JORGE LUIS BORGES EN LA MIRADA DE MARIA KODAMA
No se pierde ninguna de las charlas de especialistas para debatir sobre “Borges poeta”. Kodama habla del escritor y del hombre, de su encuentro con Jagger y de la controversia con el amigo de toda la vida: “Borges me dijo que Bioy era un cobarde”.
› Por Silvina Friera
Desde Leipzig
Los ojos de María Kodama –que fue sus ojos y ahora es su boca, su palabra en el mundo– ven a Borges angustiado. El recuerdo dibuja una sonrisa de piadosa ternura en el rostro de su compañera de ruta. Están en Alemania. A Leipzig, donde por estos días todos hablan de su poesía, no llegarán nunca. Están los dos caminando por Berlín. Ella quiere visitar los museos, la mayoría en el este. Pero hay un problema. Un muro. El no se atreve a cruzarlo. Tiene miedo. No está ante un laberinto imaginado. Hay alambres y armas que apuntan. Que amenazan. “¿Y si no me dejan salir, María?”, pregunta. La imagen se detiene unos segundos. “Está bien, Borges”, le responde en esa tercera persona que suena a diálogo de una película de los años ’70. Así se trataba esta pareja de viajeros incorregibles. De usted. “Para qué le voy a amargar la vida”, dice ahora, en este momento en que recompone la escena, la mujer fanática de Pink Floyd y Los Rolling Stones. Sí, una Kodama rockera de pelo de tres colores: blanco, castaño, negro. La que supo cantar, junto a Borges, las canciones del film The Wall de memoria.
En el jardín del hotel de Leipzig Kodama mueve sus manos delicadas al compás armonioso de sus vivencias. Le brillan los dedos por los anillos de plata. En el tobillo tiene una pulserita. Quiere hablar, claro, esta mujer introvertida que tiene que lidiar, se queja, con la malicia de la prensa. “Siguiendo a Maitena, prohibido fotos”, pide la mujer de las envidiables canas platinadas que, por un problema hereditario –vía madre y abuela–, empezó a cambiar el color de su lacia y abundante cabellera a los 16 años. Su tono no es amenazante. Parece un arrebato de coquetería. Por las dudas, se cumple su módica exigencia. “Estoy muerta, no puedo más”, dice a Página/12. El cansancio tiene un título: “Borges poeta”, el coloquio de especialistas de todo el mundo, reunidos en la Universidad de Leipzig por el profesor Alfonso de Toro. Desde que arrancó el encuentro, Kodama tiene asistencia perfecta. No se pierde ninguna de las charlas. Escucha cada planteo del derecho y del revés. Pero a veces cabecea. No por lo soporífero que resultan algunos eruditos. Jamás. Ella es una dama que transita por la cuerda de la amabilidad, la corrección y el respeto. Lo hace, se intuye, por lo crípticas y disparatadas –hay que decirlo, a cuenta y cargo de esta cronista–, que suenan algunas interpretaciones.
Si ante una duda o un entuerto la consultan los sesudos borgeanos, Kodama se sincera. “Cuando uno estudia, trata de meter en un esquema lo que uno piensa. Borges me dictaba lo que creaba y no era nada de todo esto.” Todo esto es una discusión bizantina sobre la “autotraslación” y lo fundacional en la poesía de Borges que lanza a la palestra la sevillana María Caballero con un acento que recuerda a las actrices de las películas de Almodóvar. “Cuando él creaba era otra historia: era fundacional, mítico y lo contrario. Esa sutil complejidad, esa contradicción, la vivía con alegría por el descubrimiento de sí mismo”.
Kodama tiene un segundo hogar movedizo. Vive en los aviones, viajando hacia cada lugar donde se congregan los feligreses de Borges. “Hago cosas así –subraya–. Una cosa es la teoría, otra cosa es la persona.” No hay mochila donde hay placer. Aunque haya agotamiento por el reciente vaivén que afrontó el menudo cuerpo de esta mujer a la que le gusta bailar. Que estuvo bailando entre Tokio, París, Buenos Aires. La última escala es Leipzig. “Me apasiona la poesía de Borges, lo leo continuamente y ahora escucho cosas interesantísimas.” Medita unos brevísimos instantes, como si midiera las palabras. La crítica no cierra puertas ni ventanas. Aunque, por momentos, se tenga esa impresión. “Uno lee primero la obra antes que la crítica. No creo que pueda dañarse la obra, sino abrir otras perspectivas –explica–. Puede ser positivo, pero hay que partir de la obra, de cómo llega y lo toca a cada uno. Si no, no tiene sentido.”
–En el prólogo de El oro de los tigres, Borges dice que descree de las escuelas literarias y parece rechazar las teorizaciones de la crítica. ¿Se sorprendería al ver cómo diseccionan su obra?
–A veces, cuando yo estaba en la facultad, me decía: “¿Por qué estudia eso, María? Lea la obra, saque sus conclusiones”. Pero evidentemente la teoría tiene también una importancia dentro de la obra de un escritor. Cuanto más personas se interesan y analizan esa obra, más importante va convirtiéndose el escritor, cada vez más buscado por el mundo académico que queda deslumbrado por escritores como Borges o Cortázar.
La sonrisa de Kodama es tímida y suave. Se escapa repentinamente frente a una evocación, una escena “íntima” de lectura. “Si un libro no te atrapa como lector, hay que desecharlo, dejarlo y leerlo en otra etapa de la vida. A veces empezaba a leer y cuando iba por la mitad decía: ‘no, no leamos’. El libro tenía que atraparlo desde la primera frase. Uno se da cuenta enseguida de si está bien construido. Si el autor empieza a divagar, no sirve. El libro bien construido es cuando el autor tiene el principio y el final de un cuento. El medio no interesa. Pero si uno no tiene el principio ni el final, mejor que no escriba. El buen lector se da cuenta y percibe la divagación.”
–¿Qué teoría o modelos aplicaba Borges en la composición de un poema?
–Ante todo escribía sonetos porque por su falta de vista era más fácil recordar una métrica y una rima precisa. El decía que su meta era la perfección imposible, aunque no la alcanzara.
–En el prólogo de Cuaderno San Martín Borges se pregunta cómo clasificar a Shakespeare o a Dante. El mismo interrogante se podría aplicar a la lírica borgeana, cómo clasificarla, ¿no?
–Para mí es imposible clasificarlo. El siempre decía que la gente “habla de mí, pero no lee mi obra”. Eso quedó ampliamente comprobado cuando decían esas cosas disparatadas, como ese poema “Instantes”, que tardé ocho años de mi vida en encontrar a la autora, Nadine Stair. Eso demuestra que evidentemente no hay sensibilidad en esa gente, ni ninguna posibilidad de sentir lo que él transmite, si pueden confundir cualquier cosa. Uno se pregunta qué pasa, qué pena... (risa).
Algo del espíritu de Borges se prolonga en Kodama. Tal vez sea el “anarquismo” individualista, que más que una extensión es una conexión. “El tenía sus ideas políticas y religiosas y evidentemente las defendía contra viento y marea; contra excomuniones o defenestraciones él tenía el coraje de decir cosas que todo el mundo no se animaba a decir. Toda su vida fue así, en todos los ámbitos y en todos los campos. Sólo podía desdecirse si reconocía que había cometido un error. Cuando llegaba a esa conclusión, paraba la historia. Hay que tener una enorme valentía para reconocer el error, para que una persona de su envergadura reconozca que se equivocó.”
–Admitió que se equivocó con Videla cuando recibió a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo y firmó una solicitada.
–Sí, claro, pero es como con Rosas. El se crió en el odio a Rosas, que era pariente por parte de la familia de su madre. El decía unitarios y federales, pero tanto los unos como los otros no eran santos. Esa es la verdad. Hacer la santidad obviando el error o hacer el error obviando la santidad es caer en lo mismo. Todo esto es horrible, todo esto está mal, lo hicimos y lo asumimos. De uno y otro lado en todos los enfrentamientos políticos o no políticos –también hay enfrentamientos dentro del mundo académico– hay que tener las cosas muy claras y la valentía de decir “no somos los santos de la historia, pero hicimos esto bueno. Somos los santos, pero hicimos esto malo”.
–¿Qué opina del “Borges”, de Adolfo Bioy Casares?
–El libro es para pensarlo en dos partes: una parte que es interesante, la relación intelectual. Me parece lamentable para Bioy todo lo otro. Si una persona tiene un poco de delicadeza, tiene que chocarle mucho porque la amistad es la hombría de bien, como se decía en la época de mis antepasados. Cuando estás con un amigo, desnudás tu alma. Tenés una intimidad y sinceridad muy delicada. Si todo eso que esta persona te dijo lo escribís para publicarlo cuando él muera es la cobardía total. Nadie deja papeles si no quiere que se publiquen póstumamente. Borges me dijo que Bioy era un cobarde. Me contó que en la época de Perón, aun dentro del auto con Silvina y él, no se animaba a hablar mal y eso lo condenó para toda la vida. Debe de haber sido una especie de venganza. En una parte dice que el crítico fulano de tal con el pretexto de elogiar su obra, la hunde, la cocina, la sancocha comparándola permanentemente con la obra de Borges. Si decís eso es porque no querés a alguien, ¿te das cuenta? Hay una parte en la que él dice que Borges comía con las manos. ¿De quién es la culpa? Del anfitrión y no de Borges, que era ciego. Borges comió conmigo en comedores estudiantiles hasta almuerzos con el marido de la reina de Inglaterra, cuando lo condecoraron en Cambridge, y nunca comió con las manos. Está todo dicho, si vos querés a alguien no vas a hacer esos comentarios. Si vos querés, respetás.
Hay que regresar al origen, a un instante fundacional. Una niña de cinco años estudia inglés. A principios de los años ’40 la profesora de Kodama le leyó “Two English Poems”. Fue el primer encuentro, el deslumbramiento de la lectura que no se olvida nunca. “En ese poema Borges decía una serie de cosas lógicas, pero de pronto le dice a esa mujer de la que estaba enamorado, ‘estoy tratando de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con mi derrota’. Todo lo contrario de lo que un hombre ofrece normalmente a una mujer. No lo capté así en ese momento, pero creo que fue lo que me fascinó por contraste”. Después llegaría la vida con y para Borges. Kodama atesora anécdotas que circulan como una brisa. Ahora su memoria viaja a Creta. Llegaron tarde. El escritor tenía un berretín. Jamás cenar en el hotel. “Eso era como estar enfermo”, recuerda Kodama que se quejaba Borges. Armada de su paciencia heredada de sus ancestros orientales, preguntó por un restaurante. Le señalaron una luz en el infinito. Hacia ahí marcharon, juntos. No había nadie. En un momento se abrió una de las puertas y quedaron en el medio de una fiesta de casamiento. “Pero entonces estamos colados”, le dijo Borges.
Otro muro. Ahora a principios de los años ’80. Kodama y Borges van al cine. Ella quiere ver The Wall. Intuye que él no va a querer ir. Se equivoca fiero. Después sería el escritor el que la llevaría a ver el film de Alan Parker con música de Pink Floyd. “Yo sabía las canciones de memoria de haberlas escuchado tanto”, confiesa risueña. Religiosamente, todos los 24 de agosto, cuando Kodama celebra en su casa el cumpleaños de Borges, pone la música de esa película. El muro que le impidió llegar hasta Leipzig y cruzar hacia el este de Berlín sigue en los fragmentos azarosos del tiempo recobrado. La escena transcurre en un hotel de Madrid. Borges está sentado, esperando para salir a cenar. “Yo soy medio miope y no llegué a avisarle”, cuenta Kodama con el gesto de quien calibra los ojos, apenas cerrándolos. Entra en la representación uno de los actores principales. Un Rolling Stone acumula mucha noche y excesos. Pero no puede creer lo que está viendo. Como en trance místico se acerca y se arrodilla ante Borges. “Maestro, yo lo admiro, he leído su obra.”
–¿Usted quién es? –le pregunta el escritor.
–Mick Jagger...
–Ahh, uno de Los Rolling Stones...
–¡Usted me conoce, maestro!
Jagger casi se desmaya de la emoción. Borges lo conocía por María, esa mujer que se acuesta a las 3 de la mañana y se levanta a las 8. “Soy hedonista, como Borges, cuando la musa llega, escribo cuentos.” Aunque el escritor la aguijoneaba para que publicara, con un prólogo de él incluido, ella no aceptó. “Emily Dickinson nunca publicó en vida, sus hermanas publicaron sus poemas –se excusaba para amainar la presión–. ‘Borges, no me fastidie más. Si usted admira a Emily Dickinson, entonces ¿por qué quiere que yo publique?’”. La respuesta, de cuño borgeano, no se hizo esperar: “Bueno, no hay que exagerar, María”.
–¿Sentía pudor por publicar a la sombra de Borges?
–Estaría loca si me sintiera en competencia. Yo hago lo mío. Escribo por placer y no publico porque no se dan las circunstancias. Los escritores no existimos para el periodismo y el periodismo no existe para nosotros. Lo digo por la prensa que tuve durante 23 años, una cosa pesada y muy injusta. Si escribo, no me interesa lo que diga nadie.
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