Vie 17.02.2006
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EL RESCATE DE TRUMAN CAPOTE, EN MEDIO DE LA EFERVESCENCIA QUE GENERO SU BIOGRAFIA FILMICA

El escritor en el mundo del espectáculo

La película Capote se estrenará en la Argentina el próximo 2 de marzo y apenas tres días más tarde irá en busca de los Oscar. Es una buena oportunidad para indagar en la vida y en la obra de un auténtico genio literario, que terminó devorado por su propio personaje.

Por Maruja Torres *

Fue un genio de la literatura. Truman Capote supo moverse entre lo sórdido y lo poético, entre el jet-set y los asesinos de A sangre fría. Su vida de cine es ahora la película Capote, protagonizada por Philip Seymour Hoffman, elegida por los críticos estadounidenses como la mejor de 2005 y una de las favoritas a conseguir un Oscar.

Truman Capote fue uno de los mejores escritores de su generación, alguien dotado de un oído infalible para captar la musicalidad de la lengua inglesa y para reproducir el habla de la gente. A ello habría que añadirle la magistral habilidad con que mezclaba lo oscuro y lo poético, la angustia que serpentea bajo las aguas mansas y también la altura descriptiva de su prosa. Era un genio, como él mismo dijo, tras alardear también de ser alcohólico y drogadicto. Pero estas dos últimas características no siempre estuvieron en él, aunque sí la pulsión que acabaría por entregarlo a tales adicciones: el miedo a ser abandonado, que se inició en su terrible infancia y no lo abandonó hasta el final.

En realidad, Capote, que nació en Nueva Orleans en 1924 y falleció en agosto de 1983 de una lenta y repetida sobredosis de licores y fármacos, vino a este mundo con el apellido Pearsons. Con un don, y con bastantes cargas. Pasó la mayor parte de su infancia en Monroeville, con sus tías, mientras su madre, que había huido de su marido en dirección al Norte para pescar un hombre que la hiciera rica, se limitó a mandar dinero para su manutención y algo de ropa por correo; su padre, cuando no vagabundeaba e intentaba poner en pie sueños imposibles, estaba en la cárcel.

El pequeño Truman creció en la espesa sensualidad sureña que tantos otros escritores propiciaron –el más grande, William Faulkner–, rodeado de magia y de susurros, de narraciones en el porche y personajes alucinados. Desarrolló una capacidad de seducción sin límites, encerrada en un pequeño cuerpecillo de duende rubio y frágil. Cuando, por fin, su madre lo llamó para que su nuevo marido, Joe García Capote –su abuelo fue un español que había luchado en Cuba contra los norteamericanos–, cuidara de él y le diera su apellido, Truman ya tenía unas cuantas cosas muy claras y una característica especial.

Las primeras se referían a su necesidad imperiosa de convertirse en escritor y abrirse camino como tal; la segunda era su homosexualidad, que ni de niño ocultó, vistiéndose con excentricidad y exhibiendo sin complejos su voz aguda, aflautada y femenina. Años más tarde publicaría el cuento “Deslumbramiento”, muy sureño, en el que narra la relación de una supuesta maga con un niño que, en secreto, desea ser mujer.

En el prólogo del libro que lo contenía, Música para camaleones, Capote –era 1980: faltaban sólo tres para su muerte– escribió que “cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Truman lo sabía bien. Para entonces, y desde la década del ’40, lo sabía todo acerca de la gloria literaria, los placeres de la vida mundana, el brillo y las sombras de la café-society, de la que había sido niño mimado, y la tortura de escribir. El látigo predominaba en su existencia.

Pero hubo un tiempo en que decir Capote era nombrar lo más alto y brillante de la literatura, y lo más osado y vibrante de un espectáculo social que no se detenía nunca, y en cuyo interior giraba como un torbellino. Una espiral en la que se vio atrapado –y de la que se vio escupido– cuando se publicaron en la revista Esquire los primeros capítulos de su último e inacabado libro, Plegarias atendidas.

Ya adolescente, Capote había plasmado su intenso deseo de hacer carrera en un poema que escribió en el colegio: “Como el poderoso cóndor (...), he aguardado y acechado a mi presa. Mi víctima es la inmortalidad. Ser alguien y ser recordado”. No lo escribió en broma. En 1942, a los 18 años, entró como corrector de pruebas en su adorado y elitista The New Yorker, donde sufrió la decepción de ver que no le daban la menor oportunidad de publicar sus relatos. Por suerte, en Harper’s Bazaar y su revista hermana, Mademoiselle, consiguió su oportunidad. Tras haber sido reclamado en la oficina de reclutamiento, donde fue rechazado a primera vista por su nervioso amaneramiento, Truman se presentó en el edificio de las mencionadas publicaciones femeninas, que se vanagloriaban de contar con los mejores escritores del país.

Efectivamente, entre anuncios y reportajes de modas publicaban sus narraciones gente como Virginia Wolf, Christopher Isherwood, Colette, W. H. Auden y Carson McCullers. Allí encontró a sus primeros protectores y protectoras, allí se hizo querer. Porque Truman no se parecía a nadie, era bullicioso y conquistaba a toda costa a quienes necesitaba en un sentido o en otro; no por manipulador, o no sólo por eso, sino porque siempre estuvo necesitado de afecto. Los Capote, con quienes había crecido, no habían resultado finalmente de gran ayuda sentimental, en especial su madre, Nina, que lo vituperaba por su homosexualidad y exhibía ya una marcada tendencia al alcoholismo.

Desde que publicó sus primeros relatos, y sobre todo desde que salió su primera narración larga, Otras voces, otros ámbitos, el éxito lo inundó como el sol de su tierra sureña. Desarrolló, al mismo tiempo, una actividad social frenética, pues su arrolladora personalidad no dejó indiferentes ni a los homosexuales que integraban gran parte del mundo de la edición y la literatura, ni a la gente de la alta sociedad que tenía como deporte cazar ingenios para su entretenimiento. A su publicidad –y a que el personaje, ya entonces, empezara a devorar al escritor– contribuyó el hecho de que el propio Truman eligió para la contraportada de esa primera novela una fotografía en la que aparecía tumbado en un canapé, con el flequillo sobre la frente y la mirada fija en la cámara; como un lolito. No se podía ser más audaz para la época.

Fiestas, viajes, yates. Mujeres célebres. Las hermanas Lee Radziwill y Jacqueline Kennedy, millonarias como Babe Paley y Gloria Vanderbilt. Y, por supuesto, toda clase de personajes de la literatura, como Gore Vidal (odio a muerte: incluido un pleito), Tennessee Williams, con quien mantuvo intermitencias de amistad y rechazo; así como Noel Coward, que lo adoraba, y el fotógrafo Cecil Beaton. Se encontró en la cúspide –y mejor: seguía en ella– tras la publicación de Desayuno en Tiffany’s, que pasó al cine con Audrey Hepburn como protagonista (Truman la quería, pero no la consideró adecuada; al final de su vida sostenía que Jodie Foster habría sido ideal), y continuaba siendo la mascota del jet-set. Su inquietud interior lo llevaba a viajar con su amante Jack Dumphy y sus perros y gatos: Portofino, Ravello, París, Roma, Taormina, el Caribe. En algunos lugares se detenía y escribía.

Gran parte de A sangre fría fue escrita en la Costa Brava. Lo que llamó novela de no ficción (se habían hecho algunos experimentos antes, pero él fue quien fundó el género, que se diferencia del llamado nuevo periodismo, que inspiró, en el hecho de que en su libro nunca aparece el narrador) constituyó el cenit de su carrera. Después vino la debacle.

Un día de noviembre de 1959 cayó en sus manos un periódico en el que se informaba del asesinato brutal de una familia típica norteamericana, en el condado de Kansas. Se preguntó cómo sería para aquella gente normal la súbita interrupción de la muerte. Por aquellos días, el crimen violento y sin sentido todavía no formaba parte de la rutina diaria. Partió con su amante y con su amiga de infancia Nelle Harper Lee (quien, más adelante, publicaría la célebre Matar a un ruiseñor) para ahondar en el material que sólo iba a servir, creía, para un reportaje largo, como el que años antes había escrito sobre la gira soviética de la compañía que representaba el musical Porggy and Bess. Cuatro años después, deshecho, Truman Capote todavía esperaba, impaciente, el hecho final gracias al que podría escribir el último capítulo de su libro: la ejecución de los dos asesinos, varias veces aplazada.

Lo que ocurrió entre Truman y los dos asesinos (que planificaron deliberadamente el exterminio de la familia Clutter, de ahí el título del libro de Capote: A sangre fría) se cuenta en la biografía del escritor, escrita por Gerald Clarke (Ediciones B), que ha dado pie a la película Capote, con Philip Seymour Hoffman –acaparador de premios por su actuación–, pero lo que hubo en el fondo nunca se sabrá. Truman desarrolló una especie de amistad, de afecto, con las dos víctimas, pero sobre todo con Perry, el más articulado de los dos culpables, y quizá hubo cierta tensión sexual, sobre todo por parte del convicto. En cualquier caso, estuvo allí durante el ahorcamiento, a su lado. “No hay día en que aquello no proyecte una sombra sobre mí”, diría.

Tras el éxito abrumador de A sangre fría, Capote cometió dos errores: darse unas vacaciones (las merecía: cuatro años metido en la sordidez carcelaria no reclamaban menos), pero demasiado largas, descuidando la disciplina de la escritura. Y dar lo que se llamó la fiesta de la década, un baile de máscaras en blanco y negro que planificó como un relato y al que invitó a los personajes más importantes del jet-set. La invitada de honor era Katharine Graham, propietaria de The Washington Post. Hubo intentos de suicidio por parte de algunos que no fueron invitados.

A partir de aquí, nada pudo ser como antes, y fue entonces cuando el alcohol, los tranquilizantes y la cocaína entraron en su vida, así como las desintoxicaciones. Música para camaleones y la inacabada Plegarias atendidas, así como sus famosos retratos de famosos, es cuanto escribió en sus últimos años. Murió sentado en la cama, con su amiga Joanne Carson. Se sintió mal y la mujer quiso llamar al hospital. “No, déjalo, no soportaría pasar otra vez por eso.” Siguieron charlando apaciblemente hasta que se durmió para siempre, según cuenta el libro de Clarke.

Es una lástima que en la última edición de su biografía, por razones publicitarias, figure Philip Seymour Hoffman en su caracterización de Capote, y no el propio autor. Una vez más, el personaje se come al genio. Pero es cuestión de buscar sus obras y leerlo. Es eterno.


* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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