Dom 21.02.2010
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OPINION

La melodía de la gloria

› Por José Luis Castiñeira de Dios *

Ha muerto Ariel Ramírez, uno de los creadores más importantes de la música iberoamericana en el siglo XX. Su obra como compositor ha sido y es, con la de Ginastera, Piazzolla y Carlos Guastavino, carta de presentación y marca de la música argentina en el mundo. La singularidad de su lenguaje pianístico abrió camino a la relectura de las músicas populares sudamericanas y creó escuela de colores instrumentales, de invención rítmica y de refinada expresión lírica.

Pero fue en lo melódico donde Ariel alcanzó la estatura del genio. Desde “La tristecita” hasta “Los inundados”, pasando por el poético “Volveré siempre a San Juan” o la belleza modernista de “La última palabra”, Ariel Ramírez compartió con Carlos Guastavino, y quizá más allá, la misteriosa condición del melodista, esa virtud que Bach admiraba en Vivaldi, que los grandes maestros alemanes del siglo XIX envidiaban a los belcantistas italianos, que nos retrotrae a la cuestión central de la música: el canto, ahí donde seres humanos y pájaros se emparientan. Las melodías que creó Ariel Ramírez quedarán para siempre, y será “Alfonsina y el mar” la que nos lo recuerde a lo largo de los tiempos, los estilos, las modas.

En algún momento compartimos la enseñanza de un gran maestro, Erwin Leuchter, que siempre se asombraba de esa peculiar manera de enfocar la creación musical para quienes habíamos hecho propio el lenguaje de la música popular, particularmente el de la riquísima experiencia del mundo folklórico argentino. Y también compartimos la amistad en el arte y en la vida de artistas excelsos que hicieron carne y sonido sus creaciones: Domingo Cura, Mercedes Sosa. Con ambos y con Ariel nos tocó participar en aquellas inolvidables jornadas del primer retorno a la Argentina junto a Mercedes en el Teatro Opera, en el mes de febrero de 1982, cuando Leopoldo Fortunato Galtieri quiso dar signos de apertura política y permitió esas once noches de libertad condicional para que nosotros mostrásemos la cabeza en una Argentina que no frecuentábamos desde hacía tiempo, y para un público que deliraba cantando las canciones de todos junto a sus artistas más queridos.

Su señorío, su sentido del humor, su elegancia como artista iban unidos a una concepción profunda de la música y su compromiso con una tradición que Ariel se había tomado el trabajo de aprehender desde joven, cuando todo parecía llevarlo a una carrera de pianista internacional y de difusor de la música europea. Su decisión de entonces marcó un compromiso de toda la vida, que defendió como un militante de la música y un defensor de la creación nacional.

Fue este idealismo nacionalista y telúrico lo que lo llevó a emprender tareas titánicas, como la que lo acercó a intentar, con el éxito que conocemos, hacer una misa, género abordado por muchos de los grandes compositores de la historia de Occidente, pero “criolla”, es decir con nuestros ritmos, con nuestras inflexiones melódicas, con una concepción que excedía las fronteras argentinas y era pensada en términos sudamericanos. Y luego, tras el encuentro con Félix Luna, atacar piezas de bravura que vincularan la música con la historia de la Nación argentina, con sus hombres y mujeres, con el relato de sus pasiones y sus luchas. Así nacieron Mujeres argentinas, Los caudillos, la Cantata sudamericana, obras corales en el sentido más amplio de la expresión, que pretendían cantar y contar la historia y sus personajes: Juana Azurduy, heroína, Rosarito Vera, maestra... Las figuras del bronce y las de la pequeña historia cotidiana, los iluminados y los idealistas.

Como Astor Piazzolla, su coetáneo, Ariel Ramírez nos deja la enseñanza de su constante interés por la expresión popular de América, de la fe en la capacidad creativa del artista, la voluntad de manifestar una identidad cultural propia y defenderla sin temor ante las otras voces del mundo. Y sobre todo, Ariel nos deja un tesoro de melodías únicas, que nos seguirán acompañando cuando no existan más los soportes sonoros que conocimos, pero sí sobreviva su voz en la memoria de todos, el logro más grande que puede soñar todo artista: vivir en la memoria afectiva de su pueblo.

* Compositor y director nacional de Artes.

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