CINE > DARREN ARONOFSKY Y CISNE NEGRO, SU RETRATO DEL MUNDO DEL BALLET
“La primera vez que fui al backstage, quedé impactado por los músculos agarrotados. y la sangre”, dice el director, que decidió retratar el universo del ballet porque “es un mundo sexy, un mundo poético”. El film se estrena aquí el 17 de febrero.
› Por Jonathan Romney *
Para su nueva película, Darren Aronofsky hizo una movida extraña. El la define como un complemento de su film anterior. La táctica es usual, pero en este caso la conexión no parece muy intuitiva. La nueva obra del director estadounidense, Cisne Negro, transcurre en el mundo del ballet clásico; su predecesora, El luchador, era sobre hombres musculosos en calzas rayadas, saltando sobre el pecho de otros e incluso clavándose broches de metal en la cabeza. Por contraste, en Cisne Negro los personajes principales son delgadas jovencitas bailando a Chaikovski de manera exquisita... pero la sensación de violencia física y psicológica apenas bajo la superficie es tal, que el espectador llega a preguntarse si la heroína que interpreta Natalie Portman no sacará en algún momento una abrochadora escondida en su tutú.
Cisne Negro confirma las credenciales de Aronofsky como uno de los cineastas estadounidenses especialistas en los extremos de la experiencia humana. Su opera prima, Pi (1988), era sobre un matemático solitario dominado por su devoción hacia los números; terminaba con el héroe haciéndose un agujero en la cabeza, tras intentar obtener el nombre secreto de Dios a partir del valor de pi. Después, Réquiem para un sueño (2000), basada en la novela de Hubert Selby Jr., siguió a sus personajes adictos en un apocalipsis de humillación, degradación, incluso amputación. Puede imaginarse, entonces, cómo un film de ballet de Aronofsky puede llegar a exhibir el trabajo de un cuerpo humano. Y además, debajo de la superficie de una liviana sílfide de Dégas, Cisne Negro ofrece tendones y fibras musculares forzadas y uñas del pie destrozadas, un panorama no muy diferente de los daños que sufrían los ursos de El luchador.
En los días de Pi, Aronofsky tenía la imagen del pibe indie por excelencia. Ahora parece haber crecido confortablemente en el rol de un jugador de Hollywood bien establecido. Puede usar una gorra de béisbol, pero en la que se lee “Pennsylvania Ballet”. Usa anteojos y un bigote bien recortado que lo hace lucir mayor que sus 41 años y con un aspecto general respetable, como un consultor de management. La pregunta sobre tobillos torcidos y uñas del pie partidas surge de inmediato. “Lo interesante del ballet es que cuando estás entre el público parece que todo se hace sin esfuerzo –dice con voz suave–. La primera vez que fui al backstage, quedé impactado por los músculos y tendones agarrotados, y por ver bailarines y bailarinas saliendo del escenario sudando y sin aliento. Literalmente, sin aliento. Y la sangre: había sangre por todos lados. Todo eso señalaba cualquier cosa menos falta de esfuerzo. Como cineasta, me encendió la idea de cómo mostrarlo.”
Según parece, el ballet está en la mente de Aronofsky desde hace algún tiempo. Su hermana mayor era bailarina, con lo que siempre estuvo al tanto de ese arte, aunque no muy interesado. “Cuando me gradué en la escuela de cine hice una lista de mundos posibles para películas: uno era el de los luchadores, otro el del ballet.” Años después le llegó un guión –The understudy, de Andrés Heinz, sobre la rivalidad entre dos actrices de Broadway– y Aronofsky decidió cambiar los hechos a una producción de El lago de los cisnes: “Pensé que era un mundo interesante para explorar. Un mundo sexy, un mundo poético”. Es esa exótica mezcla de sexo y poesía en Cisne Negro lo que viene encantando al público desde que se mostró por primera vez en el Festival de Venecia; la posiciona bien para la temporada de premios, y de hecho ya le dio un Globo de Oro a Portman. Caliente drama psicosexual bajo sus trampas de alta cultura, Cisne Negro presenta a Portman como una reprimida bailarina joven que tiene la chance de bailar el rol principal en El lago de los cisnes. Pero también tiene que interpretar la tempestuosa, oscura contraparte de la heroína, lo que involucra encontrar su propio Lado Oscuro. Hay muchísimas rarezas dando vueltas, que uno no asociaría normalmente con las ficciones sobre el ballet: alucinaciones, horror, cruces lésbicos.
Quizás Aronofsky tiene razón al señalar que el ballet tiene que ver con el sexo y la pasión, pero al mismo tiempo es difícil encontrar un hombre heterosexual que tenga fantasías con bailarinas. “Creo que hace unos veinte años el ballet volvió a ponerse caliente, pero sobre todo por las chicas que seguían a Baryshnikov –dice–. No sé bien la historia y quizás esto suene totalmente ridículo, pero me parece que esos trajes ajustados para hombres y mujeres, para personas ricas alrededor de 1880, eran una especie de show de burlesque. Tenías a toda esta gente increíblemente atlética desfilando enfrente tuyo, dando vueltas y todo eso, las mujeres abriendo las piernas y exhibiendo su partes íntimas. Es un arte muy intenso.” Quizá pueda parecer que en toda esa opulenta belleza, ese ostentoso virtuosismo, haya poca sustancia, y Aronofsky reconoce que está trabajando con un tópico lleno de clichés. “Sabemos que lidiamos con personajes arquetípicos. Cuando uno entra al mundo del ballet habrá una figura maternal en el escenario, un personaje de director artístico en el estilo de Svengali... la cuestión es cómo hacés para rodearlos mejor.”
Lo curioso sobre la película es cuántos otros films fueron citados en las reseñas para ejemplificar su notable extrañeza: Las zapatillas rojas, Showgirls, El club de la pelea, El bebé de Rosemary, Repulsión. Pocas veces se ha visto que los críticos saquen a relucir tantas comparaciones. Aronofsky duda: “Hummm... ¿por qué será eso?”. Quizá porque él ha visto un montón de películas, y Cisne Negro parece haber tocado una rica vena de resonancias cinematográficas. “Pero no soy como Tarantino, uno de esos tipos que vio todas las películas –dice–. Llegué tarde al juego; recién empecé a ver películas extranjeras e independientes en la secundaria.” Quizá no sea uno de esos directores fanáticamente cinéfilos, pero se las arregló para cargar a su estilo de una imponente ferocidad, y una gran seriedad. Claramente, trabaja desde la convicción de que el cine no es solo entretenimiento; no sorprende enterarse de que es un gran admirador de ese demonio provocador llamado Gaspar Noé. La intensidad estaba a la vista desde el comienzo en Pi: filmada con un modesto presupuesto de 60 mil dólares, era un abrasivo claroscuro en blanco y negro, un drama sobre un genio matemático presionando su intelecto hasta el límite, y sufriendo alucinaciones pesadillescas como resultado. De hecho, la presentación en Pi del talento como una especie de maldición –acompañada por dolor físico y el riesgo de la locura– es un precursor aun más directo de Cisne Negro que El luchador.
Pi estableció a Aronofsky como el gran pibe indie de fines de los ’90. Era un culto y pujante judío para el cual su misión era hacer películas que se aproximaran visualmente a los ritmos del rap. Hijo de maestros de escuela, creció en Manhattan Beach, Brooklyn, un entorno que resuena en su retrato de la comunidad judía de Brighton Beach en Réquiem.... Sus padres practicaban un judaísmo conservador aunque, según Aronofsky, “fui criado culturalmente como judío, pero había poca asistencia espiritual al templo. Era una cosa cultural, celebrar los días de fiesta, saber de dónde provenimos, conocer nuestra historia, respetar lo que ha tenido que atravesar tu gente”. Aun así, el joven Aronofsky fue persuadido durante una visita a Israel de asistir a una escuela ortodoxa; la experiencia sirvió de combustible para Pi, con sus referencias a la Kabbalah y las extrapolaciones numéricas del alfabeto hebreo.
Educado en la escuela pública estadounidense, Aronofsky acostumbraba jugar con su imagen de tipo avivado por las calles. En la época de Pi, dice, “la mitad de mis amigos se convirtió en millonarios de Wall Street, y los demás probablemente eran dealers de droga”. Estudió cine en Harvard, pero se sentía fuera de lugar entre sus compañeros pudientes. Ante la pregunta de si su paso fue como la imagen de La red social –otra historia de un ambicioso outsider judío–, dice que no, que admira la película de David Fincher pero no se corresponde con su experiencia. “Estuve allí diez o quince años antes que Mark Zuckerberg, y fui ‘golpeado’ por los Porcellian –es decir, invitado a unirse al exclusivo club masculino del cual Zuckerberg es excluido en el film–. Pasé por el proceso de iniciación pero al final no me uní: yo era de izquierda, y políticamente estaba contra eso.”
Comparado con directores estadounidenses de su generación más extravagantes –como Wes Anderson o el abrasivo David O. Russell–, Aronofsky tiene un bajo perfil público y usualmente solo se habla de él cuando lanza una película. Pero de pronto se encontró bajo el foco público a principios de noviembre de 2010, cuando aparecieron noticias de la separación de su compañera por ocho años, la actriz Rachel Weisz, con quien tiene un hijo de cuatro años, Henry Chance Aronofsky. Las columnas de chimentos especularon con la cercanía de Weisz con el actor Daniel Craig, pero ninguno de los integrantes de la pareja hizo comentarios. Su declaración oficial decía que “Rachel Weisz y Darren Aronofsky llevan separados algunos meses. Siguen siendo amigos cercanos, y están comprometidos a criar a su hijo juntos en Nueva York”. El sigue hablando en tiempo presente, y de hecho menciona el nombre de Weisz cuando habla de las influencias europeas de El luchador: “Rachel, mi pareja, está en la Academia del Cine Europeo, con lo que tenemos una pila de DVD”.
Weisz y Aronofsky hicieron una película juntos –La fuente de la vida– en 2006, un proyecto maldito que iba a filmarse con Brad Pitt, pero el actor se bajó a último momento. La producción de 70 millones de dólares se vino abajo pero Aronofsky, resistente, lo terminó haciendo por la mitad de ese presupuesto. Una pieza oscuramente mística, con una triple capa de narrativas, ambientadas en el presente, el futuro cósmico y Centroamérica en el siglo XVI; La fuente de la vida fue abucheada en Venecia y destrozada por la prensa. Como suele suceder con los directores cuyos proyectos preferidos consiguen poca atención, Aronofsky defiende la película hasta el fin. “Es como esas cajas en las que uno mete ciertas cosas y entonces se abren: eso es lo que quisimos hacer, algo así como construir una caja-rompecabezas con una hermosa joya en el medio. Es una película interesante. Cuanto más tiempo pasa, más me hablan de esa película antes que de las otras. Sigue seduciendo gente.”
Tras ese quijotesco fracaso, Aronofsky hizo una película mucho más chica, en enfoque y estilo. Llegó como una especie de proyecto de desintoxicación: El luchador. La historia del wrestler profesional que ya pasó su mejor momento tuvo el protagónico de Mickey Rourke, que ya formaba parte del equipo de los dañados hasta lo irrecuperable. La tremenda performance del actor –físicamente extenuante, pero también sensitiva y autoparódica– ayudó a que el film ganara el León de Oro en Venecia 2008, dándole un nuevo impulso a las carreras de Aronofsky y de Rourke. Aun así, las cosas no se volvieron fáciles de la noche a la mañana. “No sé si algún día se detendrá –dice Aronofsky–. Hasta ahora han sido obstáculos interminables. El luchador, un solo financista. Cisne Negro, un solo financista. Con cada una de mis películas me enfrenté a personas diciendo ‘no’, una barrera constante de ‘noes’. Hasta que encontrás una ruta para atravesar esa barrera.”
No es que Aronofsky haya sido precisamente ignorado por los estudios. Devoto de los comics, a través de los años el cineasta fue asociado con toda una serie de posibles proyectos sobre superhéroes, incluyendo relanzamientos de Batman, Superman e incluso RoboCop. Ahora su debut en la adaptación de comics parece por fin encaminada, una nueva visión del personaje de Wolverine (Marvel) que será anunciada como parte del acuerdo que firmó con 20th. Century Fox. Cabe preguntarse cuánto puede excitarlo el proyecto: las películas sobre comics rara vez inspiran a los autores a resultados distintivos. Y también cabe preguntarse si un superhéore –aun cuando tenga traumas existenciales y garras de adamantio– puede tener el toque de intensa seriedad que distingue a Aronofsky de sus contemporáneos. Después de todo, este es el hombre que una vez protestó porque “la tragedia es una forma de arte que fue asesinada por Hollywood”.
Ante la pregunta de si tiene el manejo maquiavélico que exhibe Vincent Cassell como el director del ballet en Cisne Negro, Aronofsky dice que “la verdad, me gustaría ser tan manipulador como el personaje de Vincent, porque probablemente sería más exitoso. Soy muy directo, y he asustado a demasiados profesionales de la Lista A diciéndoles lo difíciles que van a ser las cosas. Es eso, soy muy directo, no soy bueno planificando tres pasos más allá. Soy más del tipo (adopta un tono perentorio) ‘OK, acá está el problema, y esto es lo que vamos a hacer’. Esa rudeza tan de Brooklyn probablemente es un problema para mí”.
Sus películas también pueden ser bastante rudas. ¿Cómo lidia Aronofsky con las respuestas hostiles que provoca a veces? “Mientras no sean... ‘Eeehh’ –dice, imitando el tono de alguien desconcertado–. Mientras haya una reacción intensa... quiero decir, en el mundo de hoy hay mucha distracción, de videojuegos a Internet y otras películas y la TV y el iPod, los mensajes de texto, el BlackBerry, lo que sea. ¿Cómo conseguís la atención de la gente? Pienso que tenés que intentar plasmar imágenes duraderas, de las que la gente hable... y twitee. Siempre, para algunas personas estarás cruzando alguna línea. Lo de la abrochadora es un ejemplo perfecto, una línea que mucha gente no quiere cruzar en toda su vida. Se trata de crear experiencias viscerales, con las que la gente se pueda conectar.”
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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