Lun 31.05.2010
espectaculos

OPINIóN

Juremos con gloria vivir

› Por Eduardo Fabregat

Ya ves, no somos ni turistas,
ni artistas de sonrisa y frac:
formamos parte de tu realidad.
Charly García, 1982

Esa escena final erizaba algo más que la piel: erizaba el alma. A las dos de la mañana del 26 de mayo de 2010, Fito Páez y un nutrido grupo de invitados –músicos, artistas, colados varios– impulsaban una vibrante versión del Himno Nacional Argentino: un océano de gente, cientos de miles de personas, inflaba el pecho y generaba un espectáculo de los que se quedan para siempre en la memoria. El Himno ya no era esa obligación de emocionarse con una marcha militar en el helado patio del colegio: de pronto ganaba un significado integral, una sensación de pertenencia como para ponerse en carne viva con ese “O juremos con gloria morir”, aun sabiendo que bueno, no es para tanto, en realidad no queremos morir sino vivir con gloria.

No lo consiguió una campaña concientizadora estatal ni una educación rígida, ni la repetición a metralleta de conceptos patrióticos que deben marcarse a fuego, ni las palabras de un educador, un progenitor, un funcionario, un cura o cualquier otro representante de alguna entidad estructuradora de lo social. Lo consiguieron los artistas.

Hubo algo especialmente valioso en los fastos del Bicentenario, algo que va más allá de toda consideración política: el relato más fuerte de la gesta argentina estuvo a cargo de un gremio que en este país fue (demasiado) a menudo perseguido y ninguneado. Como pocas veces, esta Semana de Mayo dejó más patente que nunca el peso específico de la cultura. Si el relato de octubre del ’45 tiene por protagonista al Perón de brazos alzados y las masas, el de mayo 2010 queda con la imagen de las masas y los artistas. Pavada de honor: a ver quién se atreve a discutir ahora el rol de los creadores en la fragua de una sociedad más libre, más plena, más protagonista de su destino.

Acostumbrados a desconfiar de toda bandería, los músicos que participaron del Bicentenario asumieron su rol en el festejo sin contaminarlo de politiquería: subieron y tocaron, hubo un amplísimo arco estilístico de notable calidad, y en esa demostración de fuerza cultural quedó claro que la historia de este país no puede prescindir de ellos. No se puede contar la Argentina sin contar su arte, esas expresiones que sorprenden y seducen al extranjero, que perduran en el tiempo, que dejan marcas que no borra ningún edicto, ninguna lista negra, ninguna quema de libros o persecución. La fiesta fue de todos –mal que les pese a unos cuantos avenegras que predicen el desastre a la vuelta de cada esquina– porque el pulso lo llevaron los artistas, que borran toda frontera ideológica, que hablan un lenguaje universal, sin mezquindades ni prejuicios.

No fueron sólo los músicos que subieron al escenario de la 9 de Julio, claro. Quienes recuerdan los impactos de La Organización Negra, Ar Detroy y De La Guarda sabían de antemano que los Fuerzabruta, herederos naturales de ese teatro de acción surgido en antros porteños, no iban a defraudar. La compañía que encabeza Dicki James ofreció un relato de la argentinidad que no sólo brilló por su calidad performática, sino que también escapó al acartonado discurso que varias generaciones debieron absorber de manera dogmática. Emoción, profundidad artística y enseñanza sin naftalina.

En la suculenta entrevista de Karina Micheletto que este diario publicó ayer, Fito Páez dio en el clavo con una apreciación que le costará la crítica berreta de más de un avenegra: “Esto no se podría haber dado en otra coyuntura, eso es innegable. Hay algo allí, de cómo están funcionando las cosas, que lo habilitó”. No es capricho ni kirchnerismo, basta repasar hechos no tan lejanos. En noviembre de 1991, el festival Todos Juntos por la Vida, organizado por la Fundación de Ayuda al Inmunodeficiente (Fundai), reunió a 100 mil personas en la misma 9 de Julio: la noche terminó con un saldo de noventa detenidos y doscientos heridos, robos, peleas y destrozos a autos y locales comerciales. El 28 de mayo de 1996, el festival Por Walter y por Todos, organizado por la Correpi en el Parque Rivadavia, no llegó a los titulares de los diarios honrando la memoria de Walter Bulacio, sino relatando las peleas, el saqueo a la licorería Vinfiar y la muerte del skinhead Marcelo Scala en medio de la oscuridad ordenada por Jorge “Topadora” Domínguez, último intendente de Buenos Aires. Eran encuentros planeados en nombre de nobles causas, pero el clima social los convirtió en pequeños desastres.

En un largo, inolvidable fin de semana, seis millones de personas tomaron la calle. No hubo un solo hecho de violencia. No hubo vidrieras rotas, autos volcados o trifulcas partidarias. No brotó el volcán que algunos aseguran que está latente en la sociedad. Hubo nacionalismo en el buen sentido, y una multitud de personas (no “la gente” que venden ciertos medios: personas de carne y hueso) que celebró en compañía de sus mejores aliados. Los artistas. Los creadores. Los que se pelan el culo para darnos lo mejor que tienen sin pedirnos votos a cambio. Los responsables de que nos llenemos de orgullo cuando hablamos de cultura argentina.

Ya se limpiaron las cenizas de nuestro breve carnaval: el desafío será mantener encendido el fuego.

Juremos con gloria vivir.

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