OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Si no hay canción, ¿cuál es?
El mundo sordo como un pie.
Divididos, 1991
No es la primera vez que se dice, pero es el informe más reciente. Esta semana, el profesor Peter Rabinowitz, del Programa de Medicina Ocupacional y Ambiental de la Universidad de Yale, señaló que el uso indiscriminado de reproductores de MP3 producirá una generación de personas con serios problemas de audición, que llegarán a la sordera lisa y llana. En el British Medical Journal, Rabinowitz escribió que el uso y desarrollo de los aparatitos “ha crecido mucho más rápido que nuestra habilidad de mensurar las potenciales consecuencias en la salud”. Según los estudios en los que se basó el profesional, más del 90 por ciento de los jóvenes escuchan música por esa vía, a menudo por varias horas diarias y al taco. “Insertar los auriculares en el canal auditivo intensifica el volumen hasta llegar a los 120 decibeles, equivalentes al motor de un jet”, señala, y cita un reporte del Royal National Institute for the Deaf que afirma que el 66 por ciento de los usuarios de iPods y gadgets similares escucha música a volúmenes que superan los 85 decibeles. “Nuestro apetito por nuevas tecnologías debería ser acompañado por esfuerzos igualmente vigorosos por entender y manejar las consecuencias del cambio en los estilos de vida”, se preocupa el profesor.
Desde los tiempos de Beethoven, la sordera es un vampiro que sobrevuela al mundo de la música. En una célebre declaración, Pete Townshend señaló hace algunos años que “tengo un serio daño auditivo, que se manifiesta con el tinnitus que resuena en mis oídos frente a algunas frecuencias que toco en la guitarra. Es algo doloroso, algo frustrante”. El guitarrista de The Who (banda alguna vez incluida en el libro Guinness como “la más ruidosa del mundo”) no es el único enfrentado a semejante problema, pesadilla de cualquier músico: Sting, Jeff Beck, Eric Clapton, James Hetfield, Lemmy Kilmister, Ted Nugent, Mick Fleetwood, entre muchos otros, han admitido en entrevistas periodísticas que el oficio les fue taladrando el canal auditivo, dejándolos al borde de la desesperación... y convirtiéndolos en presa fácil para chistes sobre la calidad de sus trabajos más recientes.
Que la sordera sea un riesgo cierto para los músicos es una paradoja del tamaño de una pared de Marshalls, pero se entiende porque lo suyo es la exposición permanente al volumen en 11. La cosa toma otros visos cuando los que se ponen en riesgo son los consumidores de música, en un número alarmante: como bien dice el profesor Rabinowitz, es el cambio en los estilos de vida, el apetito por nuevas tecnologías, lo que introduce una variable novedosa. No es que antes del reproductor de MP3 el amante de la música no castigara sus oídos, pero la masificación de la escucha portátil y el poderío de los nuevos artefactos multiplica al grupo de riesgo, que para colmo no se detiene mucho a pensar en las salvajadas a las que somete a los huesos más pequeños de su cuerpo.
Analizar los gráficos de las grabaciones más recientes lleva a la conclusión de que el grueso de los productores opta por la gran compresión y los niveles altísimos: para competir en la jungla de las FM hay que imponerse por prepotencia de sonido. Pero, como dice cualquier ingeniero de audio con dos dedos de oreja, más alto no significa mejor. Del mismo modo, mayor volumen no significa escuchar mejor: a menudo es lo contrario, sobre todo si se tiene en cuenta que el formato MP3 no es precisamente un dechado de calidad acústica. Uno a veces se descubre tarareando la canción que sale de los auriculares del que está sentado al lado en el bondi (o un par de asientos más allá), mientras se pregunta cuánto tiempo tardará ese individuo en responder a cualquier frase con un “¿Qué?”.
Y en estos tiempos en que a cualquier situación se responde con la teoría del complot: ¿Y si todo es una gran conspiración? ¿Y si los fabricantes de MP3 players ya tienen cientos de containers llenos de audífonos para los futuros sordos? El predicamento de artistuchos horribles de todo género, que hace algunos años solo podrían haberle lustrado las guitarras a los grandes de verdad, ¿no será un indicativo de que la sordera es un mal ya enquistado en la sociedad? ¿No habrá un gordo detrás de un escritorio presionando a los fabricantes de reproductores para que en el manual de instrucciones pongan el aviso “Escuchar música a niveles excesivos puede dañar su audición” en letras cada vez más pequeñas y marginales, para poder seguir editando basura bien empacada sin que nadie se dé cuenta? ¿Es Arjona un hijo del tinnitus?
¿A quién le sirve una generación de sordos?
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“Sí, sí, ya sé que es más fácil bajar música, y probablemente más barato. Pero, ¿qué están pasando en tu negocio favorito de downloads cuando entrás? Nada. ¿A quién te vas a encontrar ahí? A nadie. ¿Dónde está el tablón de anuncios pidiendo músicos para bandas destinadas al estrellato? ¿Quién te va a decir que dejes de escuchar esto y aquello y le pongas atención a aquello otro? El ahorro te va a costar una carrera, un grupo de amigos copados, gusto musical y, eventualmente, tu alma. Las disquerías no te van a salvar la vida, pero pueden darte una mejor.” El párrafo pertenece a Nick Hornby, autor de maravillas como Alta fidelidad, 31 canciones y Fiebre en las gradas, y fue pronunciado para apuntalar el Independent Record Store Day que se celebró el sábado 17 en 18 países de cuatro continentes: una celebración de la disquería al viejo estilo que incluyó el lanzamiento de ediciones especiales en vinilo con canciones de The Beatles, Bat For Lashes, Pet Shop Boys, Hot Chip, Babyshambles, Lily Allen y un nuevo single de Blur, “Fool’s Day”.
Afortunadamente, hay un romanticismo musical que se niega a morir, y que no se verifica solo en un Primer Mundo donde el público puede costearse las “inconveniencias” de seguir paladeando vinilos. En Buenos Aires hay muchas y buenas disquerías “al viejo estilo”, la contracara de esos McDonald’s de la música donde los dependientes solo saben lo que dicen los displays de cartón entregados por las discográficas. La flamante, deliciosa revista Alta fidelidad (para conseguirla, ingresar a altafidelidadmag.com.ar) demuestra que el movimiento no reconoce desigualdades económicas ni geográficas. Si se ha globalizado el consumo digital, no hay razón para abandonar un planteo de globalización de otra forma de escuchar música, que tiene muchas más facetas que las apreciables a través de los parlantitos de la computadora o los presets de ecualización del iPod.
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Hablando de globalización: hace un par de semanas se disparó una áspera polémica con respecto a Spotify, que con sus siete millones de usuarios es uno de los sitios líderes de download y streaming de música. Un informe de las asociaciones de autores de Gran Bretaña señaló que el millón de escuchas de “Poker face” le reportó a Lady Gaga la fabulosa suma de... 167 dólares. Al día siguiente, Paul Brown, vicepresidente de Alianzas Estratégicas de Spotify (ah, las corporaciones y sus maravillosos cargos ejecutivos con grandes sueldos), salió a declarar que los datos eran inexactos, que en la empresa se sentían “decepcionados” y “deprimidos” por tanta ignominia. No dio niguna cifra específica que rebatiera las versiones, pero sí dijo que “estamos trabajando duro para hacer crecer un negocio sostenible que compensa bastante a todos los involucrados y en especial a los compositores y artistas”. Los centenares de músicos que han sido esquilmados por la industria a lo largo de la historia sabrán reconocer esa clase de declaraciones. Hace ya una punta de años, el Indio Solari y Skay Beilinson escribieron una canción que arrancaba con “Quiero impresionar a ese gordo tramposo...” y señalaba: “De todas tus ofertas, me cago de risa”.
Entre la industria y los músicos siempre será difícil un acuerdo que satisfaga a todos. Será porque unos hablan de música y otros hablan de plata, unos buscan los matices y otros el volumen brutal. Un diálogo de sordos.
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