OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
ADVERTENCIA: la siguiente columna puede contener lenguaje explícito.
La banda se llama De Bueyes, y su flamante disco debut se titula Más que una yunta. Se los reconocerá mejor si se dice que son “la Bersuit menos Gustavo Cordera y Juan Subirá”, pero obviamente ellos están tratando de abrir su camino sin tener que mencionar a viejos compañeros. Lo llamativo es el sticker que adorna el disco editado por Sony Music, y que reza “ADVERTENCIA: Algunas canciones pueden contener expresiones de lenguaje explícito”. El gesto de mojigatería resulta llamativo. A mediados de los ’80, Tipper Gore tuvo que esforzarse en el lobby político de Estados Unidos, conseguir audiencias en el Senado, apelar a los contactos e influencias de su marido Al Gore (reciente visitante de la Argentina, ganador de un Oscar y un Nobel, impulsor años después de aquel lobby de un gran festival de rock de conciencia ecológica), para conseguir que en Estados Unidos se implementara el malhadado sticker “Parental Advisory: Explicit Lyrics”. Aquí no hubo ningún debate, y si lo hubo no tomó estado público. No hubo declaraciones de políticos preocupados por las mentes jóvenes, ni un Frank Zappa o un Dee Snyder que saliera a defender su derecho a componer lo que se le cante sin que un poder superior lo califique. Como en el Primer Mundo, ya tenemos venta digital, MusicPass y tipper stickers que advierten a la población sobre el peligro de ciertos productos musicales.
La apreciación viene a cuento de una semana en la que, de manera inevitable, la sanción de la nueva y necesaria ley de Servicios de Comunicación Audiovisual quedó eclipsada por el tema que desvela a millones en este futbolero país: la trabajosa marcha de la Selección Argentina al Mundial de Sudáfrica. Las épicas noches del Monumental y el Centenario produjeron el resultado deseado, pero también levantaron tsunamis mediáticos. En eso, claro, tuvo mucho que ver el DT, que no tuvo mejor idea que festejar la clasificación en Pato Fontanet style, mandando –repetidamente– a mamarla a quienes lo criticaron por la inocultable abulia del equipo. En vista de lo sucedido, quizás alguien debería considerar la posibilidad de colgar en la sala de conferencias de los estadios un cartel con la frase “ADVERTENCIA: algunas declaraciones pueden contener lenguaje explícito”, poner en conocimiento del estimado público que puede suceder que un entrenador sugiera que los periodistas andan con un miembro viril insertado en el recto.
Asombrarse por los brotes barrabrava del Diego es inocente o hipócrita: el Diez nunca fue un tipo medido, en su verba inflamada pueden encontrarse genialidades referidas a la rapidez de ciertas tortugas o la malicia de quienes le sustraen la leche al gato, pero también brutalidades impresentables, o actos como el de disparar un rifle de aire comprimido contra una delegación de prensa. En todo caso, lo que sorprende es la falta de grandeza de un tipo que fue tan grande: en vez de adoptar una postura de triunfalismo moderadamente sobrador, Maradona, nada menos que el responsable del equipo que vestirá de celeste y blanco en Sudáfrica, alguna vez embajador de oficio, se puso el traje de cavernícola para la cadena nacional del pospartido.
Bien lo dijo la Bruja Verón, que acostumbra medir las palabras aun cuando se lo nota recaliente: no hay nada que festejar, apenas un desahogo. Pero en República Maradonia el desahogo no sabe de sutilezas.
No es culpa exclusiva del Diego. Su actitud y sus palabras sin sticker tras el encuentro con Uruguay contradicen la noble apreciación de que “la pelota no se mancha” (¿no se embadurna la redonda hablando de chupar pijas tras un match futbolístico?), pero forman parte del desnaturalizado juego de exposición mediática del once contra once. Los contratos millonarios, los escándalos administrativos, las botineras, la instalación de personajes del fútbol en programas de chimentos, la necesidad periodística de alimentar a un numeroso público ávido de informaciones –o suposiciones– deportivas, las despreciables operetas que a veces montan periodistas de alta exposición (y sería injusto incluir a Toti Pasman en ese grupo) preparan el escenario para que el DT de los DTs elija hablar como un actor porno o un hooligan convencido de tener la poronga más grande del planeta.
El fútbol vive de salvajada en salvajada. Es una utopía pretender que sea Diego Armando Maradona, justo él, quien venga a poner una nota de sensatez.
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Apenas unos minutos después del partido, en las pantallas de TV hubo un producto que tomó la delantera, hizo sonar la campana de largada de un aquelarre conocido: el aviso de un vino blanco que busca disputarle un lugar a la cerveza como bebida joven dio las instrucciones para participar por un viaje a Sudáfrica. Fue una muestra gratis del suspiro de alivio que, mientras Bolatti mandaba la bocha al fondo de la red uruguaya, sonó en las oficinas de infinidad de empresas que tienen en la Copa del Mundo una fuente nada desdeñable de negocios.
Es una suerte de contrapeso de la lógica alegría por disputar el torneo más importante del balompié, la expectación por ese fixture en el bolsillo y la consecuente programación de modos y situaciones para seguir los partidos. A medida que se acerca la fecha, la tele, la radio, los diarios, viven un potente reverdecer de la pauta publicitaria. Todo producto, hasta una crema antihemorroidal (para seguir en tema, lo que les recomendaría Maradona a los periodistas), es pasible de ser vehículo de la promo por un viaje a Sudáfrica. Empiezan a aflorar las publicidades genéricas, algunas realmente ingeniosas y que da gusto ver –hasta que, a la repetición número mil, ya no dan ningún gusto–, otras de medio pelo y otras sencillamente inaguantables, por mala factura o incoherencia, por traídas de los pelos o por la falsedad ideológica de un patrioterismo rancio. Y eso sin contar la paciencia que exigen propuestas como “Juntá quichicientas tapitas de Diego Cola, llená el álbum, canjealo por un pin y mandá un SMS de 1,50 más IVA para participar por el sorteo de una popular para Suiza-Honduras”.
Y es sólo la cáscara del asunto. Corea-Japón, tan lejos, tan de trasnoche, tan caro con el país hundido en un abismo de crisis, fue un respiro a la batería de programas, emisiones especiales, micros informativos, entrevistas, filmaciones de una práctica borrosa detrás de un muro electrificado, jugadores con gorrita sponsorizada y análisis, análisis y más análisis, periodistas, jugadores que no entraron en los 22 pero “conocen el grupo”, técnicos en actividad, ex jugadores y ex técnicos devenidos periodistas, estrellas de la sexta división, lo que sea, lo que haya y lo que se consiga, y de ser posible un Sanfilippo que garantice dos o tres bombas por programa. El Canal del Mundial. La Señal del Mundial. Los Sponsors del Mundial. La Radio del Mundial. El Sitio Web, el Blog, el Tweet, el Facebook del Mundial. Comprá en el Supermercado del Mundial, podés ganarte las canilleras de Verón.
Y claro, el altar a la tecnología, la presentación con bombos y platillos del UltraMegaTelebeam Slow Motion capaz de informarnos que el nueve no sólo estaba cuatro centímetros en offside sino que además olvidó lavarse los dientes antes de saltar a la cancha. Y el sonsonete de relatores y comentaristas que repiten “el equipo A no encuentra la pelota, está mal parado en el campo, sus delanteros no bajan a buscarla, los volantes no vuelven”, y de pronto el equipo A mete un gol y se los escucha largar “como veníamos diciendo, el equipo A estaba mejorando su posición en la cancha”...
Todo ello aderezado con una clase de éxtasis y sufrimiento que sólo el fútbol puede deparar.
Se viene la Copa del Mundo: a disfrutarla. Se viene la Copa del Mundo: a sufrirla. O, como diría el elegante pensador argentino Diego Armando Maradona: a mamarla.
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