UN DOCUMENTAL INQUIETANTE
Jarecki desarrolla un caso –¿policial? ¿sexual? ¿judicial?– que shockeó a EE.UU.
› Por Horacio Bernades
¿Qué es una familia? ¿Hasta dónde pueden llegar sus secretos y complicidades, sus alianzas internas y lealtades, sus amores y manipulaciones? ¿Qué es un hombre? ¿Hasta qué punto aquella fábula de Jekyll y Hyde puede volverse real, aquí y ahora? ¿Qué es la intimidad, el espacio de lo privado, aquello que no debería violarse, y cuánto de lo privado puede hacerse público? ¿Cómo dilucidar la verdad de la histeria de masas, los vicios privados de la sociopatía, la justicia del funcionamiento de la Justicia? Aunque parezcan demasiadas preguntas para una sola película, aunque dé la impresión de tratarse de cuestiones que exceden en mucho las posibilidades de un metraje filmado de menos de un par de horas, éstos son algunos de los interrogantes que martillan el cerebro del espectador durante la proyección de Capturando a los Friedman. Lo siguen haciendo, mucho tiempo después.
Ganadora de una enorme cantidad de premios (ver aparte), recién ahora este documental –uno de los más perturbadores en mucho tiempo– llega a un estreno regular en la Argentina, después de haber estado el año pasado en el Bafici. Si puede considerarse regular el estreno en una única sala, en proyección de DVD. Ambigua desde el propio título (“capturar” puede entenderse como detener, poner en prisión, pero también como “fijar en imágenes”, y la película desarrolla ambas acepciones), la ópera prima del realizador Andrew Jarecki desarrolla un caso –¿familiar? ¿policial? ¿sexual? ¿judicial?– que a fines de los años ’80 conmocionó a la sociedad del este de los Estados Unidos. Arnold Friedman, hasta ese momento un bonachón e irreprochable profesor y padre de familia, fue detenido por posesión de pornografía infantil y condenado más a tarde a prisión, por presunto abuso de menores. Este último cargo se extendió a su hijo Jesse, quien según denuncias habría acompañado al padre en esos abusos, cometidos sobre alumnos de los cursos de computación que ambos dictaban en el sótano de su casa, en un barrio residencial de Long Island.
Jarecki utiliza los testimonios a cámara como apelaciones a la conciencia del espectador, que desde un lugar semejante al que podría ocupar un jurado debe lidiar con presentaciones siempre contradictorias entre sí. Un ex alumno, el rostro convenientemente en sombras, asegura concluyente que él y sus compañeros eran violados regularmente por los Friedman. Pero su tono –entre displicente y sobreactuado– invita a la desconfianza. Más aún cuando otros ex alumnos lo niegan rotundamente, transmitiendo la total convicción de que un tipo como Friedman jamás podría haber hecho algo así. Esto se ve reforzado por el testimonio de una periodista que siguió bien de cerca todo el juicio y que desmonta una a una las diversas violaciones legales cometidas por policías y personal judicial. Entre ellos, la falta de pruebas y de evidencia física.
Pero sucede que enseguida la misma periodista muestra una carta escrita por el propio Arnold Friedman, en la que reconoce que siempre le gustaron los menores y que tuvo relaciones al menos con un par. Para no hablar de su hermano menor (un señor de más de 60 años, en el momento de la entrevista), que defiende emocionada y fervientemente la inocencia de su hermano... antes de que esa misma carta devele que de pequeños, el primogénito lo habría violado. Claro que Capturando a los Friedman no consiste sólo en una larga sucesión de testimonios a cámara. Como en un relato paralelo, se asiste al despliegue de una larga película casera que se desarrolla a lo largo de más de treinta años y permite asomarse, en vivo y en directo, a la vida doméstica de esta familia de clase media de Long Island. Sucede que la segunda pasión de Arnold Friedman fueron siempre (junto con la música, tratándose de un vivaz pianista amateur que supo tener su propia orquesta de música tropical allá por los ’40) las home movies. Por lo cual, a lo largo de su vida registró kilómetros y kilómetros de metraje, primero en súper-8 y más tarde en video.
Revelando una relación casi compulsiva con el registro de la propia vida, casi como un proto reality show (en forma de diario privado), es posible asistir allí a las típicas escenas de banal felicidad familiar, pero también a la filmación de la última noche de libertad, en la que el pater familiae y los hijos se permiten hacer chistes y bromas sobre el inminente encierro. En el medio, discusiones familiares, lágrimas, peleas y disputas van armando el retrato de una familia de lazos atadísimos. Al menos en lo que refiere al padre y tres de los hijos (incluido Jesse, el otro acusado). Sin embargo, uno de los hijos jamás aparece (se negó terminantemente a ser incluido en el documental) y la madre sólo lo hace para acusar a su marido e hijos. Esa ausencia y esa autoexclusión podrían estar diciendo más sobre los Friedman que la plenitud demasiado perfecta que las imágenes caseras dejan ver. Y sin embargo no prueban nada, dejando al espectador capturado por todas aquellas preguntas que se transcriben al comienzo de la nota y que parecerían constituir la lección más perdurable de este documental inquietante.
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