhapsody”.
Como todo en la música, la era del microchip permitió envasar la trabajosa sincronización de máquinas en un simple pedal, y el uso extendido hizo que el truco de músicos se volviera de dominio público, volvió comprensible el chiste de Ricardo Mollo cantando sobre “la gorda y su cadera con delay”, permitió que los soundscapes que hacen Jorge Drexler o Martín Buscaglia en vivo no parezcan cosa de chamanes o simple efectismo sino un ensayo creativo sobre el uso de ciertos chiches. Ocurre que el delay es un poco la madre de todos los efectos: lo que nació como simple búsqueda de eco terminó pariendo también al flanger, al chorus, al reverb. Y Mollo siguió cantando: “Madera no va por línea, usa la pampa de reverb”.
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El delay influye en la cultura. Lo saben bien los norteamericanos, que desde el episodio de la teta de Janet Jackson en el SuperBowl 2004, o los incómodos discursos de gente como el matrimonio Susan Sarandon-Tim Robbins en galas de la alta sociedad cinematográfica, se acostumbraron a que la realidad llegue a sus televisores un par de minutos más tarde. Al igual que en el fútbol doméstico, abrir un margen tecnológicamente artificial sirve para manipular al espectador. Otra vez, algunas herramientas se vuelven peligrosas en las manos equivocadas: para los conservas del Norte, el delay es un arma de censura.
Curiosamente, en la Argentina hay quien habla de censura para evitar que al fin se reemplace la Ley de Radiodifusión de la dictadura, para prolongar el retraso de una nueva legislación. A 26 años de la recuperación democrática, todavía sufrimos un Videlay.
No es para sorprenderse tanto. En las eras milicas de esta tierra, la combinación de control cultural y culomundismo económico hicieron que libros y películas llegaran tarde (o nunca). Como esas estrellas que se apagaron hace siglos, pero para nosotros todavía brillan, algunas obras arribaron aquí cuando su impacto en el resto del mundo ya se había diluido, o había sido superado por nuevas expresiones. En ese sentido, resulta ejemplificador observar la marcha de la industria discográfica durante los años de plomo, en los que el desarrollo de la historia musical parecía conducido por el general Alais. En los ’70 y ’80, los melómanos vivieron una saga paralela. En una era sin Internet y casi sin revistas importadas, dependiendo de lo que pudieran averiguar los periodistas de Pelo o Expreso Imaginario, sólo quien estaba en condiciones de viajar a Londres o a Nueva York a comprarse los últimos discos podía alardear de saber la posta. Para los demás, condenados a paupérrimas ediciones argentinas de títulos traducidos y nula información, el delay construyó curiosos remixes.
- Going for the One, de Yes, se editó en la Argentina milagrosamente al mismo tiempo que en Inglaterra, en 1977. Pero al año siguiente salió aquí Time and a Word, grabado en 1970. Así, los fans del grupo sinfónico escucharon primero a la formación de Jon Anderson, Steve Howe, Rick Wakeman, Alan White y Chris Squire, y después a la alineación original de Anderson, Squire, Peter Banks, Tony Kaye y Bill Bruford.
- A su complicada historia de cambios de personal y rumbos artísticos, King Crimson agregó las particularidades locales. Lizard, lanzado en 1971, llegó en 1977; en 1978 se editó In the Wake of Poseidon, grabado en 1970; Red, de 1974, quedó en el segundo lugar de la lista de “Discos del año” de Pelo en su anuario de 1976. King Crimson había sido disuelto por Robert Fripp un año y medio antes.
- En 1969, tras la partida de Syd Barrett, Pink Floyd lanzó More y luego Ummagumma. Este se editó en la Argentina en 1976, y More en 1977. A esa altura, en Inglaterra ya habían disfrutado de Atom Heart Mother, Dark Side of the Moon y Wish you were here, que llegaron en edición nacional a comienzos de los ’80 y gracias al delayado estreno de The Wall.
- Made in Japan (1972), de Deep Purple, apareció en 1977; Tubular Bells (1973), de Mike Oldfield, en 1978; Four Way Street (1971), de Crosby, Stills, Nash & Young, vio la luz en 1978, cuando en el resto del mundo se editaba Crosby & Nash Greatest Hits y Thoroughfare Gap, de Stephen Stills; Fear of Music (1979), de Talking Heads, se editó a mediados de 1981; Before the Flood (1974), de Bob Dylan, en 1977; The Lamb Lies Down on Broadway (1974), de Genesis, en 1976; Zoot Allures (1976), de Frank Zappa, en 1978.
Durante un buen tiempo llegamos siempre tarde, donde nunca pasaba nada.
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Aquí es viernes, son las cuatro de la tarde y llueve. Esta nota, lector, también tiene delay.
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