Sáb 11.09.2010
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I’M STILL HERE SIGUE LA DEGRADACIóN Y POSTERIOR REDENCIóN DE JOAQUIN PHOENIX

¿Una denuncia o un pedido de auxilio?

El documental de Casey Affleck, cuñado y colega del protagonista de Todo por un sueño, muestra lo bajo que cayó el actor en los últimos años, aunque finalmente se lo vea intentando “redimirse” en una suerte de nuevo bautismo.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

¿Qué fue de la vida de Joaquin Phoenix? ¿Dónde está el actor que se hizo célebre por su impresionante encarnación de Johnny Cash, que fue dos veces nominado al Oscar y ganador del Globo de Oro? ¿Es verdad que abandonó todo para dedicarse a la música? ¿A qué música? ¿Al hip hop? Bueno, aquí, en el Toronto International Film Festival, nadie asegura que Phoenix reaparezca después de más de dos años de abandono y ostracismo (aunque unos días atrás dicen que pasó, limpio y afeitado, por la Mostra de Venecia). Pero el documental I’m Still Here (Todavía estoy aquí), dirigido por su cuñado, el también actor Casey Affleck, da una idea muy precisa del grado de locura y degradación al que llegó Phoenix desde que dejó los sets después de protagonizar Los amantes (2008), una magnífica película que ya lo exhibía en una delicada cuerda floja entre el genio alla Brando y una inestabilidad emocional que excedía en mucho la de su personaje.

El registro de Affleck –que conoció a Phoenix durante el rodaje de Todo por un sueño, de Gus Van Sant, cuando todavía eran dos actores casi adolescentes y tenían la vida por delante– empieza por el principio del fin, cuando Joaquin tiene que cumplir con las giras promocionales de la película de James Gray y en cambio se recluye en su casa de Hollywood a grabar en su propio, precario estudio unos raps incoherentes que no quiere escuchar ni siquiera su propio entorno. Su aspecto sería, en todo caso, lo de menos. Peludo, sucio y barbudo como si acabara de salir de una cueva, al punto de que necesita de unos gigantescos anteojos oscuros hasta para meterse en la cama, Phoenix se entrega sin pudor, delante de la cámara de

Affleck, a los peores excesos, todos juntos: alcohol, drogas duras, sexo indiscriminado con groupies varias, y maltrato y abuso constante de sus asistentes. En particular, de una suerte de secretario-parásito con quien mantiene una perversa relación de amo-esclavo y que se da por despedido cuando termina defecándole en la cara mientras el actor duerme.

Todo en el documental de Affleck es tan desagradable que parece lícito preguntarse por un lado si es verdad, si no es un mockumentary para provocar y burlarse de la prensa y el público. Y, si es verdad, para qué lo hizo, para qué siguió a Phoenix hasta las bambalinas de los clubes nocturnos de Miami y Las Vegas donde el actor, en ese estado de perdición absoluta, intenta hacer su impresentable show de hip hop delante de un público que solamente quiere burlarse de él y con el que termina agarrándose a las trompadas o vomitándose encima en el baño. En plan de autoflagelación, Phoenix también se deja filmar viendo el tape de su tristemente célebre participación en el Late Night Show de David Letterman, en el que con ese aspecto de Unabomber se presentó al reportaje y no pudo hacer prácticamente ninguna otra declaración que la de humillarse frente al presentador y abandonar cabizbajo el estudio sin antes dejar un recuerdo que dio la vuelta al mundo en YouTube y la blogosfera: el chicle que estaba mascando quedó para siempre pegado en el escritorio de Letterman.

Por momentos, el film de Affleck parece denunciar el circo siniestro que rodea a toda estrella: los flashes, las cámaras, los paparazzi que no han cambiando desde La dolce vita, los adulones, los agentes de prensa, la corte de dealers, putas y aprovechadores. En esta lista el documental no excluye figuras célebres, como cuando Phoenix se expone nuevamente a ser filmado mientras mira por televisión la ceremonia del Oscar en la que Ben Stiller, acompañado de Natalie Portman, se mofa –peluca y barba incluida– de su desafortunado paso por el show de Letterman, mientras toda una platea de famosos (supuestamente colegas y amigos) festeja para las cámaras con estentóreas risotadas.

Hay algo perverso, obsceno, escatológico incluso, en buena parte del documental, que parece exponer toda la bajeza del llamado “show business” con la misma saña con que Keneth Anger lo había descripto en su libro Hollywood Babilonia. Pero, al mismo tiempo, no puede dejar de pensarse que el film de Affleck es una suerte de pedido de auxilio de Phoenix, una de esas remanidas historias de pecado y redención que tanto le gustan a Hollywood. Porque el film termina con Phoenix viajando a Panamá para reencontrase con su padre y con el paisaje paradisíaco de su niñez, con esa cascada idílica en la que una home movie lo muestra disfrutando de niño y en la que ahora vuelve a sumergirse, como si quisiera purificarse de todas sus faltas y volver a bautizarse. No por nada la película –en la que el actor se presenta en los títulos finales como coguionista– se titula I’m Still Here. Es como si Phoenix, después de haber tocado fondo y visitar el séptimo círculo de infierno, asomara de nuevo la cabeza y le dijera a esa comunidad a la que insultó y escupió, y de la cual renegó: “No se olviden de mí, todavía estoy por aquí. Y necesito trabajo”.

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