OPINION
› Por Eduardo Fabregat
A veces sucede que noticias que terminan teniendo enorme peso específico pasan casi inadvertidas. Como quien no quiere la cosa, como quien deja caer una simple data burocrática, esta semana el sello Mercury informó que deja de fabricar singles en CD y vinilo, que ahora sólo editará las “canciones sueltas” en formato digital. El hecho representa unas cuantas paradojas, la primera de las cuales tiene que ver con eso que tanto excita a los ejecutivos de las discográficas: es precisamente Mercury la compañía que ostenta el record de singles vendidos, por “Candle in the Wind ’97”, la canción de Elton John que superó los 40 millones de unidades e ingresó al Libro Guinness. Lejanos, dorados tiempos: según lo indicado por el subsello de Universal, el simple se vende cada vez menos, y de ahora en más sólo se editarán simples “físicos” en casos “muy excepcionales” y, fundamentalmente, “cuando estén garantizados los beneficios”.
Es una síntesis bien ajustada. Cada vez más, la industria musical quiere todo garantizado, y así se ha metido en callejones sin salida. Pero la decisión, que de acuerdo con el estado de las cosas pronto podría ser imitada por otras compañías, llega curiosamente en un momento de revalidación del single. Desde su aparición en 1945 y hasta fines de los ’60, el “sencillo” fue una de las armas más rentables, no sólo por su uso en fonolas y cabinas de discos sino por su tremenda penetración en todas las capas del público consumidor, desde el que debía juntar las monedas para comprarse un disquito hasta el que coleccionaba los 45 RPM con fruición y los utilizaba como guía para adquirir el álbum completo.
En los ’70, la explosión del rock, la aparición de grupos que pensaban sus discos no sólo como un paquete de canciones sino como una unidad conceptual, llevó a que el single perdiera un poco de protagonismo. Pero nunca dejó de ser un pilar de ventas. Sobre todo en países de economía inestable como la Argentina, el rito del disquito tuvo con qué sostenerse. Fue, también, el origen de una tiranía que se extiende hasta hoy, aquí y en el mundo: cuando el juego entre las radios y las discográficas le dio al single la etiqueta “de difusión”, las cosas en la música se pusieron algo... burocráticas. Basta prender la radio, hacer zapping y encontrar la misma canción del disco más reciente del artista X para entender cuán nocivo puede ser un formato en esencia valioso.
Está claro que la desaparición del soporte está lejos de significar la desaparición del formato: la revolución digital, las transformaciones que ha producido en el modelo de negocios hacen del single una variable de enorme vitalidad. El ocaso del compact disc hace que los músicos se planteen un nuevo uso de la canción; hace poco, en el Suplemento NO, Sebastián Carreras explicó por qué su banda Entre Ríos se despide del soporte con Era. No es que Carreras vaya a dejar de hacer canciones, pero sí descubrió que ya no tiene mayor sentido perder tiempo y energía en un envase que usa cada vez menos gente.
Curioso rulo el que ha hecho el consumo de música: hace apenas quince años, todos estábamos terminando de pasar nuestras colecciones de vinilo a CD. Pronto comenzaron las reediciones remasterizadas, y las reediciones remasterizadas con bonus track, y las reediciones remasterizadas Especial Aniversario. Todo mientras la lectora de CD languidece, los archivos digitales vienen con el plus multimedia y hasta el download, con la aparición del sistema “nube” que permite escuchar canciones a distancia, empieza a dejar de ser una costumbre. Los músicos siguen planteándose el álbum, pero la realidad insiste en llevarles la contra.
En un futuro no tan lejano, será difícil explicar ciertas manías del melómano. Con el concepto de álbum diluido por el random y el objeto palpable convertido en pieza de museo, con la naturalización de la música envasada en el artículo que realmente la industria quiere vender (“¡comprá el nuevo celular Sandanga X38 con cuatro canciones, dos remixes y acceso a material exclusivo en el sitio de Shakira!”), transmitir la extrañeza sonora de equivocarse y poner un simple de 45 revoluciones por minuto a 33 1/3 se parecerá a lo que significó a mediados de los ’90 el “automático” que hacía caer los discos en el plato del Wincofón. Todo se construye y se destruye tan rápidamente, que no queda más remedio que sonreír.
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