Mar 26.04.2011
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OPINIóN

El esqueleto libre en este mundo

› Por Daniel Freidemberg *

“No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad / en mitad de la calle y hacia todos los vientos: / la verdad de estar vivo, únicamente vivo,/ con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo”, anunciaba Gonzalo Rojas en “Contra la muerte”, el más conocido de sus poemas. Eso hacía, precisamente, al escribir: con los pies en la tierra, en mitad de la calle, libre y vivo hasta el colmo, lo que en particular lleva a cabo Rojas en aquel ya clásico poema de los años ’60 es reivindicar la vasta y basta vida, tumultuosa y terrestre, ante la arrasadora constatación de que nada hay más inevitable que la muerte, la que lo ha alcanzado ayer y ante la cual su palabra no quiso oponer esperanza, ni en un Dios ni en la Historia: al “hambre de vivir” nada hay que pueda sustituirlo o superarlo.

Vivir, sin embargo, en Rojas, implica no menos que afirmarse en los sentidos, el erotismo, el trato con la materia espesa y olorosa, tener los ojos abiertos a la destrucción, el deshacerse, la condena al charco hediondo, siempre presentes como una sombra irónica o desolada, sin la cual el cuadro de la vida no cierra, ni vale mucho: si es, como lo es, un milagro lo vivo y corpóreo, es porque se da contra la contundencia sin fondo de la nada. Poesía hecha de contradicciones, la de Rojas, heredera del arrojado juego surrealista, pero alejada de cualquier intento de refugio en instancias superiores o sublimes. Si en sus orígenes estaban Residencia en la tierra y los románticos alemanes, algo tiene también que ver con ella el ser contemporánea a la de otro de sus grandes compatriotas, Nicanor Parra: menos cínico o bufonesco o autosuficiente, también en Rojas es un sentido del humor “a ras de tierra” el que le permite habitar un mundo contra el que nunca deja de rebelarse.

Claro que no podía competir, dada la época, con la “antipoesía” de Parra, ese drástico vuelco refundador en el conjunto de la poesía chilena, lo que no le impidió a Rojas tener no pocos lectores fervientes, por ejemplo, en la Argentina. Y, de un modo menos evidente, en el propio Chile: “Maestro de la velocidad y el encabalgamiento”, dijo de él Germán Carrasco, y reconoció estar en presencia de “uno de los mayores versificadores”. No sería posible, de hecho, la compleja, potente e inacabable aventura vital que implica leerlo si Rojas no fuera el prodigioso artífice de la escritura que es: hablo de administración de los ritmos, los acentos, las entonaciones, las sonoridades, los cambios de velocidad; hablo de irrupción de silencios, de montaje de situaciones, de la insistencia y la repetición, la coexistencia y el juego de lo culto y lo vulgar, lo liviano y lo trágico, la reflexión conceptual y la observación de lo que simplemente existe. Puede que hasta, por eso, un poema de Gonzalo Rojas, cualquiera sea la época a la que pertenezca, esté hoy bastante más vivo ante el acto de lectura que muchas de las más audaces experiencias que en los mismos años llevó a cabo Parra.

* Poeta y crítico.

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