Dom 15.08.2010
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OPINION

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› Por Eduardo Fabregat

“Aníbal Ibarra debería sentirse muy incómodo si lo procesan, ¿no? Pero obviamente la conciencia de Ibarra es distinta a la mía. Yo seguramente me hubiera ido mucho antes si me pasa un desastre totalmente evitable.”
(Mauricio Macri, 7 de septiembre de 2005.)

La sensación aparece cada tanto: la historia de la Argentina parece moverse en círculos. Se muerde la cola. Hace casi seis años, un desastre evitable truncó la vida de casi doscientas personas y dejó secuelas perdurables en otros cientos. Las investigaciones posteriores demostraron que el gerenciador de República Cromañón había cometido negligencias graves, que la banda que tocaba esa noche había practicado una peligrosa manera de entender el “espectáculo”, que el Gobierno de la Ciudad había fallado en los mecanismos de control de lo que sucede en Buenos Aires. En agosto de 2010, un repaso de los últimos acontecimientos permite avizorar que pocas cosas han cambiado. Otra vez, sobre el tapete se ubica la cuestión supuestamente superada de los mecanismos de control. Borrando con el codo lo escrito en los días calientes de la destitución de Aníbal Ibarra, los actuales responsables de que el ciudadano no esté indefenso ante la negligencia de terceros prefieren poner cara de sota y echarle la culpa al otro. El avestruz vuelve a hundir la cabeza en el suelo.

En el derrumbe de Villa Urquiza murieron tres personas. La única diferencia es matemática. Como en el espantoso enero de Cromañón, el ciudadano medio vuelve a preguntarse en manos de quién está su destino, quién decide lo que es seguro y lo que no, qué turbios manejos se combinan para que el mero acto de pisar la calle sea una aventura. Se pregunta cómo es posible que el principal responsable de la Agencia de Control reparta su tiempo con las ardientes discusiones alrededor de Riquelme en la comisión directiva de Boca Juniors. Y arriba a la dolorosa conclusión de que todo tiene su lógica: es evidente que después de Cromañón cambiaron los nombres pero no el funcionamiento. Y así como no se buscó diseñar un control racional de lo que sucedía en los boliches, sino apelar a una histérica ola de clausuras que dejó a la ciudad con escasos espacios de música en vivo, el resto de las actividades no parece tener mejor control. No se eligió hacer las cosas mejor, se eligió no hacerlas.

Uno se pone escéptico y supone que difícilmente se clausuren todas las obras en construcción. Uno se pone cínico y ve en la apertura de gambas de los funcionarios del actual gobierno una demostración de que es fácil hablar de afuera, prometer el oro y el moro en materia de seguridad ciudadana y luego llegar al edificio de Plaza de Mayo y hacer la plancha y desear que la suerte no sea adversa.

Pero la suerte no es algo que pueda manejarse así nomás. Y el sentido común sigue brillando por su ausencia.

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El fin de semana pasado, Adrian Belew se presentó en Samsung Studio, un hermoso local que alguna vez fue Michelangelo y albergó a un tal Astor Piazzolla. El guitarrista actuó sábado y domingo por la noche, pero también ofreció una clínica de guitarra el domingo por la tarde en el mismo lugar. A las 18.30, todos los asistentes y el músico estaban preparados, pero un inspector del Gobierno de la Ciudad indicó que el encuentro no podía comenzar: no estaba presente el agente policial de consigna que la actual reglamentación exige para desarrollar actividades de música en vivo. Hubo que esperar una hora, hasta que la comisaría de la zona enviara al agente en cuestión. Llama la atención lo quisquillosos que se ponen los funcionarios cuando se trata de música.

“Yo no puedo dejar de pensar que, si fuera por el impacto ambiental, los colectivos no podrían circular, los aviones no podrían sobrevolar Aeroparque, y muchas otras cosas más no deberían hacerse. Pero a lo único que se le ponen impedimentos es al rock”, le dijo a este cronista el empresario Roberto Costa, responsable de Popart, la semana pasada en la AM 750. Tras las prohibiciones de realizar shows en Obras, en el Club Ciudad y en el Parque de los Niños, finalmente los festivales Pepsi Music y Personal Fest se realizarán en Costanera Sur. Si no se quejan los vecinos de Puerto Madero, o si alguien no recuerda que la Reserva Ecológica también está protegida contra el impacto ambiental.

El jueves, Viejas Locas anunció una nueva reprogramación de los dos shows que iba a realizar este fin de semana en el estadio Malvinas Argentinas. La razón fue la misma de la primera cancelación: “Nuevamente con un solo día de anticipación, hemos recibido la negativa de la Policía Federal Argentina, donde nos informa que no disponen del servicio de policía adicional”. Ni el grupo ni la Policía ni el Gobierno terminan de detallar el porqué de esa negativa. La nebulosa alienta la suposición del ciudadano medio, que cita la oscura frase de por algo será y cambia de canal, a ver si se está cayendo otro edificio.

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Ayer por la tarde, en Bonpland y Gorriti, se realizó un festival que busca llamar la atención sobre lo que está sucediendo con el Espacio Cultural Bonpland. Allí funciona un comedor y una biblioteca, se ofrece apoyo escolar a los pibes del barrio y diversas actividades culturales y educativas. Alegando una supuesta deuda de 26 mil pesos, el Gobierno de la Ciudad –el mismo que impulsa un plan de exenciones impositivas a la zona donde están radicadas grandes productoras televisivas– procedió a clausurarlo, y pretende expropiarlo para instalar allí una comisaría de la Policía Metropolitana. Diego Capusotto, Las Pelotas, Rodolfo García, Gabriel Schultz, Sebastián Wainraich, Alejandro Dolina, Botafogo, Victoria Mil, Ronnie Arias, Claribel Medina, Norman Briski, Nonpalidece son sólo algunas de las muy diversas personalidades que están registrando videos en YouTube y ofreciendo su apoyo para torcer la decisión de quisquillosos responsables del control ciudadano.

Desde siempre, en esta historia que se muerde la cola abundan los personajes que prefieren la policía antes que la cultura.

Cuando los controles se vuelven selectivos, es imposible no preguntarse por la intencionalidad. Mientras algunos señalan al rock como responsable de ataques de pánico y rajaduras en el Barrio River, la desidia de un Estado permite que se vengan abajo edificios en otros lados.

¿Quién controla a los que controlan?

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