OPINION
› Por Eduardo Fabregat
La excitación inicial creciendo al compás de la “Space Oddity” de Bowie, nada menos. La chica a la que Bono le cantó “In A Little While”, mientras la paseaba de la mano por el escenario, y que todavía no debe haber pegado un ojo. El desfile de las figuras con logos de Amnesty celebrando la liberación de Aung San Suu Kyi, la líder birmana por la que el grupo pidió una y otra vez. El mareo colectivo de “City of Blinding Lights”, cuando la pantalla se convirtió en una explosión de poliedros mágicos. El veneno sonoro de “Hold Me, Thrill Me, Kiss Me, Kill Me”, con el cantante reformulando al Mirrorball Man del Zooropa Tour, esta vez con un traje de láseres rojos, colgado de un volante con micrófono incorporado. El Estadio Unico de La Plata moviéndose –sí, moviéndose, en el sentido sísmico del término– al compás de 58 mil personas saltando con “Elevation”. El coro general de “I’m Still Haven’t Found What I’m Looking For” y Bono, ese tremendo frontman clavando las notas en “Miss Sarajevo”, capitalizando la pasión operística de su padre. The Edge, gran chamán de la exploración sonora aplicada a la guitarra. Larry Mullen y Adam Clayton, una base que puede ser granítica sin perder el groove. Flashazos de una noche que continúa en la memoria, que no terminó, que efectivamente sigue mañana y pasado en la preciosa cancha platense. Una explosión sensorial en 360 grados.
Y todo, como ejemplificó Bono el lunes tratando de replicar aquella génesis del 360º Tour junto a Willie Williams, empezó con dos tenedores. De dos tenedores enganchados a La Garra recorriendo el mundo, asombrando a propios y extraños: si eso no es la cabal demostración de cuánto puede evolucionar una simple idea, hasta dónde puede llegar con imaginación (y dinero, claro), difícil encontrar un ejemplo mejor.
Se agradece que Bono haya estado menos arengador que en 2006, que haya mencionado a San Telmo, Cañitas y Palermo, y a Higuaín, al Apache, La Pulga y Zanetti (¿Zanetti? ¿The Edge, Zanetti?) pero desde un lugar sin tanta impostación, desde cierto conocimiento y comodidad con Buenos Aires. Que haya sorprendido a la multitud con la inesperada dedicatoria a Gustavo Cerati (¿cuántas veces se ve a una estrella extranjera mencionar a un argentino que no sea deportista o político?) en “Moment of Surrender”, delicado cierre a lo que fue una tormenta de adrenalina. Pero, por sobre todo y como se dijo en la edición de ayer de Página/12, se agradece que U2 juegue la baraja del gran espectáculo pero no deje de poner a la música por encima de todas las cosas. Que tenga momentos de pura magia sonora, generada por la misma química grupal que comenzó hace una eternidad en Dublín. Que en la cabeza quede, sí, la imagen ardiente de The Claw, estallando en luces y en imágenes. Pero que lo que queda sonando sea, siempre, una canción. O dos, tres, catorce.
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