BLAS ELOY MARTíNEZ PRESENTó EN LA HABANA SU PELíCULA EL NOTIFICADOR
El film concursa en la sección Operas Primas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Allí el director traduce en clave ficcional su experiencia como notificador judicial. También se vio La vida nueva, de Santiago Palavecino, que reflexiona sobre la crisis afectiva.
› Por Oscar Ranzani
Desde La Habana
El trabajo de notificador –un empleado encargado de repartir las cédulas judiciales– puede resultar alienante, pero a Blas Eloy Martínez le despertó inquietudes cinematográficas. El hijo del escritor Tomás Eloy Martínez trabajó en la Oficina de Notificaciones del Poder Judicial durante nueve años. El tiempo necesario para conocer un mundo lleno de contradicciones y de situaciones absurdas. Cuando Martínez decidió dedicarse al cine, pensó en realizar un documental que reflejara ese universo tan particular plagado de anécdotas sustanciosas para una película. Pero en 1997, la Corte Suprema de Justicia le prohibió filmar en el recinto donde se decide el destino de muchas personas porque “no era viable mostrar el funcionamiento de una oficina estatal”, según cuenta el cineasta a Página/12. Posteriormente, en 2005, con el recambio de la Corte, pudo concretar el documental. Pero en ese lapso, entre una decisión judicial y otra, Martínez y su mujer Cecilia Priego (directora del documental Familia Tipo) pensaron el guión de otra película, esta vez de ficción, que contara la historia de un notificador cuya experiencia era muy similar a la que vivió Martínez. “Transferí mis vivencias a una ficción”, cuenta el director de El notificador, film que concursa en la Sección Operas Primas del 33º Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
El notificador tiene como protagonista a Eloy –otra referencia autobiográfica–, un joven obsesionado con repartir cien cédulas por día, que se encuentra con un universo de gente muy diferente. Y debe enfrentar situaciones absurdas como, por ejemplo, cuando va a entregar una notificación a un hombre al que lo están... velando. Hasta tendrá que soportar el robo de su mochila con los documentos que tiene que entregar. El notificador muestra a Eloy compenetrado con su trabajo. Hasta que su jefe decide contratar a un nuevo empleado, al que el protagonista debe enseñarle la rutina. Pero Eloy siente esta nueva compañía como una invasión y, producto del miedo a perder se empleo, entra en crisis. Pero no es sólo la llegada del “intruso” lo que provoca inestabilidad en Eloy, sino también su propio trabajo, al que quiere pero, a la vez, le provoca una especie de trastorno obsesivo compulsivo. “El personaje es una transferencia casi literal de mis vivencias. Hay muchas cosas que me sucedieron a mí. Esta crisis existencial sobre el trabajo y el no saber si uno está haciendo bien o mal. Hay un debate ético sobre lo que implica ese trabajo. Entonces, eso también traté de transmitirlo: el quilombo que a uno se le arma en la cabeza al trabajar”, relata Martínez.
La película parece establecer una crítica irónica y, por momentos, paródica de la burocracia. Pero Martínez comenta que no quiso ridiculizarla sino mostrarla tal cual es, con las situaciones absurdas que provoca esa burocracia. “No sé cómo definir la película en términos de género. Creo que no tiene. Cuando me preguntan, digo ‘absurdo’ o ‘kafkiano’. Me parece que es lo más cercano. Si bien tiene momentos de drama y de comedia no es ni una cosa ni la otra.”
Martínez sostiene que la idea ficcional era narrar “la extravagancia de las notificaciones en sí. En el documental no había podido mostrar bien lo que es una notificación. De hecho, se ve el caso de una mujer que está muy mal psicológicamente, que me muestra el departamento, pero no había podido mostrar más que esa notificación. Era muy difícil acceder a un departamento con la cámara de prepo. Entonces, lo que quise explotar en la ficción fue el hecho de notificarle a alguien, ya sea un muerto, una persona que está loca, o una gitana que le roba. Y al mismo tiempo, lo que le pasa a un notificador interiormente cuando notifica, qué pasa por la cabeza de un tipo así”.
Otro largometraje presentado en el Festival de La Habana, La vida nueva (opus dos de Santiago Palavecino), concursa en la Sección de Largometrajes de Ficción. Estrenada hace unos meses en Buenos Aires, La vida nueva está protagonizada por Martina Gusmán, Germán Palacios y Alan Pauls (en su debut como actor). Laura (Gusmán) está casada con Juan (Pauls). La pareja está en crisis, situación que se profundizará cuando llegue al pueblo donde viven el viejo amor de Laura, Benetti (Palacios), que regresa a visitar a su sobrino, herido aparentemente por el hijo de un político poderoso que lo dejó en estado de coma.
La vida nueva reflexiona sobre el amor, o más bien, sobre la crisis afectiva. En eso coincide Palavecino, quien agrega que la película “toma elementos de dos géneros y los hace chocar. El melodrama, evidentemente, y el elemento policial. La curiosidad es qué pasa cuando esos dos planetas chocan. Evidentemente, la crisis para los personajes es en todos los órdenes y el aspecto sentimental es uno donde muchas de las crisis y de las preguntas que uno se hace sobre la vida en general, se hacen más sintomáticas. Muchas de las cosas pasan en las cabezas de esos personajes en esos días en los que están como en una especie de estado de flotación, sabiendo que sus vidas después no van a ser las mismas. Pero todavía no saben en qué dirección, ni cómo ni cuándo, como si todas esas cosas encontraran su punta de iceberg en el problema sentimental”.
Si bien está filmada en San Pedro, la película no da indicios de un pueblo real o específico donde transcurre la historia. “No intenta ser una película realista –argumenta Palavecino–. Es más bien una especie de fábula moral. Entonces, me parecía que anclarla en un lugar concreto no era una buena idea. Lo que me interesó de San Pedro fue la diversidad de paisajes que tiene acumulados en muy poco terreno. Entonces, lo que se podía armar mediante el encuadre y el montaje era un pueblo de fantasía desplazándose muy poco.” Y en sintonía con lo que expresa el cineasta, los sucesos que ocurren en La vida nueva remiten más bien a un pueblo chico, no parecen muy cercanos del mundo urbano. “Esa es otra cosa que me interesaba explorar bastante: un tipo de mentalidad, de conducta que no es exactamente del interior profundo pero tampoco es de la gran ciudad. Es esa especie de espacio intermedio”, comenta Palavecino.
Otro largo de ficción en competencia en La Habana es el chileno El año del tigre, de Sebastián Lelio. Como muchos ciudadanos de su país, Lelio se ha sentido sensibilizado por el terremoto que asoló Chile el 27 de febrero de 2010. Filmada poco tiempo después de la catástrofe, El año del tigre –este animal es el que rigió, según el horóscopo chino, 2010 y en él tiene connotaciones violentas como el terremoto–, comienza con el terrible temblor. Y muestra las vivencias que experimenta Manuel, un preso que puede escapar porque la celda se derrumbó y, a partir de ese momento, se da cuenta de que lo que le espera afuera es aún más dramático que lo que le sucedía estando encerrado. Es que cuando Manuel huye, lo primero que hace es volver a su casa y se encuentra con que está destruida y que el tsunami se llevó lo más preciado por él: su mujer y su hija. Luego ve a su madre muerta. Desde ese momento, Manuel emprenderá un camino por la zona devastada con un futuro incierto, como si el tiempo se hubiera suspendido y como si esa libertad tan ansiada en la época de reclusión de nada le sirviera en el momento actual, en el que solo hay un único sentimiento: el dolor intenso. Presentada en el prestigioso Festival de Locarno, El año del tigre forma parte de la nueva cinematografía chilena: su director nació en 1974.
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